Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes
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– ¡Sí es verdad, dijo Wadah: dejemos en paz á los muertos! pero tú la amabas, Nazar.
– Yo no he amado á ninguna mas que á tí: tú en cambio amas á un fantasma, á un misterio, mas que á tu esposo.
– ¡Yo!
– Sí; tú amas mas que á mí á tu rosa blanca.
– ¡Oh! esclamó la sultana Wadah, y en sus negros ojos brillaba la razon: ¡cuán torpes son los hombres! ¿No has comprendido cuál era mi rosa blanca?
– No, nunca lo has esplicado.
– La rosa blanca… era mi alma… mi alma que me la han robado los que me robaron tu amor: yo hé debido estar loca, Nazar.
– Acaso Dios lo haya permitido.
– Yo recuerdo, como sueños confusos, sueños horribles.
– Es necesario no recaer mas en esos sueños, amor de mi alma, dijo el rey estrechándola entre sus brazos.
– Necesito el amor y la compañía de mi esposo, dijo Wadah.
– Y bien, la tendrás.
– Necesito que vivas á mi lado.
– Viviré.
– Quiero que tu hijo el príncipe Mohammet…
– ¿Qué sabes tú del príncipe?
– Sé que está preso.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Bekralbayda mi esclava, que le vé lodos los dias asomado á un ajimez en lo alto de la torre del Gallo de viento.
Palideció levemente el rey Nazar y Wadah aspiró aquella palidez.
– Mi hijo ha cometido un delito de inobediencia y es necesario que le castigue.
– ¿Y no habla por él en tu corazon el amor de su madre?
– ¡Wadah!
– Perdónale, señor, perdónale… aunque no sea mas que por la memoria de tu perdida Leila-Radhyah.
Pronunció la sultana con tal sarcasmo estas palabras, que el rey empezó á sospechar lo que nunca habia sospechado: que su esposa hubiese tenido parte en la muerte de la princesa.
Y como si Wadah solo hubiese recobrado por un momento la razon para aterrar al rey Nazar, volvió á su violento estado de locura.
El rey salió aterrado de la cámara.
Apenas se perdió el ruido de las pisadas del rey, cuando Wadah se alzó del suelo donde de nuevo se habia sentado, sombría, terrible: en sus ojos habia vuelto á aparecer la razon.
– ¡La ama! ¡ama á esa doncella! esclamó: ¡ha palidecido al saber que Bekralbayda ama á su hijo! Pues bien: ¡mis celos mataron á Leila-Radhyah! ¡mis celos matarán á Bekralbayda!
Y acabó de componer el desórden de sus ropas: recogió sus cabellos y salió lenta y fatídica de la cámara dorada, por una puerta opuesta á aquella por donde habia salido el rey.
XIV
LO QUE SE VEIA DESDE LA TORRE DEL GALLO DE VIENTO
Mientras pasaba la luna fijada por plazo por Yshac-el-Rumi para mostrar al rey la reproduccion de las maravillas del Palacio-de-Rubíes, acontecian en el palacio del Gallo de viento pequeños sucesos pero graves, y que no son para pasados en olvido.
El príncipe se desesperaba en la prision de la torre.
Encerrado allí como una águila en su jaula sufria esa tortura lenta del prisionero, que vé los azules horizontes, la gente que vá y que viene, que entra y que sale, y la envidia, porque su paso no puede estenderse mas allá de los muros de su prision.
Inaccion forzada, terrible, que irrita, que desespera, que desalienta, y tanto mas cuando no se conoce el término de ese estado aflictivo, cuando no se sabe si se saldrá de la prision para la tumba ó para el destierro.
Y cuando el que está preso ama como amaba el príncipe: cuando se tienen celos como el príncipe los tenia: cuando se vé desde la prision lo que el príncipe veia lodos los dias, la vida llega á hacerse insoportable.
Al amanecer, por medio de las calles de cesped de un jardin que veia el príncipe desde su empinada prision, atravesaba una forma blanca, leve y gentil y se perdia entre la espesura de los bosquecillos.
Aquella forma, aquella muger hechicera, era Bekralbayda.
Poco despues una forma negra, lenta, grave, magestuosa, se perdia por el mismo lugar por donde habia entrado la jóven.
Aquella forma negra, aquel hombre de andar reposado y magestuoso, era el rey Nazar.
Pasaba el tiempo: el príncipe devorado de celosa rabia contaba por cada instante un siglo.
Al fin el rey y Bekralbayda salian del bosquecillo, atravesaban juntos el sendero y se perdian bajo los pórticos.
No era solo el príncipe el que veia esto.
Lo veia la sultana Wadah, estremecida de rabia desde sus miradores.
Veíalo tambien estremecido de una cruel alegría desde una torrecilla del muro, el astrólogo Yshac-el-Rumi.
Llegó al fin el plazo prefijado por el astrólogo.
Una noche entró en la cámara del rey con un voluminoso rollo de pergaminos.
Hízole sentar Al-Hhamar y le dijo:
– Estoy impaciente por construir ese alcázar: mi amor hácia tu hija es cada dia mas grande.
– Mi hija es muy afortunada, poderoso señor.
– Pero tu hija se obstina en no corresponder á mi amor sino cuando haya construido para ella un alcázar.
– Aquí tienes las trazas de él, magnífico sultan, cuadra por cuadra, rico y magestuoso, como ha querido hacerle Dios.
El astrólogo estendió uno por uno todos los pergaminos.
En él estaban pintadas primorosamente las habitaciones del alcázar, los patios, las fuentes, las galerías caladas, las blancas columnatas de mármol, los claros estanques, los techos de oro, rojo y azul, las cúpulas estrelladas; una gran inmensidad de esquisitas labores, de alicatados maravillosos, de labradas maderas, de celosías, de puertas: aquello era un prodigio que maravilló al rey.
– Mira, señor, le decia el astrólogo, cuán bello es este patio: sus columnatas forman un espeso bosque cuando se le mira desde sus galerías, y los graciosos arcos parecen las copas de jóvenes palmeras que se cruzan; mira cuán magnífica es esa fuente que se sustenta sobre esos doce leones: pues las cuatro salas que rodean el patio, parecen robadas del paraiso: sus cúpulas son cielos estrellados y sus ajimeces parecen tan hermosos como los ojos de una hurí.
– Indudablemente Dios es grande sobre todas las grandezas, decia el rey, y este alcázar es una de sus maravillas.
Sus arcadas son tan ligeras, que parece que ha de hacerlas mover la brisa; sus columnas son tallos de azucenas en búcaros de nacar.
Sus estanques son espejos de Dios, y cada uno de sus jardines parecen el chal de una hurí.
¿Qué hombre podrá realizar tanta maravilla?
Ya no estraño que el rey Aben-Habuz se volviese loco al ver tanto prodigio.
– Tú realizarás esta obra admirable, poderoso sultan Nazar, dijo el astrólogo.
– Yo he construido en mi Granada cien mezquitas y doscientos algibes, dijo el rey: yo he abierto á la ciencia multitud de escuelas: yo he rodeado el recinto de muros que orlan mil y treinta torres y treinta mil almenas: yo he invertido ciertamente en todas esas obras grandes tesoros: ¿pero qué tesoros bastarian para construir este alcázar, maravilla de las maravillas?
– El palacio en que vives no es digno de tu grandeza.
– Sea feliz y próspero mi pueblo, que yo tengo bastante con una torre para morar y una piel de tigre para reclinar mi cabeza, como el viejo rey Abu-Mozni-el-Zeirita.
– Tú amas á mi hija.
Calló el rey.
– Mi hija no te concederá su amor, sino cuando hayas construido para ella este rico alcázar.
– Tu hija me pide mucho. Es una esclava demasiado cara.
– Mi hija será sultana.
Se estremeció el rey.
– Mi hija es mas hermosa y mas preciada que ese alcázar que tanto te enamora.
Meditó un momento el rey, y luego dijo levantándose de una manera decidida.
– ¡Construiremos el alcázar de las maravillas, Yshac! ¡yo te lo juro!
XV
UNO PARA CADA ALMENA
Y es de advertir que cuando el rey Nazar formó la resolucion de construir aquel magnífico alcázar, no tenia una sola dobla en su tesoro.
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