Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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Chris dobló el periódico. Lo encajó bajo el brazo con el resto. Arrastró los pies sobre los brotes de cerezo que cubrían la acera de Warwick Avenue y pensó en su conversación con Amanda, anoche, después de haber acomodado a Livie en la cama.

– Creo que no va a salir como esperábamos -fue lo único que pudo decir con sinceridad.

Había percibido el miedo de Amanda en su voz, pese a sus esfuerzos por disimularlo.

– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿Livie ha cambiado de opinión?

Chris adivinó por el tono de voz que no tenía tanto miedo de la verdad como del dolor que representaba la verdad. Sabía que estaba preguntando sin decirlo: «¿Prefieres Livie a mí?».

Quiso decirle que no era una cuestión de elección. La situación era mucho más simple. El camino que antes se les había antojado lógico y carente de complicaciones, era ahora no solo tortuoso, sino casi imposible. Pero no podía decírselo. Sería como una invitación involuntaria a hacer más preguntas, a las que él deseaba contestar pese a saber que no podía.

Dijo que Livie no había cambiado de opinión, pero que las circunstancias que gravitaban alrededor de su decisión habían cambiado.

– Se ha restablecido, ¿verdad? -preguntó Amanda-. Oh, Dios, que pregunta tan horrible. Te habrá sonado como si deseara su muerte, y no es cierto, Chris, no es cierto.

– Lo sé. En cualquier caso, no es eso. Es que Livie…

– No. No me lo digas. Así no, como si yo fuera una adolescente que intentara sonsacarte. Cuando tú estés preparado, Chris, cuando Livie lo esté, ya me lo dirás.

Sus palabras aún dieron más ganas a Chris de contarlo todo, de pedirle consejo.

– Te quiero -se limitó a decir-. Eso no ha cambiado.

– Ojalá estuvieras conmigo.

– Yo también deseo lo mismo.

No había nada más que decir. De todos modos, los dos siguieron al teléfono y prolongaron el contacto durante otra hora.

– He de colgar, Chris -dijo por fin Amanda, más tarde de la una.

– Por supuesto. Entras a trabajar a las nueve, ¿verdad? He sido muy egoísta al retenerte.

– No eres egoísta. Además, yo también tenía ganas.

No la merecía. Lo sabía, aunque tenía la impresión de que solo pensaba en ella, día tras día.

Los perros habían llegado a la esquina de Warwick Avenue con Warwick Place. Esperaban su orden, meneando la cola. Les alcanzó y examinó el tráfico.

– Caminad, perros -dijo, y salieron disparados.

Livie estaba en la cubierta, donde la había dejado, hundida en una de las sillas de lona con una manta alrededor de los hombros. Contemplaba Browning's Is-land, donde los sauces lanzaban ramas cubiertas de hierba hacia el agua y el suelo. Parecía más demacrada que nunca, presagio de los meses futuros.

Se animó cuando Beans y Toast saltaron a cubierta y lamieron su mano izquierda, que colgaba flaccida de la silla. Levantó la cabeza y parpadeó.

Chris dejó el periódico sobre la cubierta, a su lado.

– Nada ha cambiado, Livie -dijo.

Fue a buscar los cuencos de los perros abajo y ella empezó a leer.

Dio agua fresca a los perros. Vertió la comida. Beans y Toast se dedicaron a lo suyo. Mientras comían, Chris se apoyó contra el techo de la cabina y concentró su atención en Livie.

Desde el sábado por la mañana, le había pedido todos los periódicos. Los leía de cabo a rabo, pero no había permitido que tirara ninguno. Al contrario, desde que la policía les había visitado el sábado, le había pedido que trasladara los periódicos a su habitación y los amontonara junto a su cama. Durante las últimas noches, mientras esperaba a que llegara el sueño, Chris contemplaba la estría que la luz de leer de Livie dibujaba sobre la puerta abierta de su habitación, y oía que pasaba las páginas de los periódicos mientras los releía una y otra vez. Sabía lo que estaba leyendo. Pero no había comprendido el motivo.

Se había callado más tiempo del que Chris consideraba posible. Livie siempre había sido una persona que primero hablaba y después se arrepentía de haber expresado su opinión, de modo que, al principio, tomó su silencio como un indicio de la peculiar contemplación de los acontecimientos en que les había sumido la muerte de Kenneth Fleming. Por fin, se lo contó todo, porque no tenía otra opción. Chris había estado en Kensington el domingo por la tarde. Había visto y había oído. Solo quedaba su tranquila insistencia de que ella compartiera con él el peso dé la verdad. Cuando Livie lo hizo, Chris comprendió la alteración que habían sufrido sus planes. Motivo por el que ella no se lo había dicho desde el primer momento, supuso. Porque Livie sabía que, si se lo decía, él la exhortaría a hablar. Y si Chris lo hacía, los dos sabían que estarían ligados indisolublemente hasta que ella muriera. Ninguno de los dos habló sobre las consecuencias de aquella confesión. No era necesario comentar lo evidente.

Beans y Toast terminaron de comer y se acercaron a la silla de Livie. Beans se tendió a su lado, con la cabeza cerca por si a ella se le ocurría acariciarlo. Livie se inclinó sobre el periódico. Chris ya había leído el artículo de la primera página, y supo que Livie estaba tomando nota de las palabras importantes: PRINCIPAL SOSPECHOSO DEL CRIMEN, SE PRESENTARÁN CARGOS, JOVEN PROBLEMÁTICO CON HISTORIAL DE DELINCUENCIA.

Livie alzó la mano hacia las fotografías, la dejó caer sobre la más grande, centrada entre las demás. En ella, el chico yacía como un espantapájaros mojado en los brazos de su madre, mientras el río discurría a la altura de su cintura y el empapado detective de Scotland Yard se inclinaba sobre ellos. Mientras Chris la observaba, la mano de Livie empezó a arrugar la foto. No pudo decidir si era un acto deliberado o una consecuencia de las fibrilaciones.

Se acercó a su lado. Acarició su mejilla y apretó la cabeza contra su muslo.

– No significa que le vayan a acusar -dijo Livie-. No significa eso, ¿verdad, Chris?

– Livie.

Su tono contenía una suave reprimenda. Miente si debes, pero a ti misma no, decía.

– No presentarán cargos. -Convirtió la foto en una masa arrugada bajo la palma de su mano-. Y aunque lo hicieran, ¿qué puede pasarle? Acaba de cumplir dieciséis. ¿Qué hacen con los chicos que violan la ley cuando solo tienen dieciséis años?

– Esa no es la cuestión, ¿verdad?

– Les envían a Borstal, o a un sitio así. Les obligan a ir a la escuela. En la escuela se educan. Siguen Formación Profesional, aprenden un oficio. El periódico dice que no ha ido a la escuela, así que si alguien le obligara, si no tuviera otro remedio…

Chris no se molestó en discutir. Livie no era idiota. Dentro de un momento, sería consciente de la arena sobre la que estaba construyendo sus suposiciones, aunque no quisiera admitir el hecho.

Livie soltó el periódico. Se llevó el brazo derecho al estómago y se abrazó como si le doliera por dentro. Poco a poco, levantó el brazo izquierdo y lo curvó alrededor de la pierna de Chris, para apoyarse contra él. Chris acarició su mejilla con el pulgar.

– Confesó -dijo ella, si bien sus palabras carecían de la convicción que habían acentuado sus comentarios sobre Borstal-. Confesó, Chris. Estuvo allí. Los periódicos lo dicen. Dicen que la policía tiene pruebas. Si estuvo allí y ha confesado, es que debió hacerlo. ¿No lo entiendes? Tal vez sea yo quien malinterpretara lo sucedido.

– No lo creo -dijo Chris.

– Entonces, ¿por qué? -Asió su pierna con más fuerza cuando dijo la última palabra-. ¿Por qué la policía le acosa así? ¿Por qué ha confesado? ¿Por qué ha dicho a la policía que mató a su padre? Es absurdo. Debe saber que es culpable de algo. Eso es. Tiene que ser eso. Es culpable de algo. No dice de qué. ¿No crees que es eso?

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