Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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Tenía la cara húmeda. Me había quedado con la boca abierta mientras dormía y había mojado la página en la que había estado escribiendo. Gracias a Dios que es posible despertarse de estos sueños, pensé. Gracias a Dios que los sueños no significan nada. Gracias a Dios…, y entonces lo oí.

No me había despertado espontáneamente. La causa era un ruido. Una puerta se estaba cerrando abajo, la puerta del jardín.

La llamada telefónica, pensé. No dije nada, mientras mi corazón se aceleraba. Sonaron pasos en la escalera. Oí que se abría la puerta al final del pasillo. Se cerró. Más pasos. Una pausa. Luego, se acercaron con rapidez.

La llamada telefónica, pensé. Oh Dios, oh Dios. Miré hacia el teléfono y deseé volar para cruzar la sala y teclear aquellos triples nueves, para llamar a gritos a la policía. Pero no podía moverme. Nunca había sido más consciente de lo que significaba el presente y lo que el futuro prometía.

Capítulo 24

Lynley concluyó su reunión con el superintendente Webberly y recogió las carpetas de papel manila, así como los periódicos de los tres últimos días. Este último material empezaba con la zambullida de Jimmy Cooper en el Támesis el martes por la noche. Continuaba con el relato de que había sido detenido el miércoles por la mañana, sacado de la Escuela Secundaria George Green con la cabeza gacha y los hombros hundidos entre dos agentes uniformados. El jueves, con titulares que anunciaban la acusación de asesinato que iba a ser presentada contra el hijo de Kenneth Fleming, abarcaba todo, desde gráficas que explicaban el funcionamiento del sistema penal juvenil hasta entrevistas con fiscales de la Corona que expresaban su opinión sobre la edad en que los niños deberían ser tratados como adultos, y concluía con la recapitulación matutina del crimen, junto con información pertinente acerca de la familia de Fleming y un repaso a la carrera del eminente bateador. Todos los artículos contenían el mismo mensaje subliminal: el caso estaba cerrado y el juicio era inminente. Lynley no podía pedir más.

– ¿Estás seguro de que la historia de la Whitelaw se sostiene? -le preguntó Webberly.

– En todos los aspectos. Desde el primer momento.

Webberly se levantó de la silla que había ocupado ante la mesa circular al principio de la reunión. Caminó hacia sus archivadores y levantó una foto de su hija única, Miranda. Posaba con aspecto alegre en el terraplén del río de St. Stephen's College, en Cambridge, con la trompeta sujeta bajo el brazo. Webberly la contempló con aire pensativo.

– Estás pidiendo mucho, Tommy -dijo, sin levantar la vista.

– Es nuestra única esperanza, señor. Durante los últimos tres días, todo el equipo ha examinado y vuelto a examinar todas las pruebas y todos los interrogatorios. Havers y yo hemos ido dos veces a Kent. Hemos hablado con la policía científica de Maidstone. Hemos hablado con todos los vecinos de Celandine Cottage. Hemos peinado el jardín y la casa. Hemos ido a todos los Springburns y husmeado hasta el último rincón. No hemos obtenido más de lo que ya tenemos. En cuanto a mí, solo queda un camino a seguir.

Webberly asintió, si bien la respuesta de Lynley no pareció satisfacerle. Devolvió a su sitio la fotografía de Miranda y limpió una mota de polvo del marco.

– Hillier está hecho una furia.

– No me sorprende. He dejado que la prensa siguiera el caso de muy cerca. He desechado los procedimientos establecidos. Es algo que no le gusta, sean cuales sean las circunstancias.

– Ha convocado otra reunión. He conseguido aplazarla hasta el lunes por la tarde.

Dirigió a Lynley una mirada que comunicaba el mensaje de su comentario: Lynley tenía tiempo hasta el lunes para cerrar el caso. En ese momento, Hillier les sustituiría a todos.

– De acuerdo -dijo Lynley-. Gracias por apartarle de mi camino, señor. No habrá sido fácil.

– No podré retenerle mucho más. Y mucho menos después del lunes.

– Creo que no será necesario.

Webberly enarcó una ceja.

– Estás muy confiado, ¿eh?

Lynley encajó las carpetas y los periódicos bajo el brazo.

– Pues no, sobre todo porque solo me baso en una única llamada telefónica imposible de rastrear. No puedo basar un caso en eso.

– Presiónala, pues.

El superintendente volvió a su escritorio, del cual desenterró otro informe. Asintió para indicar a Lynley que podía marcharse.

Lynley fue a su despacho, donde guardó las carpetas, pero no los periódicos. Se encontró con la sargento Havers camino del ascensor. La sargento estaba hojeando un fajo de mecanoscritos, con el entrecejo fruncido y sin dejar de murmurar.

– Coño, coño, coño. -Cuando le vio, se detuvo, dio media vuelta y acomodó su paso al de él-. ¿Vamos a algún sitio?

Lynley extrajo su reloj de bolsillo y lo abrió. Las cinco menos cuarto.

– ¿No me dijo que esta noche va a una fiesta? «Juegos maravillosos. Se servirán refrescos deliciosos.» ¿No tendría que ir preparándose?

– Dígame, señor, ¿qué demonios puedo comprar a una niña de ocho años? ¿Una muñeca? ¿Un juego? ¿Un equipo de química? ¿Una nintendo? ¿Patines en línea? ¿Una navaja de muelle? ¿Acuarelas? ¿Qué? -Puso los ojos en blanco, pero era pura fachada. Lynley sabía que estaba contenta-. Podría comprarle un Diablo -prosiguió, y mordisqueó el lápiz que había utilizado para dar golpecitos sobre las hojas-. En Camden Lock, hay una tienda que los vende. Y también artilugios de mago. Me pregunto… ¿Qué le parece un equipo de mago para una niña de ocho años? ¿Y un disfraz? A los niños les gusta disfrazarse, ¿verdad? Podría comprarle un disfraz.

– ¿A qué hora es la fiesta? -preguntó Lynley, mientras apretaba el botón del ascendor.

– A las siete. ¿Y juguetes bélicos? ¿Modelos de coche? ¿Aviones? ¿Rock and roll? ¿Cree que es demasiado joven para Sting, o David Bowie?

– Creo que debería ir a comprar el regalo de inmediato -dijo Lynley. Las puertas del ascensor se abrieron. Entró.

– ¿Una cuerda para saltar a la comba? -continuó Havers-. ¿Un juego de ajedrez? ¿Backgammon? ¿Una planta? Fantástico. Qué idiota. Una planta para una niña de ocho años. ¿Y libros?

Las puertas del ascensor se cerraron.

Lynley se preguntó cómo se sentiría si solo tuviera aquellas preocupaciones un viernes por la noche.

Chris Faraday paseaba con parsimonia por Warwick Avenue, desde la estación de metro hasta Blomfield Road. Beans y Toast correteaban delante de él. Obedientes, se sentaron en la esquina de la calle, a la espera de oír la orden «¡Caminad, perros!», que les permitiría cruzar Warwick Place y continuar su camino hacia la barcaza. Como la orden no llegó, corrieron hacia él y dieron vueltas alrededor de sus piernas, sin dejar de ladrar. Estaban acostumbrados a una buena carrera, de principio a fin. Él era quien siempre había insistido al respecto. Teniendo en cuenta las preferencias de los animales, se habrían decantado por remolonear, olfatear los cubos de basura y perseguir a gatos callejeros siempre que se presentara la oportunidad, pero les había adiestrado bien, y la ruptura de la rutina les tenía confusos. Expresaron su perplejidad con las cuerdas vocales. Ladraron. Tropezaron entre sí. Se pegaron a sus piernas.

Chris sabía que estaban a sus pies, y sabía lo que deseaban: velocidad, acción, la brisa del atardecer acariciando sus orejas. Tampoco se habrían negado a cenar, o a perseguir una pelota de papel. Pero Chris estaba preocupado por el Evening Standard.

El periódico, que había comprado durante el paseo, publicaba otra variante de la historia que les ocupaba desde mediados de semana. Se había apuntado el tanto de tener a un fotógrafo en la Isla de los Perros cuando el muchacho había huido de la policía, y daba la impresión de que los redactores subrayaban el hecho. Hoy, viernes, con el titular DRAMA EN EL EAST END, el periódico dedicaba toda una página al asesinato de Kenneth Fleming, la posterior investigación, la persecución del hijo de Fleming, la dramática zambullida que había concluido el caso y el espectacular rescate, a cargo de un solo hombre, que había seguido a continuación. Las fotografías del río eran granulosas porque se habían tomado con teleobjetivo, pero su intención era clara: el largo brazo de la ley se extendía para capturar al culpable, pese a sus esfuerzos por evitarlo.

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