Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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—Esta resolución te honra —reconoció el caballero mientras le ayudaba a levantarse—. Ven —añadió, y señaló hacia la orilla.
—¿Qué te propones?
—Muchacho, no hay hierro moro que pueda resistirse al buen acero toledano —contestó el cristiano, al tiempo que le indicaba que se sentase y que con las piernas extendidas colocara los pies encadenados sobre una pequeña roca.
Hernando le vio empuñar la espada con las dos manos. No podría hacerlo; estaba herido. Aun en la penumbra, pudo leer el dolor reflejado en el rostro del caballero al alzar el arma por encima de su cabeza.
—¡Por los clavos de Jesucristo! —gritó el noble.
Hernando creyó ver sus pies libres entre las chispas que saltaron de cadena y piedra cuando el acero golpeó contra el hierro. El crujido del eslabón tajado coincidió con el alboroto que se produjo por encima de sus cabezas. Habían descubierto su fuga. El cristiano se inclinó sobre la espada, ahora clavada en la tierra, como si aquel golpe hubiera acabado con sus fuerzas.
—¡Huye! —le apremió Hernando. El caballero ni siquiera contestó. Hernando le pasó un brazo por debajo de las axilas y le acompañó hasta la Vieja. Le ayudó a subirse igual que antes, de través, como un fardo. Desató uno de los correajes y ató al cristiano a la mula. Guardó otras correas para sí—. Confía en ella —le dijo, acercándose a su oído—. Si ves que se detiene, ordénale que se dirija a Juviles. —La Vieja irguió las orejas—. Recuerda: a Juviles. ¡A Juviles, Vieja! ¡A Juviles! —Arreó a la mula golpeándole en el anca. La contempló encaminarse cauce abajo, pero sólo durante un momento: el barranco aparecía ya plagado de antorchas que descendían con extrema precaución.
Hernando se escondió entre unos matorrales mientras los berberiscos de Barrax buscaban aquí y allá sin excesivo celo, llevando con indiferencia las antorchas de un lado a otro. Los gritos del arráez resonaban por encima del barranco. Un par de soldados siguieron el curso del arroyo en la oscuridad, pero regresaron poco después. Al día siguiente retornaban a Argel, mucho más ricos de cuando desembarcaron en las costas de al-Andalus; ¿qué les importaba a ellos si Barrax había perdido a su cautivo?
Esperó a que transcurriese la mitad de la noche antes de decidirse a ascender por la senda abierta por los propios berberiscos. Con las correas que había guardado, ató los extremos sueltos de la cadena por encima de los grilletes; le rozaban y con toda seguridad le despellejarían igual que los aros de hierro de sus tobillos, pero el dolor era diferente: hasta entonces el sufrimiento le había hecho arrastrarse; ahora, apenas era una molestia que sentía en sus piernas libres.
Mientras esperaba al pie del barranco pudo oír las zambras y las fiestas en el campamento. Muchos corsarios y berberiscos, al igual que Barrax, habían decidido volver a su patria y celebraban su última noche en tierras de al-Andalus. Por su parte, los moriscos continuaban acudiendo a rendirse a don Juan de Austria y abandonaban, ya fuera a escondidas o con total descaro, las huestes musulmanas. En esta ocasión la orden del príncipe cristiano se cumplía, y hombres y mujeres eran respetados en su camino. Hasta el pequeño Yusuf le había confesado esa misma tarde su intención de escapar a la mañana siguiente para rendirse. El muchacho se había apoderado de una vieja ballesta, con la cual pretendía acudir al campamento de don Juan como exigía el bando. Aún no tenía catorce años, pero quería comparecer como un soldado más. Lo exclamó con orgullo.
Hernando forzó una sonrisa ante sus palabras.
—Yo... —titubeó Yusuf sin atreverse a mirarle al rostro—, yo...
—Di.
—¿Te parece bien? ¿Puedo?
Entonces fue Hernando quien escondió su mirada. Se le trabó la voz antes de contestar y carraspeó repetidamente.
— No tienes que pedirme permiso. Tú... — se detuvo y volvió a carraspear—, tú eres libre y no me debes nada. En todo caso soy yo quien te debe gratitud.
—Pero...
—Que Alá te proteja, Yusuf. Ve en paz.
Yusuf se acercó a él con la solemnidad que se puede esperar de un muchacho, y la mano extendida, pero terminó echándose en sus brazos. Aún ahora, Hernando sentía la entrecortada respiración del niño en su pecho.
Alcanzó la cima del barranco y se dirigió al campamento rodeando la tienda de Barrax. No necesitó tomar excesivas precauciones: la guardia estaba formada por un único berberisco que daba cabezadas, en un vano intento por mantenerse despierto. Los demás dormían la fiesta cerca de las hogueras. ¿Dónde podría encontrar a Fátima y a su madre? Tenía que recorrer el campamento, y después de sus paseos con los garzones, ¿quién no le reconocería? Vio un turbante tirado cerca de las brasas de una de las hogueras: no sabía cómo hacerse con él. Aunque el guardia estuviera dormitando, seguro que se daba cuenta de alguien que merodeara entre sus compañeros; nada se movía y el fulgor de las antorchas que iluminaban el campamento le delataría. Recorrió el lugar con la mirada hasta... ¡No!
Las piernas le flaquearon y cayó de rodillas mientras un sudor frío asolaba todo su cuerpo. Vomitó. Vomitó por segunda vez y su estomago le pidió una tercera y una cuarta, pero ya no tenía más que echar y las arcadas le desgarraron. Luego volvió a mirar hacia la entrada de la tienda de Barrax: ensartada en la misma pica de la que el arráez había ordenado colgar las espadas aparecía la cabeza degollada de Yusuf; le habían arrancado la nariz y las orejas, y las habían clavado debajo de la testa, en línea: primero una oreja, luego la otra y al final lo que debió ser la nariz del muchacho. Le asaltó otra arcada, pero en esta ocasión no dejó de mirar. Imaginó al inmenso arráez sobre Yusuf arrancándole nariz y orejas a dentelladas. ¡Cuántas veces había amenazado con ello! Sólo podía haber sido por su causa. Habrían culpado al muchacho de su fuga; la falta de la Vieja... Él era quien se ocupaba de los animales. Buscó la cabeza de Ubaid, pero no la encontró. Sin duda, el arriero debió de ser más listo y habría huido. Miró otra vez hacia los restos de Yusuf, testigos de la crueldad del corsario. Se levantó y desenvainó el alfanje.
Con sumo sigilo recorrió el lindero de la cumbre del barranco hasta colocarse a espaldas del berberisco que montaba guardia. «De poco te servirá ese viejo alfanje si no aprendes a empuñarlo con fuerza», le había dicho aquel jenízaro. Si fallaba, volvería a caer en poder de Barrax. Apretó los dedos sobre la empuñadura y tensó todos los músculos antes de descargar con fuerza el alfanje justo en la nuca del soldado. Sólo se escuchó el silbar del arma en el aire y el sordo golpear del hombre al caer a tierra con la cabeza colgando. Luego cruzó el campamento, sin preocuparse de los berberiscos que dormían, las mandíbulas apretadas, los músculos en tensión y la mirada clavada en la entrada de la tienda del arráez. Apartó la lona y entró. Barrax dormía en el suelo, sobre su jergón. Hernando esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra y se dirigió a él. Alzó el alfanje por encima de su cabeza; los dedos le dolían, los músculos de sus brazos y su espalda pugnaban por reventar. ¡Ahí estaba! ¡Indefenso! Su cuello era mucho más grueso que el del guardia al que no había logrado decapitar por completo. Fue a descargar el golpe, pero algo le detuvo y dejó el arma en alto. ¿Por qué no? ¡El corsario sabría quién iba a poner fin a su vida! ¡Se lo debía a Yusuf! Con uno de sus pies sacudió las costillas de Barrax. El corsario masculló algo, se removió y siguió durmiendo. Lo siguiente fue una fuerte patada en su costado. Barrax se incorporó confundido y Hernando se concedió unos instantes, los suficientes para que le viese, los suficientes para que alzase la mirada al alfanje, los suficientes para que después la bajase hasta sus ojos. El arráez abrió la boca para gritar y el alfanje voló hacia su cuello. De un solo tajo le cercenó la cabeza.
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