No te preocupes, le dijo mentalmente Barbara. Yo la encontraré, Azhar. Te lo juro. Te lo juro. Hadiyyah no sufrirá el menor daño.
Pero había participado en investigaciones de asesinato el tiempo suficiente para saber que, cuando un asesino se veía acosado, era imposible garantizar la seguridad de nadie. El hecho de que Muhannad Malik no hubiera tenido escrúpulos en esclavizar a sus propios compatriotas, al tiempo que fingía ser su más apasionado defensor, sugería que tampoco tendría escrúpulos a la hora de utilizar a una niña de ocho años.
Barbara alzó un pulgar en dirección a Azhar, pues no sabía qué otra señal darle. Dio media vuelta y miró el afluente que las conduciría hasta el mar.
El límite de velocidad eran cinco nudos. Además, como al atardecer regresaban barcos cargados de turistas, la travesía era traicionera. Emily hizo caso omiso de las advertencias. Se puso las gafas de sol, afianzó las piernas para conservar el equilibrio y aceleró a toda la velocidad posible.
– Enciende la radio -dijo al agente Fogarty-. Ponte en comunicación con el cuartel general. Explícales dónde estamos, a ver si conseguimos un helicóptero para avistarle.
– De acuerdo.
El agente dejó sus armas sobre uno de los asientos de vinilo de la lancha. Empezó a manipular interruptores en la consola, murmurando en voz alta letras y cifras misteriosas. Apretaba un interruptor del micrófono mientras hablaba. Esperó con impaciencia la llegada de una respuesta.
Barbara se reunió con Emily. Había dos asientos encarados hacia la proa, pero ninguna tomó asiento. Se quedaron de pie para abarcar con la vista una extensión de agua mayor. Barbara cogió los prismáticos y se los pasó alrededor del cuello.
– Hemos de dirigirnos hacia Alemania -interrumpió Emily a Fogarty, que seguía gritando por la radio sin recibir contestación-. La boca del Elba. Encuéntrala.
El agente subió el volumen del receptor, dejó el micrófono y se dedicó a examinar las cartas.
– ¿Crees que intentará eso? -preguntó Barbara a Emily, por encima del ruido del motor.
– Es la elección lógica. Tiene socios en Hamburgo. Necesitará documentos. Una casa segura. Un lugar donde esconderse hasta que pueda volver a Pakistán, donde sólo Dios sabe…
– Hay bancos de arena en la bahía -interrumpió Fogarty-. Tenga cuidado con las boyas. Después, fije el rumbo en cero-seis-cero grados.
Tiró la carta en dirección a la cocina, abajo.
– ¿Qué es eso?
Emily ladeó la cabeza, como si quisiera oír mejor.
– Las coordenadas, jefa. -Fogarty se dedicó a la radio de nuevo-. Cero-seis-cero.
– ¿Qué coordenadas?
Fogarty la miró, perplejo.
– ¿Usted no sabe navegar?
– Yo remo, maldita sea. Gary navega. Ya lo sabes. Bien, ¿qué cono significa cero-seis-cero?
Fogarty se recuperó. Dio un manotazo sobre la brújula.
– Gire a cero-seis-cero con esto -dijo-. Si se dirige a Hamburgo, son las coordenadas de la primera parte del viaje.
Emily asintió y aceleró el motor. Columnas de agua se elevaron a ambos lados de la embarcación.
El lado oeste del Nez estaba a su derecha; las islas del trecho pantanoso llamado Wade se encontraban a su izquierda. La marea estaba alta, pero era tarde ya para salir a navegar, de manera que el canal estaba abarrotado de barcos de recreo que volvían a sus amarraderos. Emily se mantuvo en el centro del canal, a toda la velocidad que se atrevía. Cuando avistaron las boyas que señalaban el punto en que el canal daba paso al canal mayor que era Hamford Water y la desembocadura al mar, empujó hacia adelante el acelerador. Los potentes motores respondieron al instante. La proa de la lancha se alzó, y luego se desplomó sobre el agua. El agente Fogarty perdió pie un momento. Barbara se agarró a la barandilla, y el Sea Wizard se precipitó hacia Hamford Water.
La bahía de Pennyhole y el mar del Norte bostezaban delante de ellos: una sábana verde del color de los líquenes, punteada de cabrillas. El Sea Wizard se lanzó hacia ellas con entusiasmo, cuando Emily empujó un poco más el acelerador. La proa se alzó del agua y volvió a caer, con tanta fuerza que las costillas convalecientes de Barbara escupieron fuego desde su pecho hasta la garganta y los ojos.
Joder, pensó. Sólo le faltaba aquello.
Se llevó los prismáticos a la cara. Se sentó a horcajadas sobre su asiento y dejó que el respaldo la sostuviera, mientras la lancha brincaba sobre el agua. El agente Fogarty insistió una vez más con la radio, gritando por encima del rugido de los motores.
El viento los azotaba. Cortinas de espuma se elevaban desde la proa. Rodearon la punta del Nez, y Emily abrió por completo la válvula de estrangulación. El Sea Wizard penetró como una exhalación en la bahía. Dejó atrás a dos esquiadores acuáticos, y la estela los arrojó al agua como soldaditos de plástico.
El agente Fogarty estaba acuclillado en la cabina. Continuaba gritando por el micrófono de la radio. Barbara barría el horizonte con los prismáticos, cuando el agente logró establecer contacto con alguien. No oyó lo que decía, ni mucho menos lo que le decían a él, pero se hizo una idea cuando el hombre gritó a Emily:
– No hay forma, jefa. El helicóptero de la división se encuentra de ejercicios en Southend-on-Sea. Rama Especial.
– ¿Qué? -preguntó Emily-. ¿Qué cono están haciendo?
– Ejercicios antiterroristas. Dijeron que estaban programados desde hacía seis meses. Llamarán por radio al helicóptero, pero no pueden garantizar que llegue a tiempo. ¿Quiere que llame a la Guardia Costera?
– ¿De qué cojones nos va a servir la Guardia Costera? -gritó Emily-. ¿Crees que Malik va a rendirse como un buen chico sólo porque frenen a su lado y se lo pidan?
– Entonces, la única esperanza es que el helicóptero venga hacia aquí. Les he dado nuestras coordenadas.
Barbara exploró el horizonte. La suya no era la única embarcación que surcaba el mar. Al norte, las formas rectangulares de transbordadores formaban una línea rechoncha desde los puertos de Harwich y Felixstone, que se extendía hacia el continente. Al sur, el parque de atracciones de Balford arrojaba largas sombras sobre el agua, a medida que el sol iba descendiendo. Detrás, los windsurfistas se recortaban como triángulos de colores contra la orilla. Y ante ellos…, ante ellos se extendía la inmensidad del mar abierto, y sobre el horizonte de aquel mar colgaba el mismo banco de sucia neblina gris que Barbara había visto cada día desde su llegada a Balford.
Había barcos allí. En pleno verano, incluso al final del día, siempre había barcos. De todos modos, no sabía qué estaba buscando, aparte de una embarcación que pareciera ir en la misma dirección que ellos.
– Nada, Em -dijo.
– Sigue mirando.
Emily aceleró el Sea Wizard. La lancha respondió con otro salto y otra caída sobre el agua. Barbara gruñó cuando sus costillas doloridas sustentaron el peso de su cuerpo. Al inspector Lynley, decidió, no le haría ninguna gracia el tipo de vacaciones que había escogido. La lancha brincó y se desplomó de nuevo.
Gaviotas de pico amarillo chillaban sobre ellos. Otras se sacudían sobre las olas. Alzaron el vuelo cuando el Sea Wizard se acercó, y el rugido de los motores ahogó sus gritos airados.
Mantuvieron el mismo rumbo durante media hora. Dejaron atrás veleros y catamaranes. Pasaron como un rayo junto a barcos de pesca que ya habían acabado la faena del día. Cada vez se acercaban más a aquel banco de niebla que desde hacía días prometía un tiempo más fresco a la costa de Essex.
Barbara no separaba los prismáticos de sus ojos. Si no alcanzaban a Muhannad antes de llegar al banco de niebla, de poco les serviría su velocidad mayor. Podría maniobrar mejor que ellos. El mar era inmenso. Podría cambiar de curso, poniéndose fuera de su alcance, y no le cogerían porque no podrían verle. Si llegaba al banco de niebla. Si estaba en mar abierto, comprendió Barbara. Quizá avanzaba pegado a la costa de Inglaterra. Quizá tenía otro escondite, otro plan preparado mucho tiempo antes, por si las cosas iban mal para su banda de contrabandistas de carne. Bajó los prismáticos. Se frotó la cara con el brazo para secar, no el sudor, sino la capa de agua salada pegada a su piel. Era la primera vez en muchos días que no tenía calor.
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