Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes

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– De uno que me persigue, que salió de la cueva por donde llegué hasta tí rozando mi rostro con sus alas.

– Era Abu-al-Abu, á quien yo solté para que volase, como todas las noches, fuera del subterráneo.

– Ese buho me predice una desgracia horrible.

– Pero esa desgracia no será la muerte de Bekralbayda, yo te lo juro; te lo juro por el Dios Altísimo y Unico.

– ¿Pero esta horrible traicion?..

– ¿Cómo has venido á mi asilo, al asilo donde he estado oculta desde que eres rey de Granada? ¿te lo ha revelado á caso el alcaide de los eunucos?

– No, no, Dios es el que me ha traido junto á ti: pero el tiempo vuela…

– Empieza ahora la noche, y hasta que medie, Wadah no irá al alcázar que has construido para Bekralbayda. Pero es necesario que me lleves á él; que me ocultes; que te apoderes del alcaide de los eunucos para que no pueda revelar nada.

– ¿Y quién introducirá á Wadah en el Mirador de la sultana?

– Yshac-el-Rumi.

– ¡Yshac-el-Rumi!..

– Sí, sí, pero vamos, rey mio, vamos y tú mismo sabrás, tú mismo verás lo horrible del ódio de Wadah: tú sabrás en lo que consiste su locura: tú sabrás que tu Leila-Radhyah, tu sultana, es digna de tí. Ven.

– Sí, sí, vamos, dijo el rey.

Leila-Radhyah se envolvió en su albornoz, se asió al brazo del rey, y ambos, siguiendo la ladera de la montaña, se encaminaron á la Colina Roja.

III

DE CÓMO LA SULTANA WADAH CREYÓ EN LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS

Arrojaba la luna su blanca luz sobre la Colina Roja.

Solo se veian los paredones en construccion, los andamios, el Mirador de la sultana, que se levantaba silencioso al norte, y los guardas que vagaban entre las obras, cantando para no dormirse.

En el vestíbulo del Mirador de la sultana, apoyado en una columna, se veia un moro envuelto en un alquicel blanco.

Aquel hombre esperaba sin duda, porque miraba de tiempo en tiempo con impaciencia á la desembocadura de un callejon formado por dos trozos de muralla en construccion.

Al cabo aquella sombra blanca se afirmó sobre los piés, y salió al encuentro de dos sombras que desembocaban por el callejon.

Era la una una muger; la otra un hombre.

Al salir el que esperaba al encuentro de los dos que venian, retrocedió.

– Tú no eres el alcaide, dijo al hombre.

– Yo soy el rey, dijo Al-Hhamar con voz tonante.

– ¡El rey! esclamó el que les habia salido al encuentro.

– Y se inclinó profundamente.

– Levántate y llévame á donde llevarias á esta dama si la hubiera traido el alcaide.

– ¡Señor! murmuró aterrado el moro.

– Levántate y guia, añadió con acento de amenaza el rey.

El moro se levantó, se encaminó al vestíbulo, torció á la derecha, abrió un pequeño postigo y entró por él.

– Esto está oscuro, dijo el rey.

– Así me han mandado tenerlo, señor.

– Busca una luz…

El moro obedeció, y volvió con una lámpara de los guardas.

Subieron por unas escaleras, atravesaron una galería y entraron en un precioso retrete.

– Cierra esa puerta, dijo el rey al moro.

El moro cerró.

– Descúbrete, le dijo el rey Nazar.

El moro echó atrás la capucha de su albornoz con la que hasta entonces habia tenido cubierta la cabeza.

– ¡Ah! ¡eres mi walí Aliathar! ¡mi bravo africano! ¡el walí de la guarda de este alcázar en quien yo depositaba mi entera confianza! ¡y te has atrevido á hacerme traicion!

El walí cayó de rodillas.

– No quiero saber el precio en que me has vendido: solo quiero que obres como si no me hubieras encontrado, y te perdono.

– ¡Ah, poderoso señor!

– Que nadie sepa que yo estoy aquí.

– ¡Ah, señor!

– Cumple fielmente con lo que te han encargado aquellos á quien te has vendido.

– Solo tengo que esperar á la media noche á que se presenten un hombre y una muger para introducirlos aquí.

– Pues bien, introdúcelos, y cuando estén dentro, no los dejes salir.

– Así lo haré, señor.

– ¿No está contigo en la guardia el walí Abd-el-Melek?

– Si señor, pero no sabe nada.

– No importa; dí al walí Abd-el-Melek, que vaya con cuarenta hombres á las Angosturas del Darro; que en el ensanchamiento donde está el primer remanso, busque la entrada de una cueva, que se oculte en ella, que prenda al hombre que entre y que le lleve á las mazmorras de la Alcazaba.

– Asi lo diré á Abd-el-Melek, magnífico señor.

– Dí á esta dama lo que tengas que decirla.

– Por esta celosía, se vé la cámara donde reposa la sultana Bekralbayda, dijo Aliathar que temblaba de terror.

En efecto, por una celosía dorada se veia una pequeña cámara octógona, donde se veia un ancho divan de brocado á la opaca luz de una lámpara.

– Por esta puerta, añadió el walí, señalando una pequeña situada en un ángulo, y por unas escaleras estrechas se baja á un alhamí que está cerrado por una puerta de cedro.

– Basta, dijo Leila-Radhyah, que permanecia encubierta: lo demás ya lo se.

El walí se inclinó profundamente.

– Oye ahora, dijo el rey, y cumple fiel lo que voy á mandarte; vé y espera á ese hombre y á esa mujer; pero en el momento que entraren, haz una señal leve: para poder percibirla, voy á trasladarme á la cámara que está sobre el vestíbulo.

– Yo sé silvar como un buho, dijo el walí.

Se estremeció el rey.

– Bien, bien, no importa, silva cuando ese hombre y esa muger hayan entrado: y no les avises, porque si no sucede aquí esta noche lo que debe suceder, te arrojo á mi verdugo para que me arroje tu cabeza.

– ¡Ah, señor!

– Y sobre todo, que Abd-el-Melek, vaya á ocultarse en la cueva del rio, y cumpla las órdenes que te he dado. Vete.

El walí salió estremecido de miedo.

– Ven conmigo, alma de mi alma, dijo el rey tomando la lámpara y asiendo de la mano á Leila-Radhyah.

Atravesó con ella un estrecho corredor, abrió una puerta y entró en un pequeño y bellísimo retrete.

– ¿Quién diria que la tosca lámpara de hierro de un guarda de las obras de mis alcázares habia de alumbrar mi felicidad?

Y dejó la lámpara sobre el alfeizar de una ventana.

Despues estremecido de pasion arrancó el albornoz á Leila-Radhyah.

– ¡Oh santo Dios de Ismael y qué hermosa me la vuelves! ¡qué hermosa y qué enamorada! añadió al ver la mirada candente, lúcida, que Leila-Radhyah posaba en sus ojos.

– ¿Te olvidas, señor, por tu pobre esclava, del motivo que nos trae aquí? dijo Leila-Radhyah, cuyas megillas cubria un leve y dulce matiz de púrpura.

– Siento que mi cabeza se desvanece: en mis oidos resuena una música regalada: la fragancia que me rodea me embriaga: ¡y es el resplandor de tu hermosura que me ciega! ¡es tu voz que resuena en mi alma! ¡es tu aliento que respiro! ¡ah! ¡y qué misericordioso y qué grande es Dios!

– ¡Oh! ¡rey, rey mio! esclamó Radhyah exhalando estas palabras entre un suspiro.

Hubo un momento de silencio.

– ¡Oh! ¡qué feliz, qué feliz soy!.. ¡la felicidad que siento, me comprime el corazon, me mata!.. esclamó Leila-Radhyah: ¡oh! ¡mi Nazar! ¡oh! ¡mi alma!

– Tu amor ha consagrado este alcázar, luz de mis ojos: esclamó el rey mirando con delicia á la princesa africana: ¡oh! ¿por qué tenemos mas en qué pensar que en nuestro amor?

– Oye, rey mio… ¿no es verdad que yo para tí no soy sultana ni esclava? ¿no es verdad que no soy para tí mas que Leila-Radhyah?

Al-Hhamar la estrechó entre sus brazos.

– Para esa infame hechicera, para esa Wadah fatal, justicia: para tí, mi noble mártir, mi amor, mi vida, mi alcázar y mi corona.

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