Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes
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Cuando el rey salió á la Vega por la puerta de Elvira, las dulzainas, las trompetas, los tambores, los atabales y las atakeviras de sus caballeros, tocaron la zambra, á la que contestaron los músicos del rey.
Al pasar por medio de los cerrados escuadrones, los soldados gritaban:
– Al-Hhamar le galib 35 35 Al-Hhamar el vencedor.
.
A lo que el rey Nazar contestaba, sonriéndose benévolamente, á walíes y soldados.
– ¡We! ¡le galib ille Allah! 36 36 ¡Bah! ¡solo Dios es vencedor! este es el mote de las armas de los reyes moros de Granada adoptado por Al-Hhamar. Este mote está escrito en carácter nedji africano, en una banda diagonal de oro saliendo de la boca de dos dragantes, sobre un escudo campo verde.
El rey llegó al fin acompañado por los xeques 37 37 Llaman xeque, al mas anciano, al mas autorizado de una tribu, que tiene gobierno sobre ella y derecho de vida y muerte.
de las tribus, y de los principales walíes, á una magnífica tienda alrededor de la cual habia amontonado un botin inmenso.
– Hé ahí poderoso y magnífico señor, dijo el mas anciano de los xeques, señalándole los despojos amontonados, la quinta parte de nuestra presa que te corresponde como emir y sultan de los creyentes.
Y empezó á poner de manifiesto la presa.
Consistia esta en dinero, en oro y plata, en cálices, copones, viriles, cruces, ornamentos y otros objetos sagrados robados á las iglesias, y por último, en una multitud de armas y de alhajas de uso particular.
– Buena grangería habeis hecho, dijo el rey.
– Nos ha costado en cambio mucha sangre, señor.
– Si los cristianos se dejasen entrar á saco sin resistencia, las algaras serian el mejor entretenimiento del mundo: todo tiene su precio: la presa de las algaras se paga.
– Allá quedan sobre la sangrienta frontera centenares de muslimes y millares de infieles.
– Pero no es esto lo que os he pedido.
– Espera, espera, señor; dentro de la tienda está la presa que han hecho los que han pasado á Africa.
Entró en la tienda el rey Nazar.
Estaba enteramente cubierta de telas de brocado: la mirra, el aloe y el incienso, formaban grandes montones; brillaban, dentro de cajas, diamantes y perlas y otras piedras preciosas. Veíanse en gran número pieles de leon y de tigre, y en el centro una gran caja llena de doblas marroquíes.
– Pero yo no os he pedido oro, ni perfumes, ni alhajas, ni preciosidades, dijo el rey Nazar: y ¡ay de vosotros, si solo esto habeis traido!
– Es, dijo el xeque, que entre africanos y españoles, te traemos justos y cabales los treinta mil esclavos.
– ¡Los treinta mil esclavos! esclamó el rey.
– Sí, poderoso señor.
– ¿Y todos fuertes y robustos?
– Sí, magnífico señor, porque hemos matado á los viejos, á los niños y á los enfermos.
– ¡Treinta mil cautivos! esclamó el rey: ¡un dirahme de oro cada un dia por cada cautivo!
– ¡Treinta mil dirahmes de oro cada un dia! murmuraron por lo bajo los circunstantes. ¿Y de dónde vá á sacar ese tesoro el rey Nazar?
– El rey Nazar está loco.
– ¿Y dónde teneis esos treinta mil cautivos? dijo con ansia el rey Nazar.
– Al punto van á pasar por delante de tí, magnífico sultan.
Y saliendo algunos walíes, se oyó poco despues la música tañendo la zambra.
El rey Nazar, en la puerta de la tienda, á caballo, rodeado de su córte, á ambos lados los xeques y los walíes espedicionarios, empezaron á pasar por delante de él entre ginetes moros escuadronados, los cautivos.
Iban delante los africanos atezados y fieros en medio de su vencimiento: todos jóvenes, todos robustos, todos bravíos: su número llegaria á diez mil: venian despues los cautivos españoles, avergonzados por su derrota, pero al mismo tiempo altivos: conocíase que pertenecian á todas las clases y condiciones, desde el orgulloso noble hasta el humilde pechero: todos fuertes, todos robustos, todos jóvenes; pero impresas en las frentes de todos la desesperacion de la desgracia.
El rey Nazar contempló los esclavos trasportado de alegría.
En aquellos tiempos estos azares de la fortuna eran tan comunes, que la desolacion de un esclavo no conmovia á nadie.
Aquella época endurecia el corazon.
Por lo tanto nada tenia de repugnante la alegría del rey Nazar.
Cuando hubieron acabado de pasar los cautivos, el rey Nazar se volvió á los xeques y á los walíes, y les dijo:
– Guardaos vuestra presa por completo: yo no os he pedido oro sino cautivos; me los habeis traido y estoy satisfecho.
Y haciendo que se encargasen de la guarda de los cautivos los walíes de los seis mil de su guardia negra, se fué con su presa la Vega adelante.
– ¡No quiere oro! esclamaban maravillados los espedicionarios: ¡y le hemos ofrecido una riqueza inmensa! no hay duda: ¡el rey Nazar está loco!
Entre tanto el rey, llevando consigo su córte y sus treinta mil cautivos, custodiados por sus seis mil esclavos negros, rodeó por fuera de los muros, llegó al lecho del rio Darro, y siguió por su corriente arriba.
Siguiéronle la córte, los esclavos y los cautivos.
El rey atravesó la ciudad, se metió por las angosturas del rio, y siguió adelante.
– ¿A dónde irá el rey? se preguntaban los señores de su córte.
Pero el rey seguia caminando en silencio y aguijando su caballo, siempre contra la corriente del rio.
El rey avanzaba, el sol habia llegado á su mayor altura, y el rey seguia aguijando á su caballo.
Habian quedado atrás los frondosos cármenes y las alegres alquerías, y empezaron á marchar por las anchas ramblas de la montaña, cerca del nacimiento del rio.
Al fin el rey dejó el lecho del rio, y trepó por el repecho de una colina deprimida y estrechísima.
En la cumbre de ella se detuvo.
– ¡Mi buen alarife Kathan-ebn-Kaleb! dijo el rey Nazar dirigiéndose á un anciano que iba entre su córte.
– ¿Qué me mandas, poderoso señor?
– ¿Ves aquellos pinares que sombrean la sierra?
– Los veo, señor.
– ¿Ves esas piedras que se amontonan sobre el lecho del rio?
– Sí señor.
– Pues bien, derroca esos pinos, levanta esas piedras, y haz aquí el aduar de los cautivos.
Despues revolviendo su caballo, gritó:
– ¡Ah del alcaide de mi guardia negra!
Adelantó un africano atlético.
– Te dejo seis mil soldados: guarda con ellos mis cautivos, y ten presente, que si te falta uno solo de los treinta mil que te entrego, te corto la cabeza: ahora mis buenos amigos á Granada.
Y solo con su córte se volvió al Albaicin.
– No hay duda, decian los wazires y los sabios en vista de todo aquello: el buen rey Nazar se ha vuelto loco.
Se levantó una ciudad rústica en la colina que habia señalado el rey por aduar de sus cautivos.
Los pinos habian sido derrocados de la montaña, y las piedras alzadas del lecho del rio.
La poblacion habia sido dividida en cuarteles.
Al frente de cada cuartel habia un alcaide encargado de vigilar á los cautivos y de cuidar que trabajasen.
En solo cuatro dias el aduar habia sido levantado.
Los cautivos ya no tenian nada que hacer, y sus guardianes se preguntaban:
– ¿Querrá el rey levantar en estas solitarias breñas una ciudad?
Y volvian á recaer en la opinion de que el rey se habia vuelto loco.
Se acercaba el dia que el rey Nazar habia fijado á los mecánicos para que tuviesen concluidos los treinta mil morteros de granito negro con su maza.
Dos dias antes, el rey Nazar convocó su córte, salió con ella de su palacio del Gallo de viento, y tomó el camino de la sierra.
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