Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes

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Pero solo encontró una razonable cantidad de dirahmes 24 24 Moneda árabe de poco valor que no tenia correspondencia con las nuestras. de plata, lo que bastaba para un caballero, pero que era insuficiente para pagar una rebeldia: además encontró un pequeño envoltorio de seda.

Dentro de él halló dos cartas y un rizo do cabellos negros, sedosos, brillantes, largos, pesados, que exhalaban un delicioso perfume.

– ¡Ha venido á Granada por una muger! ¡ama! ¿pero quién es esa muger? ruin debe ser cuando me la recata: estas cartas me lo dirán:

Abrió la primera que estaba escrita en verso y decia así:

«La perla de las perlas,
la cándida y la pura…»

Era en fin la carta que el príncipe habia encontrado en su retrete en Alhama, la que le habia servido de medio para encontrar á Bekralbayda.

La segunda carta mas esplícita, era la que habia sido enviada al príncipe en su misma flecha desde la casita blanca.

Al leer el nombre de Bekralbayda que firmaba esta carta, el rey se sintió herido en el corazon.

– ¡Con que se aman! esclamó: y acaso, acaso… sí… indudablemente: esta carta es una cita: y luego este rizo de cabellos…

El rey quedó profundamente pensativo, y se puso á pasear á largos pasos á lo largo de su cámara.

– Pero ellos no han podido conocerse, no han podido verse sino consintiéndolo ese viejo enlutado, ese Yshac-el Rumi, ese hombre estraño que me hace temblar. Pero si ese miserable sabe que mi hijo y Bekralbayda son amantes, ¿por qué me vende esa muger? ¡y con tan estrañas condiciones! no me ha pedido oro… únicamente que Bekralbayda esté al lado de la sultana Wadah, de esa terrible loca, y estar él á mi lado, ser mi astrólogo: ¡oh poderoso señor de Ismael! ¡tú dador de la ciencia! ¡tú misericordioso! aquí hay un misterio que no alcanzo á esplicarme: ¡ilumíname tú, señor, tú que amparas á los que en tí creen!.. ¡ábreme camino, porque yo me siento cegar!

Y el rey siguió en su paseo, con la mirada escandecida, el aliento ardiente y entrecortado, las megillas pálidas, el paso incierto.

Luchaba dentro de sí de una manera espantosa.

– ¡Oh? dijo al fin: Dios castiga en mí algun pecado de mi raza: yo no puedo ser feliz.

Y siguió paseando.

– ¿Y por qué no? dijo de repente: ¿quién sabe? acaso…

El rey volvió á su paseo.

Anunciáronle que un viejo y una dama enlutados querian hablarle.

El rey Nazar hizo un movimiento semejante al de quien despierta de un sueño al impulso de una mano estraña; tomó un pergamino y escribió en él durante un breve espacio: luego dobló el pergamino y le selló.

– Que entren el viejo y la muger, dijo.

Poco despues entró Yshac-el-Rumi llevando de la mano y sin velo á Bekralbayda que inclinaba ruborosa la cabeza.

Entrambos se prosternaron ante el rey Nazar que los alzó.

– ¿Sabes á lo que vienes á mi palacio? le preguntó Al-Hhamar.

– Sé que me han vendido al poderoso sultan de Granada, dijo con acento trémulo Bekralbayda.

– ¿Pero no te han dicho que el sultan Nazar que te ama, quiere tu amor y no tu sumision?

Bekralbayda calló.

– Vas á servir á la poderosa sultana Wadah: está enferma: procura aliviar con tus consuelos sus dolencias: en cuanto á mí en ocasion mejor te diré cuánto eres grata á mis ojos. Entre tanto pon aquí tu nombre.

El rey la presentó el pergamino que habia escrito y sellado poco antes.

– ¿Y qué es esto, señor? dijo con recelo Yshac-el-Rumi.

– Aquí, salva la voluntad de Dios, está decretado invariablemente el destino de Bekralbayda. Sellado con mi sello, signado con su nombre, nadie abrirá ese pergamino hasta que ella misma le abra.

Y llamando el rey á sus esclavos les mandó que llevasen á Bekralbayda á las habitaciones de su esposa.

Yshac-el-Rumi se quedó entre los sabios y astrólogos que vivian en el palacio del rey.

XII

EL PALACIO DE RUBIES

Habian pasado muchos dias.

El rey habia tenido muchas entrevistas con Bekralbayda.

El príncipe continuaba preso.

Yshac-el-Rumi empezaba por su ciencia á privar con el rey.

Ninguno mejor que él descifraba los sueños del rey, ni respondia mejor á sus dudas.

El rey Nazar empalidecia.

Comprendíase que minaba algo su existencia.

Sus ojos empezaban á tener cierto brillo fosforescente como los de la sultana Wadah.

Dormia poco, y aun así de una manera inquieta.

En medio de sus sueños, quien hubiera estado cerca de él, le hubiera oido pronunciar el nombre de su hijo y de Bekralbayda.

Una noche el rey velaba.

Tenia junto á sí en una pequeña mesa un cuadrante y un pergamino estendido.

El rey marcaba con tinta roja sobre el pergamino líneas y compartimientos, los media con un compás, y volvia á meditar y á marcar líneas y puntos y á tomar medidas.

Quien le hubiera visto entonces, no le hubiera creido el sultan de Granada, el poderoso Nazar, sino un alarife 25 25 Arquitecto. que se ocupaba en formar el plano de un palacio.

El rey se ocupaba profundamente de su trabajo.

Pero de repente le interrumpió un ruido inesperado.

El batir de las alas de un pájaro.

El rey Nazar se estremeció y miró.

Vió un enorme buho que revolaba en su cámara.

El rey Nazar se puso mortalmente pálido, y se levantó en busca de su arco.

Pero el buho estrechó su vuelo sobre la mesa, apagó la lámpara y escapó por la ventana.

Entonces resonó á alguna distancia una carcajada hueca.

El rey Nazar dió voces: entraron sus esclavos con luces.

El rey Nazar hizo que encendiesen la lámpara, que cerrasen las celosías de los ajimeces y las puertas, y que trajesen al momento al astrólogo Yshac-el-Rumi.

Poco despues el viejo estaba delante del rey Nazar y á solas con él.

– Siéntate, le dijo el rey.

El astrólogo se sentó con la misma altivez que si hubiera sido otro rey.

– ¿Sabes lo que me sucede? le dijo.

– Yo lo sé todo, dijo con autoridad el mago.

– Veamos.

– En primer lugar estás cada dia mas embriagado por los encantos de Bekralbayda.

– Es verdad.

– La sultana Wadah lo sabe y tiene celos.

– Es cierto.

– Bekralbayda quiere antes de ser tuya poner á prueba tu amor.

– ¿Y me exige grandes sacrificios?

– Sé que á pretesto de que este palacio es triste, en lo que no la falta razon, te ha pedido que construyas para ella sola un alcázar.

– Es verdad.

– Tú te has puesto esta noche, poderoso sultan, á idear ese alcázar, y un buho ha entrado por la ventana y ha apagado la lámpara.

– ¿Y por qué ese buho?..

– Porque ese buho quiere que ese alcázar se construya en el lugar donde está construido invisiblemente, el encantado Palacio-de-Rubíes.

– ¡El Palacio-de-Rubíes!

– Sí, en la Colina Roja.

– Esplícame, esplícame eso.

– Escucha.

Reclinóse el astrólogo indolentemente en el divan, y empezó despues de algun tiempo de meditacion de esta manera:

– Allá en los primeros años despues de la conquista de los árabes sobre España, era señor de Granada Abu-Mozni-el-Zeirita.

Este rey, siendo ya viejo, murió y dejó su herencia, esto es, el señorío de Granada, á un sobrino suyo, viejo tambien, que residia en Africa, y que se llamaba Aben-Habuz.

Cuando Aben-Habuz vino á Granada á recojer la herencia de su viejísimo tio, solo halló un negro y carcomido castillo, puesto sobre la cima de un monte, al pie de las vertientes de una sierra, y en el castillo algunos cientos de feroces guerreros que miraban el ataud de roble de su señor, apoyados en las picas con la misma espresion que el perro de montería que pierde al amo que le arrojaba sobre el rastro.

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