Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes

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Aquella muger cuya hermosura resplandecia de tal modo, era Bekralbayda.

A pesar de lo anchuroso de los pliegues de su túnica de brocado, un ojo un tanto observador, hubiera notado que Bekralbayda estaba en cinta.

Este estado de maternidad, y la dulce palidez de sus megillas y lo apasionadamente melancólico de su mirada, en que ardia un fuego recóndito y casi divino, la hacian parecer mas hermosa.

– El poderoso, el invencible, el magnífico rey Nazar, dijo el alcaide, quiere que el lucero del amor, el sol de la hermosura, la sonrisa de Dios, el ramillete de dulzura, la esclarecida sultana Bekralbayda, vea si la contenta el alcázar que ha construido para ella.

– Yo no puedo llamarme ya Bekralbayda, dijo suspirando la jóven, por única contestacion á las hiperbólicas alabanzas del eunuco 39 39 No debemos olvidarnos de que Bekralbayda significa la doncella blanca. .

– Venturoso aquel, dijo inclinándose profundamente el eunuco, á quien dés una hermosa prenda de tus amores, estrella de las sultanas: á quien dés un príncipe poderoso ó una sultana tan hermosa como su noble madre.

– ¡Me llamas sultana! dijo con acento de estrañeza y de gran interés Bekralbayda; ¡saludas á lo que nacerá si Allah lo permite, príncipe si es varon y sultana si es hembra! ¿Sabes tú, acaso, algo acerca de mi destino?

– Solo Dios sabe lo oculto, contestó inclinándose de nuevo y mas profundamente el alcaide de los eunucos.

– Me han puesto vestiduras régias, perlas sobre el seno, diamantes y esmeraldas en los cabellos; han puesto arracadas de gran valor en mis orejas, y ajorcas de oro, cuajadas de piedras preciosas en mis brazos; antes me han bañado en aguas olorosas, han vertido sobre mí esencias: ¿no se engalana así á las esclavas del harem á quien el señor elije para sus placeres?

– Pero el alcaide de los eunucos solo acompaña á las sultanas: solo las sultanas pueden llevar la piadosa empresa del rey Nazar (y el eunuco señaló con una mirada respetuosa, un roseton de diamantes y rubíes que Bekralbayda llevaba cerrando su riquísimo caftan sobre su medio desnudo seno, en el centro de cuyo roseton se veia el escudo real de Al-Hhamar, con su empresa en que se leia en caracteres africanos ¡solo Dios es vencedor!) Solo las sultanas son servidas por esclavas doncellas, y guardadas por esclavos negros: y una perla del jardin de Hiram, un rayo desprendido del sol, no puede ser esclava. Por eso te llamo sultana, alegría del mundo; por eso me humillo ante tí, lucero de los luceros.

Y se inclinó de nuevo.

– ¿Pero nada seguro puedes decirme?

– Solo Dios sabe lo oculto, repitió el eunuco.

– ¿Es decir que solo me acompañas para mostrarme este alcázar?

– Para que el esclarecido y poderoso sultan sepa si te agrada.

– Dí al noble y magnífico sultan Nazar, que para quien tiene el alma triste nada hay alegre; que para quien llora no hay nada hermoso mas que su esperanza, y que la soledad y las lágrimas son los mejores compañeros de un desventurado.

– Tú se lo dirás al señor, noble sultana, porque el señor se acerca: ya oigo la zambra que le saluda: el siervo no puede permanecer aquí; que Allah te acompañe y te cubra de prosperidad, luz de los cielos.

Y el alcaide de los eunucos hizo una profunda reverencia, se retiró andando para atrás y repitió su reverencia otras dos veces antes de desaparecer por la puerta.

Bekralbayda se sentó en un divan, y se replegó en sí misma, acongojada y pensativa; una dulce luz dorada que penetraba lánguida y vaga por las celosías de la cúpula, hacia brillar los diamantes de su prendido y daba un tono incitante y lascivo á la blancura de su cuello y de sus hombros desnudos; el blanco humo de un pebetero estendiéndose delante de ella, la hacia aparecer dulcemente velada y mas hermosa, con una hermosura eminentemente fantástica.

Y luego, aquella niña tan incitantemente hermosa, tan deliciosamente pura, con su tristeza de amor, con sus lágrimas de desconsuelo, con lo elocuente de la mirada de sus negros ojos, que se elevaban al cielo como implorando la misericordia de Dios, era una poesía viva, una poesía humana, colocada en medio de otra poesía inmóvil, muda, pero resplandeciente, como animada por la luz que hacia brillar sus arabescos dorados, sus alicatados de colores, su alfombra de oro y seda, mientras á través de una puerta se veia un fondo oscuro y misterioso, y á través de la otra las enramadas tupidas y verdes de los cenadores de jazmines y laureles, amortiguando la luz del dia, y dejando ver por alguna abertura un pedazo de cielo resplandeciente, azul, diáfano, incomparable.

Sintiéronse leves pasos por la parte de la puerta del fondo oscuro, y poco despues apareció en la puerta un hombre y se detuvo, se cruzó de brazos y contempló profundamente conmovido á Bekralbayda.

Ella ni habia sentido sus pasos ni le habia visto.

Un silencio profundo envolvia la cámara, silencio que solo rompian de una manera vaga por la parte del jardin, los lejanos y cadenciosos trinos de los pájaros; por la otra parte el zumbido unísono, ténue, perdido de los trabajadores.

El hombre que de una manera tan afectuosa, tan llena de interés, contemplaba á la jóven, era el rey Nazar.

Venia sencillamente vestido; únicamente brillaban en su cabeza entre su toca, las puntas de su corona, y la empuñadura de su espada entre su faja.

Durante algun tiempo permaneció inmóvil en su benévola contemplacion; luego adelantó y fué á sentarse silenciosamente en el mismo divan en que estaba replegada Bekralbayda, pero á cierta distancia.

Entonces la jóven pareció despertar de un sueño, se estremeció, levantó la cabeza, fijó una mirada ansiosa en el rey Nazar, y cruzando la manos, esclamó:

– ¡Ah, señor!

– ¡Yo te amo! dijo negligentemente el rey Nazar.

Bekralbayda se puso de pie, mas pálida aun que lo que estaba, aterida, muda, como aniquilada; guardó durante algunos momentos silencio, y luego esclamó:

– ¡Pero yo no puedo amarte… no!.. ¡no puedo amarte como tú quieres que te ame… no! ¡Allah, el grande, el poderoso Allah lo sabe: no puedo amarte así!

– Cuando te confesé mi amor, dijo reposadamente el rey Nazar, tú me contestaste…

– ¡Mentí! ¡mentí! esclamó toda asustada Bekralbayda.

– Cuando te confesé mi amor, continuó impasible el rey, me dijiste, quiero ser sultana.

– ¡Ah, misericordioso Dios! ¡Mentí!

– Yo te dije: en buen hora sea: Dios te ha dado en sus bondades una hermosura superior á la de las mugeres de la tierra; eres una hurí que el Altísimo ha permitido aliente en las entrañas de una muger: digna eres de ser sultana: mi esposa la sultana Wadah, ha enloquecido… está apartada de mí: tú ocuparás el lugar de la sultana Wadah, que por su locura se la puede considerar muerta.

– ¡Ah, poderoso señor!

– Tú sabes que la locura de la sultana Wadah es verdad.

– La sultana Wadah es muy desdichada: la sultana Wadah llora una hija perdida.

– ¡Una hija! esclamó, levantándose aterrado, trémulo, herido como por un rayo por aquella terrible revelacion, el rey Nazar. ¿Quién te ha dicho que la sultana Wadah ha perdido una hija?

– ¡Qué! ¿no has perdido tú tambien tu hija, poderoso señor? esclamó aterrada por su imprudencia Bekralbayda.

– Yo no he tenido de la sultana Wadah mas que un hijo: el príncipe Juzef, contestó con voz cavernosa el rey Nazar.

– ¡Oh! ¡yo me he engañado! ¡yo me he engañado! esclamó trémula la jóven.

– Tú no sabes mentir: dijo severamente el rey.

– ¡Ah, señor!

– Tú eres cándida y pura como la azucena de los valles.

– Yo me he engañado.

– Pero… ¿por qué te has engañado?

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