Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes

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– Déjame seguir en paz mi camino, le dije con enfado.

– Una misma persona causa nuestra tristeza y nuestro llanto, añadió: la hechicera, la maga, la esposa de Al-Hhamar.

Cuando esto me dijo, ya le escuché de buen grado, y si entonces se hubiera separado de mí, yo le hubiera detenido.

– ¿Y qué tienes tú que ver con Wadah? le dije.

– No es este sitio para hablar de esas cosas. Viene contigo esa esclava. Pero si quieres ayudarme y que yo te ayude contra esa muger, espérame esta noche.

– Te esperaré.

– A tus habitaciones da un patio que tiene un postigo sobre el rio.

– Es verdad.

– Pues bien, yo llegaré esta noche al mediar con una barca por ese postigo.

– ¿Y fué? dijo el rey Nazar.

– A la media noche, repuso Leila-Radhyah: yo escitada por lo que aquel hombre me habia dicho, le franqueé el postigo.

Hacia una noche tempestuosa y oscura, llovia, tronaba.

Aquel hombre me dijo:

– Espérame en tu aposento, sultana.

Y sin esperar á mas se perdió por uno de los arcos del patio.

Yo absorta sin saber qué hacer, dudé un momento acerca del partido que debia tomar: pero no se por qué me habia inspirado una gran confianza el Bokarí, que él era, y fuí á esperarle en mis habitaciones.

Apenas habia entrado en ellas, cuando se abrió una puerta y apareció el Bokarí; traia entre su alquicel una niña como de dos años, dormida.

– He tenido mas suerte de la que esperaba, me dijo: he encontrado abierto el aposento de mi hija y á su nodriza dormida.

– ¡De tu hija! esclamé.

– Sí; esta niña es hija mia y de Wadah.

– ¡Ah!

– Ahora, si tú quieres, sultana, sígueme.

– ¿Que te siga?

– Sí; ¿qué pretendes esperar aquí? Al-Hhamar, fascinado por Wadah, ni aun se acuerda de tí: cuando Wadah eche de menos á su hija, creerá que tú eres quien se la ha robado, y pretenderá vengarse de tí: aquí estás en peligro, huye.

– No me separaré de la casa donde vive Al-Hhamar, le contesté.

– Pero esa muger es terrible y sanguinaria.

– No importa: llévate tu hija; yo me quedo aquí.

En vano el Bokarí pretendió convencerme: yo no podia separarme del lugar en que, aunque sin verte, estaba próxima á tí.

Al fin cansado de la inutilidad de sus esfuerzos, y viendo que la noche avanzaba, el Bokarí salió.

– Deja abierto el postigo, me dijo, hasta el amanecer.

– ¿Y á qué propósito?

– Déjale abierto, sultana, porque yo quiero velar por tí.

No se qué estraña confianza me inspiraba aquel hombre, que cedí y dejé abierto el postigo.

Cuando entré en mi aposento me aterré: Wadah desmelenada, pálida, desceñida la túnica, buscaba por todas partes en mi aposento y rugia y lloraba.

Al verme se abalanzó á mí como una leona.

– ¡Dáme mi rosa blanca, miserable! ¡dámela! gritó.

– ¡Tu rosa blanca! esclamé, ¡tu hija!

– ¡Sí! ¡mi hija! ¡dáme á mi hija que me has robado! gritó.

– Dáme tú mi Al-Hhamar, repuse.

– ¡Qué! ¿no me darás mi hija, ladrona? esclamó Wadah palideciendo.

– ¡Tu hija! ¡tu hija! esclamé, saboreando aquella venganza inesperada que me habia procurado el Bokarí: ya no volverás á ver á tu hija, hechicera.

– ¡Ah! ¡ni tú volverás á ver el sol! gritó.

Luego sentí tres golpes terribles sobre el pecho; despues nada: una densa niebla habia cubierto mis ojos; mi cabeza se habia hecho pesada, como de plomo.

Cuando volví en mí me encontré en una habitacion humilde, pero limpia y alegre.

Un hombre estaba á mi lado contemplándome con interés.

Era el Bokarí.

– ¡Ah! ¡Dios sea loado! esclamó: creí que no volverias á la vida, sultana.

Quise hablar, pero me hizo señal de que callase, y él mismo guardó silencio.

Algunos dias despues, como yo le preguntase por qué razon estaba en su poder me contestó.

– Yo quise que dejaras abierto el postigo para protegerte: poco despues oí los gritos de Wadah y los tuyos; me precipité en tu socorro, pero llegué tarde. Wadah habia desaparecido, y tú estabas por tierra ensangrentada y sin sentido. Cargué contigo; te llevé á mi barca, te restañé la sangre de la mejor manera posible, y apartándome con mi barca de aquel lugar maldito, te he traido aquí. Tenias tres puñaladas en el pecho que me hicieron temer por tu vida: pero la misericordia de Dios no ha querido que mueras.

– ¡Ah! ¿y para qué quiero yo vivir?

– ¿Te has olvidado de tu padre, sultana?

– Mi padre no me recibirá.

– ¿Quién sabe?

– Mi padre me pedirá cuentas de mi honra.

– Que se las pida á Al-Hhamar. ¿Acaso Al-Hhamar no te hizo su esclava? En el momento que tus heridas lo permitan iremos á Africa. Es necesario que tu poderoso padre te vengue de Al-Hhamar.

Pasó así algun tiempo.

El Bokarí, salvas algunas horas de la tarde y de la noche, estaba á mi lado refiriéndome alegres cuentos para entretener mi tristeza.

Lo demás del tiempo lo pasaba encerrado.

– ¿Qué estás haciendo? le dije un dia.

– Estoy haciendo un alcázar tan maravilloso, que no habrá rey que se atreva á construirle.

– Pero si le haces tú, no hay necesidad de que le haga un rey.

– Sí, pero yo le hago imitado en gacela, y para levantarle, para que se toque con las manos como ahora se toca con la vista, serian necesarios grandísimos tesoros.

– ¡Y no me enseñarás ese alcázar! le dije.

– Ven conmigo, me contestó.

Llevóme á una torrecilla, y en ella colgados de las paredes y estendidos por el pavimento, vi una multitud de pergaminos, sobre cada uno de los cuales habia pintada una maravillosa habitacion ó un patio incomparable ó un jardin deleitoso.

– Este es el Palacio-de-Rubíes, sultana, me dijo el Bokarí: el rey que posea este alcázar, será el rey mas poderoso de la tierra.

Cuando el Bokarí dijo esto, mi pensamiento se fijó en tí, mi valiente Nazar, y dije.

– El llegará á ser rey, él será un rey grande y poderoso: él construirá este alcázar.

– ¿Quién sabe? dijo el Bokarí, pero para cuando Al-Hhamar sea rey, ya habré yo muerto. Es necesario buscar otro rey que pueda construir esta obra. Necesitamos pasar á Africa.

– Cuando quieras, le dije: nada espero aquí.

Algunos dias despues llegábamos á Málaga, y nos embarcábamos en una galeota de un amigo del Bokarí.

Llegamos al fin á Tlencen.

El Bokarí, bajo pretesto de mostrar á mi padre el Palacio-de-Rubíes, logró que le recibiese en su alcázar.

Maravilló tanto á mi padre la riqueza de la obra que habia pintado el Bokarí, que no teniendo tesoros bastantes para realizarla, quiso al menos que en su alcázar hiciese algunas habitaciones semejantes el Bokarí.

Pasó algun tiempo.

El Bokarí iba todos los dias á los alcázares de mi padre á labrar las nuevas habitaciones.

Mi padre habia llegado á tenerle ya amor.

Atrevióse al fin un dia á decirle el Bokarí:

– ¿Dónde quieres que ponga esta inscripcion que acabo de labrar?

La inscripcion á que el Bokarí se referia era mi nombre.

– ¡Leila-Radhyah! esclamó mi padre demudado: ¿quién te ha dicho su nombre?

– Es el de una dama muy hermosa que yo conozco, dijo el Bokarí.

– ¿Y qué edad tiene esa dama?

– Diez y siete años.

Creció la palidez de Al-Mostansir.

– ¿Y dónde has conocido á esa dama?

– En Córdoba: es cautiva de un valiente walí.

– ¡Ah! dijo mi padre; ¿no mas que cautiva?

– Poderoso rey, dijo el Bokarí, la cautiva ama á su señor.

– ¿Y su señor la ama á ella?

– Se ha casado con otra.

– ¿Cómo se llama ese walí, que se casa con una muger teniendo en su poder otra que se llama Leila-Radhyah?

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