Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes
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– En alabarte no hay adulacion: el lenguaje de los hombres no puede ponderar tu hermosura.
– ¿Eres tú el alcaide de los eunucos del rey Nazar? dijo creciendo en recelo la dama.
– Sí, contestó el rey sin vacilar.
– ¡Es estraño! murmuró ella.
Y guardó silencio.
– ¿Dónde me llevas? dijo al fin: paréceme que nos alejamos en direccion opuesta á la Colina Roja, donde el rey Nazar ha construido ese alcázar donde enamora á Bekralbayda.
– Voy á ganar la espesura por cima de los cármenes, dijo el rey, toda precaucion es poca.
– Pero este terreno es muy áspero.
– Apóyate bien en mi brazo, sultana, y si no bastare, yo te llevaré sobre mis hombros.
– ¡Oh! ¡no! ¡sigamos! ¡anhelo llegar!
– ¡Anhelas llegar! ¿puede un esclavo atreverse á preguntarte?
– ¿Acostumbran los esclavos del rey á entrometerse en los secretos de su señor, ó es que no basta el oro que te se ha dado y necesitas mas para ser respetuoso?
– ¡Oh Dios misericordioso! ¡perdona si te he ofendido, sultana!
La dama siguió andando y no contestó.
– Dime, dijo al cabo de un breve espacio de silencio: ¿el rey ama á Bekralbayda?
– No.
– ¡Que no la ama!
– El rey no puede amar á la que destina por esposa á su hijo el príncipe Mohammet.
– ¡Ah! ¿te ha dicho eso el rey?
– El rey me favorece con su confianza.
– ¡Pero… si el rey enamora á Bekralbayda!
– El rey solo ha querido probar si Bekralbayda es digna de ser esposa de su hijo, y la ha finjido amores, y la ha prometido tesoros. Bekralbayda aunque ignora que el rey sabe sus amores con el príncipe, ha resistido á todas las tentaciones. ¡Oh! ¡sí! ¡es digna de ser sultana, y lo será!
Guardó de nuevo silencio la dama.
– ¿A quién ama el rey Nazar? dijo.
– A una muger por quien llora hace diez y siete años.
– Mientes; mas de diez y siete años hace que el rey Nazar hizo su esposa á la sultana Wadah: la adoraba; ha tenido de ella…
– Ha tenido de ella un hijo, y ese hijo tiene ya veinte años. Hace diez y siete que la sultana Wadah está loca, y que el rey llora á sus solas, cuando nadie puede burlarse de su llanto, por una muger.
– Pero se consuela con las esclavas de su harem.
– El rey Nazar tiene harem porque es rey; pero jamás pasa sus puertas: el rey Nazar tiene el alma cubierta de luto.
– ¿Por la muger que le arrebataron hace diez y siete años? dijo alentando apenas la dama.
– El rey encontró sangre en el retrete de la luz de sus ojos, del alma de su alma, de su adorada Leila-Radhyah; pero su alma habia desaparecido: el rey lloró y llora: el rey daria su grandeza y su vida por volverla la existencia.
La dama no contestó una sola palabra.
– ¿Dónde me llevas? dijo con cuidado la dama viendo que el rey se alejaba cada vez mas: la luna empieza á salir.
– Allí hay un bosquecillo de avellanos, contestó el rey; necesito hablarte donde nadie nos pueda oir.
– ¡Ah! ¿necesitas hablarme? ¿pues qué, hay alguna dificultad para lo que deseo?
– Tal vez.
– ¿Por qué tiemblas?
– ¡Ah! ¿y quién no temblará á tu lado, asido á tu brazo, reina del amor?
– ¿Qué esto? dijo la dama con terror y con orgullo, ¡tú no puedes ser el enviado de Yshac-el-Rumi!
– ¡Oh! ¡la luna sale! ¡espera, espera á que descubra enteramente su disco y te contestaré!
– No daré ni un paso mas, dijo con terror y con cólera la dama, ¿quién eres? tú no eres el alcaide de los eunucos, ó si lo eres, eres un miserable, un traidor.
– ¡Oh! ¡la luna! ¡la luna!
– ¡Vuélveme, vuélveme á mi asilo! esclamó la dama pugnando por desasirse del rey que la detenia.
– ¡Volver, volver á donde otros puedan verme á tu lado! ¡oh! Dios me ha traido hasta ti: Dios quiere que solo él sea testigo de lo que vá á suceder entre los dos.
– ¿Y qué puede suceder?.. esclamó con terror la dama.
– ¡Oh! ¡mi amor y tu hermosura! ¡Dios misericordioso! ¿y cómo podia esperar yo tanta felicidad?
– ¿Qué dice este hombre? esclamó en el colmo de su terror la dama.
– ¡La luna! ¡héla allí, llena y resplandeciente que se presenta en toda la plenitud de su belleza, para alumbrar á mis amores, para brillar una vez sobre mis lágrimas de alegría, como ha brillado tantas otras sobre mis lágrimas desesperadas!
– ¡Ah! ¡has cambiado de voz, fingías el acento! ¡yo… yo recuerdo tu acento!.. ¿quién eres? esclamó trémula la dama.
– ¿Te has engalanado para deslumbrar con tu hermosura al rey Nazar, no es verdad, luz de mis ojos? dijo el rey.
– ¡Quién eres! dijo la dama con doble ansiedad.
– Y el rey Nazar sentiria romperse su corazon de gozo, de felicidad, aunque solo te hubieras presentado ante él, con tu hermosa crencha negra suelta, y suelta tu túnica de luto, alma de mi vida, mi infortunada, mi hermosa, mi sultana, Leila-Radhyah.
La dama dió un grito de sorpresa, de angustia, de ansiedad, y arrancó la toca de sobre el semblante del rey en que reflejó de lleno la luz de la luna.
– ¡Ah!.. ¡ah!.. ¡Dios poderoso!.. ¡Nazar!
Esclamó y se desmayó entre los brazos del rey.
Encontrábanse junto á una fuente á la entrada de una espesura de avellanos, en una meseta de la montaña; veian desde allí á lo lejos el Albaicin y la parte de la Colina Roja donde se alzaba el pequeñito alcázar habitado por Bekralbayda.
El rey Nazar llevó á Leila-Radhyah, á la única muger á quien habia amado, á la que habia llorado muerta, á la que habia cambiado su nombre por el de Maga de las humbrías, al lado de la fuente y la roció el rostro con agua.
Pero Leila-Radhyah no volvia en sí; gemia como si demasiado comprimido su corazon estuviese próximo á romperse.
El rey estaba aterrado y redoblaba sus esfuerzos para hacerla volver en sí; al fin, Leila-Radhyah abrió los ojos, se incorporó entre los brazos del rey Nazar, le miró faz á faz, y se pasó las manos por la frente como si hubiese pretendido volver en sí de un sueño.
Luego esclamó con un acento profundamente conmovido, ardiente, enamorado, loco:
– ¡Oh! ¡señor, señor! ¡es él! ¡es él! ¡mi Nazar!
Y se arrojó á su cuello, le retuvo en sus brazos, y rompió á llorar; pero en un llanto de alegría.
– ¡Oh! esclamaba entre sus lágrimas con un acento indefinible, de amor y de alegría, ¡me ha creido muerta y no me ha olvidado!
– Yo ví sangre en tu retrete, contestó el rey Nazar.
– ¡Oh! sí, dijo Leila-Radhyah: fué una noche horrible… horrible… mira rey mio, señor de mi alma: mira.
Y Leila-Radhyah se abrió con una mano trémula de impaciencia la túnica interior y mostró al rey las señales de tres anchas puñaladas.
– ¡Oh! ¡qué horror!.. y… ¿quién fué? preguntó con acento cobarde el rey…
– ¡Ella, ella, la hechicera, la maldita!.. contestó Leila-Radhyah.
– ¡Wadah! murmuró el rey.
– ¡Sí, sí, Wadah, esa terrible hechicera sedienta de sangre! ¿Y sabes tú para qué me he puesto yo estas ropas, estas joyas, esta diadema?..
– ¡Oh! ¡no!
– Para impedir un nuevo crímen.
– ¡Un nuevo crímen!
– Sí: para impedir que se lleve á cabo una venganza horrorosa: para impedir que Wadah asesine á Bekralbayda.
El rey se alzó pálido, terrible.
– ¡Qué, Wadah pretende asesinar á Bekralbayda! esclamó.
– ¡Ah! ¡tú amas á esa doncella! esclamó Leila-Radhyah.
– ¡Bekralbayda ha sido amante de mi hijo! esclamó el rey.
– ¡Ah! esclamó Leila-Radhyah.
– ¡Pero ese asesinato! esclamó el rey que estaba desencajado, ¡el pronóstico del buho maldito!
– ¿De qué buho hablas?
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