Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes

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– Y para tí mi alma, esclamó Leila-Radhyah exhalando toda su alma en una divina sonrisa.

Callaron entrambos dominados por su amor, porque un amor que, comprimido, desgarrado, cubierto de luto y de dolores durante diez y siete años, estallaba al fin inmenso.

– Oye, dijo Leila-Radhyah: quiero contarte mi historia.

– ¡Tu historia! ¡una historia de desdichas!

– No, porque ha habido dos nobles y generosos hombres que me han protegido, que se han consagrado á mí: mi historia es muy sencilla y muy breve.

– ¡Oh! te escucho: tu voz es para mí tan dulce y tan amada como puede serlo la voz de los arcángeles al Señor.

– ¿Te acuerdas del dia en que nos conocimos?

– ¡Oh! esclamó el rey Nazar.

– Nos rodeaba el horror del combate: estaba yo cercada de cadáveres despedazados: los cristianos que me habian robado en la frontera cuando me dirigia á Córdoba, que habian muerto al wacir que me acompañaba, á mis doncellas, á mis esclavos, habian sido muertos á su vez por tus soldados y yo lloraba desolada porque me veia cautiva cuando empezaba mi juventud: ¿te acuerdas?.. apenas tenia doce años, y ya era una muger: ya mi corazon languidecia de amor.

– ¡Hija de Africa, alentada por el viento del desierto! esclamó con entusiasmo Al-Hhamar: ¡oh! ¡y qué hermosa eras ya! pero ahora eres mas hermosa: yo nunca hubiera creido que ojos de muger pudieran brillar tanto, arder tanto, exhalar tanta dulzura… ¡oh! entonces eras una hermosa doncella… que llorabas… ahora eres un arcángel de fuego…

– Pero el dolor ha enflaquecido mi cuerpo y empalidecido mis megillas.

– ¡Oh, Dios mio! y si la felicidad, si mi amor te embelesan, dime… ¿quién tendrá vida bastante fuerte para resistir tu hermosura, cuando en estos momentos tu hermosura mata?

– ¿Y si eso fuese, si yo llegase á ser tan hermosa, tan resplandeciente como una hurí del Señor, no creerias mi hermoso, mi valiente Nazar, que el Altísimo empezaba á recompensarte sobre la tierra? Pero es que tu amor me embellece á tus ojos: hace diez y ocho años… ¡oh! ¡entonces si que era hermosa!.. pero tú entonces eras mas hermoso que yo… me acuerdo, ¡oh! me acuerdo como si hoy mismo me estuviera sucediendo, que vi de repente junto á mí un jóven caballero en una yegua ensangrentada hasta el petral de acero: me acuerdo que cuando vi fija en mi mirada la mirada absorta de aquel mancebo, sentí inundada mi alma de una alegría, de una felicidad inmensas; lo olvidé todo: que me encontraba sola, esclava en tierra estraña. Y ¿te acuerdas, Nazar, rey mio, con cuánta alegría me arrojé en tus brazos cuando tú me dijiste yo te amo? ¿te acuerdas de ese tiempo de amor en que fuí toda tuya en cuerpo y en alma, sintiendo no tener mas vida para consagrártela, para confundirla con la tuya? ¡oh! ¡y cuánto te amé desde el punto en que te ví! ¡oh! ¡cuánto he llorado, sufrido, odiado, deseado y maldecido desde el momento en que te perdí!.. ¡oh! ¡cuán dichosa, cuán llena de insensata alegría, cuán enamorada, cuán transportada al cielo, ahora que te veo, que te hablo, que eres mio, mio para no volverte á separar de mí! porque ahora… tú eres poderoso, Nazar, tú eres un gran rey, tú amas á tu Leila-Radhyah y no habrá poder humano que pueda separarme ya de tí.

– ¡Oh! ¡no! tú serás mi sultana… tú la alegría de mis alcázares; tú el genio del amor y de la armonía, que vivirá eternamente en ellos en el lugar que ocuparon, cuando el tiempo, que todo lo destruye inflexible, los haya destruido.

– Cuando en los primeros dias de nuestro amor vagábamos en las claras noches de luna por los jardines de Córdoba, yo creia que jamás podia tener fin mi ventura: ¿te acuerdas? tú hijo el príncipe Mohammet aun estaba en la cuna: yo le amaba, yo le mecia sobre mis rodillas, yo quise reemplazar á la madre que habia perdido.

– ¡Ah! esclamó el rey Nazar:

– Acuérdate cuán feliz era yo: por tí habia olvidado mi padre, mis alcázares de Fez, mi altivez de sultana: á tu lado no deseaba nada, en nada pensaba mas que en tí: si me cubria de galas, era por agradarte: si tañia la guzla y cantaba, era para hacer mas lánguido el sueño que dormias reclinada tu cabeza en mi regazo: si sonreia era por tí y para tí. ¡Oh señor! yo creia que aquella felicidad iba á ser eterna.

– Satanás se puso en medio de nosotros.

– ¡Oh! no recordemos eso: no lo recordemos: tú no dejaste de amarme, no, no: tú me amabas con mas fuerza: te habian dicho que Wadah era una poderosa maga… y tú… Wadah te vió y te amó, y compró á un hombre y vendió á otro, por ser tuya, ó mas bien, porque tú fueses suyo.

– ¡Qué, compró á un hombre y vendió á otro! esclamó Al-Hhamar.

– Sí, compró á uno de tus mayores amigos, á un pariente de tu padre, á David-ebn-Kotham, cuyos consejos seguias tú ciegamente.

– ¡Oh! no, te engañas, Leila mia; el noble David-ebn-Kotham no podia venderse: era el mejor caballero de Córdoba.

– Cada hombre tiene su precio: Wadah hizo creer á David en su poder y en su ciencia, y en que el hombre que fuese su esposo llegaria á ser un rey valiente y vencedor. David la creyó y se vendió á ella por amor á tí: te hizo conocerla de una manera misteriosa, y tú… pero no hablemos mas de eso, esa maldita muger te hechizó.

– ¿Y quién fué el hombre á quien vendió Wadah?

– Un hombre á quien amaba y del cual tenia una hija.

– ¡Ah! ¡con que es cierto!..

– Sí.

– ¿Y esa hija es Bekralbayda?

– Sí.

– ¿Pero cómo pudo Wadah ocultarla?..

– Bekralbayda pasaba por hija de una de sus esclavas.

– ¡Ah!

– De ese modo podia tenerla junto á sí en tu misma casa: pero no se atrevió á tener del mismo modo á su antiguo amante, á quien vendió, porque su amante era un esclavo africano.

– ¿Y cómo se llamaba ese esclavo?

– Daniel-el-Bokarí.

– ¡El alarife!..

– Sí, el gran alarife que ideó el Palacio-de-Rubíes, el maravilloso alcázar que tú estás construyendo.

– Continúa.

– El Bokarí fué vendido, por fortuna, á un amo piadoso: este, al verle triste y abatido, con las señales de la desesperacion mas profunda, quiso saber el secreto de sus penas. El Bokarí, celoso, furioso contra Wadah, se las reveló: entonces su amo le dijo: ¿qué sabrás tú hacer que valga el precio que he dado por tu alma? – Yo soy alarife, dijo el Bokarí. – Pues entonces hazme un palacio en una de mis huertas del Guadalquivir y eres libre.

El Bokarí construyó el palacio y labró los jardines en la huerta, y tan satisfecho quedó su dueño, que no solo le dió la libertad, sino otro tanto valor como el que habia pagado por él á Wadah.

Habia pasado un año desde tu casamiento con Wadah. Yo estaba abandonada en un apartado aposento de tu casa. Nadie se cuidaba de mí; tú me habias abandonado enteramente, hechizado por esa maldita; solo me servia una esclavilla, una pobre niña etiope: pasaba desesperada mis largas noches sin sueño, y de dia me iba á pasear acompañada de la esclava por las riberas del Guadalquivir por los lugares mas solitarios.

Allí, meditando en mi desventura, recordando mi infancia, mi juventud, mis alcázares, las esclavas que allí me habian servido de rodillas, y mi padre que se miraba en mis ojos, lloraba y me entristecía: pero nunca habia pensado en vengarme ni de tí ni de Wadah.

Una tarde, ya se habia puesto el sol, me volvia á Córdoba, cuando un jóven se aproximó á mí.

– Allah te guarde y te recompense, me dijo, si te dignares escucharme.

– ¿Y qué tendrás tú que decirme? le respondí con despego.

– Estás triste y lloras, repuso.

– ¿Y qué te importa eso? repliqué.

– Yo tambien estoy triste y lloro.

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