Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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Lynley encendió las lámparas apagadas de la habitación principal. Olivia podía utilizar la enfermedad si deseaba evitar su presencia, pero no permitiría que jugara con más variaciones de luces y sombras. Buscó una mesa sobre la que poder dejar los periódicos que había traído, pero aparte de la mesa de trabajo de Faraday, pegada a la pared, no había nada más, excepto las butacas, y no servían. Los dejó en el suelo.

– ¿Y bien?

Giró en redondo. Olivia se había desplazado hasta la abertura entre la cocina y la habitación principal. Estaba postrada entre las barras de su andador, con los hombros hundidos. Su cara parecía radiante y cerúlea al mismo tiempo, y cuando se inclinó hacia delante, esquivó sus ojos.

Faraday la seguía, con una mano levantada, la palma hacia delante, a pocos centímetros de su espalda. Olivia se quedó inmóvil cuando vio los periódicos, pero emitió otro gruñido, entre despectiva e irritada, y los contorneó con todo cuidado para acomodarse sobre una de las butacas de pana. Cuando se sentó, mantuvo el andador ante ella, como una muralla defensiva. Faraday hizo ademán de moverlo.

– No -dijo Olivia-. ¿Quieres ir a buscarme los cigarrillos, Chris?

Utilizó el mechero para encender un cigarrillo que sacudió del paquete. Lanzó un delgado chorro de humo gris.

– ¿Va a un baile de disfraces, o algo por el estilo? -preguntó a Lynley.

– Estoy fuera de servicio.

Olivia inhaló y lanzó otro chorro gris. Tenía los labios fruncidos y su expresión era hosca.

– No me venga con esas. Los polis nunca están fuera de servicio.

– Tal vez, pero no he venido como policía.

– Entonces, ¿como qué? ¿Ciudadano particular? ¿Visita a los enfermos en sus ratos libres? No me haga reír. Un poli siempre es un poli, de servicio o no. -Torció la cabeza hacia Faraday. El otro hombre se había sentado a la mesa de la cocina, con la silla vuelta hacia la sala de estar-. ¿Tienes la lata, Chris? La necesito.

Chris se la acercó y volvió a retirarse. Olivia encajó la lata entre sus piernas y sacudió un milímetro de ceniza del cigarrillo. Llevaba un aro de plata en la nariz y una fila de clavos de adorno plateados en una oreja, pero había sustituido los anillos que adornaban todos sus dedos por brazaletes amontonados en su brazo izquierdo. Tintineaban cuando fumaba.

– ¿Qué desea esta vez?

– Tan solo hablar con usted.

– ¿No ha traído las esposas? ¿Ha preparado mi alojamiento en Holloway?

– Como puede ver, no será necesario.

Olivia aprovechó la pista para señalar con el pie los periódicos que había dejado en el suelo.

– Entonces, es Borstal. Dígame, inspector: ¿cuánto van a echarle a ese capullo por cargarse a su papá? ¿Un año?

– La duración de la sentencia depende del tribunal. Y del talento de su abogado.

– Así que es verdad.

– ¿Qué?

– Que el chico lo hizo.

– No cabe duda de que ha leído los periódicos.

Olivia alzó el cigarrillo hasta su boca e inhaló. Le miró por encima del extremo encendido.

– ¿Para qué ha venido? ¿No tendría que estar celebrándolo?

– No hay gran cosa que celebrar en la investigación de un asesinato.

– ¿Ni siquiera cuando prenden a los malos?

– Ni siquiera en ese caso. He descubierto que los malos no suelen ser tan malos como a ellos les gustaría.

La gente mata por todo tipo de motivos, pero el menos común es la maldad.

Olivia inhaló otra vez. Lynley percibió cautela en sus ojos y en su postura. ¿Para qué ha venido?, se estaba preguntando, y su expresión le revelaba que intentaba adivinarlo.

– La gente mata por venganza -continuó, como si estuviera dando una conferencia en un aula de criminología-. Mata en un arranque de ira. Mata por avaricia. O en defensa propia.

– Entonces, no es asesinato.

– A veces, se enreda en disputas territoriales. O intenta hacer justicia. O necesita disimular otro delito. En ocasiones, se trata de un acto de desesperación, al intentar liberarse de determinada servidumbre, por ejemplo.

Olivia asintió. Detrás de ella, Faraday se removió en su silla. Lynley vio que la gata negra y blanca había entrado sin hacer ruido en la cocina, mientras él hablaba, y saltó a la mesa, donde se aovilló entre dos vasos vacíos. Dio la impresión de que Faraday no se fijaba en el animal.

– A veces, mata por celos -dijo Lynley-. Por una pasión, obsesión o amor frustrados. A veces, mata por error. Apunta en una dirección, pero dispara en otra.

– Sí. Supongo que puede ocurrir.

Olivia tiró la ceniza en la lata. Se llevó el cigarrillo a la boca y utilizó las manos para acercar sus piernas a la silla.

– Es lo que ha pasado en este caso -dijo Lynley.

– ¿Qué?

– Alguien cometió un error.

Olivia dedicó un momento su atención a los periódicos y miró de nuevo a Lynley. No apartó la vista cuando él continuó.

– Nadie sabía que Fleming iba a Kent el miércoles por la noche. ¿Se ha dado cuenta del detalle, señorita Whitelaw?

– Como no conocía a Fleming, no me he parado a pensarlo.

– Dijo a su madre que se iba a Grecia. Dijo lo mismo a sus compañeros de equipo. Dijo a su hijo que debía ocuparse de un problema relacionado con el criquet. Pero no dijo a nadie que iba a Kent. Ni siquiera a Gabriella Patten, que se hospedaba en la casa y a la que sin duda deseaba sorprender. Curioso, ¿verdad?

– Su hijo sabía que iba allí. Los periódicos lo dicen.

– No. Los periódicos dicen que Jimmy ha confesado.

– Es lógico. Si ha confesado que le mató, debía saber que estaba allí.

– No es así. El asesino de Fleming…

– El chico.

– Lo siento. Sí. El chico, Jimmy, el asesino, sabía que había alguien en la casa, y que ese alguien era la víctima buscada. Pero el asesino pensaba…

– Jimmy pensaba.

– … que ese alguien no era Fleming, sino Gabriella Patten.

Olivia apagó el cigarrillo en la lata. Dirigió una mirada a Faraday. Otra más. Encendió un segundo cigarrillo y retuvo el humo. Lynley imaginó que remolineaba en su sangre hasta impregnar su cerebro.

– ¿Cómo ha llegado a esta conclusión? -preguntó Olivia por fin.

– Porque nadie sabía que Fleming iba a Kent. Y su asesino…

– El chico -dijo con sequedad Olivia-. ¿Por qué se empeña en decir «el asesino de Fleming», cuando sabe que es el chico?

– Lo siento. La fuerza de la costumbre. Recaigo en la terminología policial.

– Ha dicho que estaba fuera de servicio.

– Y lo estoy. Le ruego que soporte mis lapsos. El asesino de Fleming, Jimmy, le quería, pero tenía buenos motivos para odiar a Gabriella Patten. Era una influencia negativa. Fleming estaba enamorado de ella, pero su relación era tortuosa, y era incapaz de disimularlo. Además, su relación prometía grandes cambios en la vida de Fleming. Si se casaba con Gabriella, sus circunstancias cambiarían drásticamente.

– En concreto, no volvería nunca a casa. -Olivia parecía complacida con aquella conclusión-. Y eso era lo que el chico quería, ¿no? ¿No quería que su papá volviera a casa?

– Sí. Me atrevería a decir que ese fue el móvil del crimen. Impedir que Fleming se casara con Gabriella Patten. Es irónico, si se detiene a pensar en la situación.

Olivia no preguntó «¿qué situación?». Se limitó a leyantar el cigarrillo y a observarle desde detrás del humo.

Lynley prosiguió.

– No habría muerto nadie si Fleming hubiera tenido menos orgullo masculino.

Sin poder evitarlo, Olivia enarcó las cejas.

– Su orgullo fue la causa del crimen -explicó Lynley-. Si Fleming hubiera sido menos orgulloso, si se hubiera rebajado a contar que iba a Kent para finalizar su relación con la señora Patten porque había descubierto que era uno más en una larga lista de amantes, su asesino… Perdone, me ha pasado otra vez, Jimmy, el chico, no habría tenido que eliminar a la mujer. Habría quedado claro quién estaba en la casa aquella noche. Fleming estaría vivo. Y el as…, y Jimmy no tendría que pasar el resto de su vida atormentado por la idea de haber asesinado, por error, a alguien a quien quería mucho.

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