Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes
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Y á pesar de su enagenacion, y de lo estraño de sus palabras y de sus acciones, nadie á escepcion del rey Nazar la creia loca.
Por el contrario la creian maga, y poseida por un espíritu invisible.
Sus esclavos estaban con terror á su lado y aprovechaban la primera ocasion para huir de ella.
De ella que era tan hermosa.
Pero la mirada de sus negros ojos tenian una fijeza tal, parecian tan hambrientos que aterraban.
El mismo rey Nazar habia acabado por espantarse de ella.
La sultana no lloraba, pero cantaba cada dia de una manera mas triste.
Y aquel canto era la lluvia de lágrimas de su alma.
Hacia muchos años, casi veinte, desde el nacimiento del príncipe Juzef-Abdallah, segundo hijo del rey Nazar, que la sultana Wadah, estaba loca, ó como lo pretendian sus aterrados esclavos, poseida por un espíritu invisible.
Wadah amaba al rey Nazar con un amor desesperado; muchas noches se la escucha llamando de una manera desesperada á Al-Hhamar, y otras abalanzándose y pretendiendo forzar las puertas que conducian á las habitaciones de su esposo.
Otras veces se la oia rugir como una leona, y cuando acudian los esclavos encargados de sujetarla en aquellos accesos, la veian ir de acá para allá levantando tapices corriendo á todos los lugares oscuros, revolviéndolo todo como si buscase algo.
No habia duda: la desdichada sultana Wadah, estaba poseida de un espíritu invisible.
Un dia se abrió la puerta dorada de su retrete.
Wadah exhaló un grito de alegría.
Por aquella puerta solo podia venir el rey Nazar.
El rey entró y cerró de nuevo.
La sultana se abalanzó á él.
– Yo te amo, te amo siempre, esclamó.
Y le besó en la boca.
El rey Nazar contestó estremeciéndose á aquel beso, con un beso trémulo.
– Tú te aterras junto á mí, dijo Wadah, tú me temes ¿por qué temes á tu amada?
El rey no supo qué contestar.
– ¿Has visto acaso otra muger mas hermosa que yo? dijo la sultana fijando su terrible mirada en Al-Hhamar.
– ¡Oh! no: esclamó el rey: tú eres la muger mas hermosa de la tierra.
Y el rey Nazar se estremecia, porque las megillas de la sultana temblaban, y una leve espuma empezaba á blanquear sus labios rojos, como una banda de grana.
– Sí, sí: esclamó Wadah corriendo hácia un gigantesco espejo de plata y arrancándose sus vestiduras hasta quedar medio desnuda: yo me veo ahí; yo soy cada dia mas hermosa: yo embellezco las joyas y doy brillo á los diamantes: yo soy mas blanca y mas nacarada que las perlas: y yo le amo, yo le amo y él me abandona: ¿habrá visto á otra muger mas hermosa que yo?
El rey Nazar conoció que habia ido á ver á la sultana en uno de sus mas graves momentos de locura.
Wadah continuó delante del espejo, destrozándose los cabellos y arracándose las joyas que la cubrian.
– Sí, sí; soy muy hermosa, Nazar; mírame, amado mio, mírame y ámame; solo he perdido el color de mis megillas: me he quedado blanca, blanca como la luna: pero… eso fué desde un dia…
Destellaron un relámpago salvaje los ojos de la sultana, se estremeció toda, lanzó un grito horrible, y casi desnuda, arrastrando su larga túnica de brocado, destrenzados los larguísimos cabellos, flotando sobre los tersos y redondos hombros, empezó á buscar por los rincones de la cámara, á revolver los almohadones del divan, á levantar los tapices de los retretes.
– ¡Mi rosa blanca! gritaba: ¡mi rosa blanca! ¡yo la tenia escondida y me la han robado!
Y luego se sentó en el suelo, cruzó sus manos sobre sus rodillas y se puso á cantar una melodía vaga, sin palabras, triste y lánguida como un suspiro.
El rey Nazar la contemplaba inmóvil, y lágrimas de compasion asomaban á sus ojos suspendidas sobre sus megillas.
¡La rosa blanca!
Jamás Wadah habia pronunciado una sola palabra que aclarase el misterio de la causa de su locura.
¡La rosa blanca!
Hé aquí lo único que se la oía pronunciar en medio de su delirio.
El rey habia preguntado á sus sabios, y estos se habian esforzado en vano por descifrar aquel misterio.
En una ocasion se habia puesto una magnífica rosa blanca, en una copa de oro, oculta tras un tapiz, y el mismo rey Nazar habia observado á su esposa escondido.
Llegado el acceso, la sultana habia buscado, segun costumbre, por todas partes, y al encontrar la rosa, se habia arrojado sobre ella y la habia despedazado esclamando.
– Mi rosa era mas blanca, y mas pura, y mas fragante.
El rey habia renunciado ya á conocer el misterio de la locura de su esposa.
Y habian pasado años y años.
Sin embarco, Wadah no habia olvidado su perdida rosa blanca.
Seguia sentada en el suelo cruzadas las manos delante de sus rodillas, y entonando su triste y lánguida melodía.
– ¡Wadah! la dijo el rey.
– ¿Quién me llama? esclamó la sultana escuchando con atencion.
– Soy yo… dijo el rey, yo que te amo.
– ¡Ah! dijo la sultana, el rey Nazar: el rey Nazar es un ingrato; cuando yo le conocí, solo tenia una pequeña, una pobrecilla bandera y doscientos esclavos, ginetes en yeguas negras y armados de lanzas: era un pobre walí… pero yo le amé y fué poderoso.
Wadah pronunciaba estas palabras con una cadencia lenta, gutural y tenia fija la vista en las bovedillas doradas de la cúpula.
– Yo era maga… un mago me habia traido de las montañas donde nace el Nilo.
Yo amaba entonces solamente á mi rosa blanca, y la escondia para que nadie la marchitara con sus miradas.
Pero ví á Al-Hhamar y le amé; le amo tanto como á mi rosa blanca.
Le favorecí con mi poder; le dí un amuleto que le hizo invencible, y Al-Hhamar se apoderó primero de un pueblo y luego de otro y se hizo rey, rey fuerte, y sus soldados le llamaron el vencedor y el magnífico.
La rosa blanca tuvo celos de mi amor al rey Nazar y me abandonó.
Y el rey Nazar me abandonó tambien, á pesar de que sabia que era mi alma.
El rey Nazar amaba á otra muger.
¡Leila-Radhyah! ¡ah! ¡Leila-Radhyah! ¡pero tú tampoco has gozado los amores de Nazar! ¡yo sé que Nazar llora por tí!
Estremecióse Al-Hhamar. Era la primera vez que la sultana Wadah nombraba á la princesa africana.
¿Sabria Wadah lo que habia sido de ella?
Pero no se atrevió á preguntarla.
Continuó callando y escuchando con toda su alma.
Wadah permaneció sentada en el suelo con la mirada fija en la cúpula y hablando como si estuviese sola.
– El rey Nazar es un ingrato: me lo debe todo y me vé morir y no tiene compasion de mí. Una sola palabra suya seria para mí como el rocío de la alborada para las flores marchitas, y no pronuncia esa palabra.
Al-Hhamar se acercó á Wadah, la levantó en sus brazos, la estrechó en ellos y la besó en la boca.
Wadah se estremeció; dió un grito, miró de hito en hito al rey Nazar, y rompió á llorar.
Era la primera vez que lloraba despues de veinte años.
Su mirada lúcida, radiante, se posó en el rey y sus labios sonrieron.
– ¡Ah, eres tú, tú! ¿cuanto tiempo hace que no te he visto? esclamó: ¡ah! ¿quién me ha arrancado mis vestiduras, quién ha destrenzado mis cabellos?.. ¿has sido tú?
No: no; es imposible, tú tienes abandonada á tu esposa, tú no la amas.
– ¡Wadah! ¡Wadah! esclamó el rey, ¿por qué dudas de mí?
– Dime: continuó Wadah, ¿por qué has traido á mi lado una doncella que yo no conocia, una hermosísima doncella á quien enamoras?
– Bekralbayda es una esclava que he comprado para tí.
– Sí; es verdad, dijo Wadah: tambien Leila-Radhyah, era una esclava, y sin embargo tú la amabas, Nazar.
– ¡Leila-Radhyah! dijo el rey: dejemos en paz á los muertos.
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