Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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—Son ojos de cristiano —dijo, inspeccionando después su aspecto harapiento—. Déjame libre. Te recompensaré.
Si lo hiciera, ¿adónde iría?, pensó Hernando mirando la sombra del berberisco que permanentemente montaba guardia ante la tienda.
—¿Cómo te llamas? —se limitó a contestarle.
El noble volvió a fijar su mirada en los ojos azules de Hernando.
—No cargaré en mi familia el deshonor de morir en la tienda de un corsario renegado, ni en mi príncipe la preocupación por mi cautiverio.
—Si no dices quién eres, no podrán rescatarte.
—Si sobrevivo, ya habrá tiempo para ello. Soy consciente de que valgo mucho dinero, pero si muero aquí, prefiero hacerlo en la ignorancia de los míos.
Hernando leyó la inscripción que constaba en uno de los lados de la achatada hoja hexagonal de la larga y pesada espada bastarda de seis mesas del noble, colgada en el poste de la entrada de la tienda junto al alfanje de Hamid, allí donde día y noche montaba guardia un soldado. Desde que Barrax trajera al cristiano herido, tuvo que dormir en la tienda del arráez al cuidado del caballero. La primera noche, el corsario le sorprendió mirando de reojo hacia el alfanje, en una esquina de la tienda. Barrax se dirigió al alfanje, lo cogió y lo colgó en aquel madero junto a la espada del caballero. El berberisco de guardia le observó sin decir palabra.
—Si quieres morir —advirtió entonces a Hernando—, sólo tienes que empuñar una de ellas.
Desde aquel momento, siempre que entraba en la tienda, Barrax desviaba la mirada hacia el poste y el berberisco de guardia dormía apoyado en las armas.
«No me saques sin razón ni me metas sin honor», rezaba la espada del noble. Hernando desvió la mirada al rostro del caballero, que en aquel momento dormía. ¿Y qué razón tenían los españoles para desenvainar sus armas? Vulneraron el tratado de paz suscrito por sus reyes cuando la rendición de Granada. Ellos, los moriscos, también eran súbditos del rey cristiano. Lo habían sido durante años, pagando más diezmos a los señores de los que satisfacía cristiano alguno; escarnecidos y odiados, se habían dedicado a trabajar en paz, por sus familias, unas tierras ásperas y desagradecidas que eran suyas desde tiempos inmemoriales. Simplemente eran musulmanes, ¡pero eso ya lo sabían los reyes Isabel y Fernando el día en que les prometieron la paz! ¿Qué paz era aquélla de la que pretendieron disfrutar? Con la sublevación, las tierras del Rey Prudente se hallaban inundadas de esclavas moriscas. Los mercaderes negociaban esclavos moriscos a bajo precio en toda España. Millares de personas, súbditas del mismo rey, bautizadas a la fuerza, fueron esclavizadas. ¡El mismo rey! Decían que en las Indias, también bajo el imperio de aquel monarca, sus habitantes, también bautizados a la fuerza, no podían ser esclavizados. Entonces, ¿por qué razón podían serlo ellos? ¿Por qué la Iglesia no defendía igual a esos dos pueblos, siervos del mismo rey? Se decía que los habitantes de las Indias comían carne humana, adoraban ídolos y atendían a sus chamanes, y sin embargo los reyes los habían eximido de la esclavitud. Por el contrario, los musulmanes creían en el mismo Dios de Abraham que los cristianos, no comían carne humana ni adoraban ídolos, y a pesar de haber sido bautizados y de ser obligados a vivir en la misma fe... ¡podían ser esclavizados!
Él también era esclavo. ¡Ahora por ser cristiano! ¿Qué locura era aquélla? Para unos no era más que un morisco al que ejecutarían como hacían con todos los mayores de doce años; para otros era un cristiano que remaría de por vida en un barco corsario... si es que antes no le mataban. Y si se prestaba a profesar la fe musulmana, ¡la suya!, entonces se convertiría en el garzón de un renegado. ¡Él que sí que había nacido musulmán! ¿O pesaba algo la sangre cristiana que corría por sus venas? Aquel caballero sería rescatado por un puñado de monedas de oro que enriquecerían al renegado. El corsario regresaría rico a Argel, y el otro a sus tierras para volver a luchar contra los moriscos, para continuar esclavizándolos.
21
Bando en favor de los que se redujesen
Habiendo entendido el Rey mi señor que la mayor parte de los moriscos de este reino de Granada que se han rebelado fueron movidos, no por su voluntad, sino compelidos y apremiados, engañados e inducidos por algunos principales autores y movedores, cabezas y caudillos, que han andado y andan entre ellos; los cuales por sus fines particulares, y por gozar y ayudarse de las haciendas de la gente común del pueblo, y no para hacerles beneficio alguno, procuraron que se alzasen; y habiendo mandado juntar algún número de gente de guerra para castigarlos, como lo merecían sus culpas y delitos, y tomándoles los lugares que tenían en el río de Almanzora y sierra de Filabres y en la Alpujarra, con muerte y cautiverio de muchos de ellos, y reduciéndolos, como se han reducido, a andar perdidos y descarriados por las montañas, viviendo como bestias salvajes en las cavernas y cuevas y en las selvas, padeciendo extrema necesidad; movido por esto a piedad, virtud muy propia de su real condición, y queriendo usar con ellos de clemencia, acordándose que son sus súbditos y vasallos, y enterneciéndose de saber las violencias, fuerzas de mujeres, derramamiento de sangre, robos y otros grandes males que la gente de guerra usa con ellos, sin se poder excusar, nos dio comisión para que en su nombre pudiésemos usar de su real clemencia con ellos, y admitirlos debajo de su real mando en la forma siguiente:
Prométase a todos los moriscos que se hallaren rebelados fuera de la obediencia y gracia de Su Majestad, así hombres como mujeres, de cualquier calidad, grado y condición que sean, que si dentro de veinte días, contados desde el día de la data de este bando, vinieren a rendirse y a poner sus personas en manos de Su Majestad, y del señor don Juan de Austria en su nombre, se les hará merced de las vidas, y mandará oír y hacer justicia a los que después quisieran probar las violencias y opresiones que habían recibido para se levantar; y usará con ellos en lo restante de su acostumbrada clemencia, así con los tales, como con los que, demás de venirse a rendir, hicieren algún servicio particular, como será degollar o traer cautivos turcos o moros berberiscos de los que andan con los rebeldes, y de los otros naturales del reino que han sido capitanes y caudillos del rebelión, y que obstinados en ella, no quieren gozar de la gracia y merced que Su Majestad les manda hacer.
Otrosí: a todos los que fueren de quince años arriba y de cincuenta abajo, y vinieren dentro del dicho término a rendirse y trajeren a poder de los ministros de Su Majestad cada uno una escopeta o ballesta con sus aderezos, se les concede las vidas y que no puedan ser tomados por esclavos, y que además de esto puedan señalar para que sean libres dos personas de las que consigo trajeren, como sean padre o madre, hijos o mujer o hermanos; los cuales tampoco serán esclavos, sino que quedarán en su primera libertad y arbitrio, con apercibimiento que los que no quisieren gozar de esta gracia y merced, ningún hombre de catorce años arriba será admitido a ningún partido; antes todos pasarán por el rigor de la muerte, sin tener de ellos ninguna piedad ni misericordia.
El bando dictado por don Juan de Austria en abril de 1570 corrió de mano en mano por las Alpujarras. Los cristianos lo tradujeron al árabe e hicieron copias que repartieron a través de espías y mercaderes, y que en unos casos fueron recitadas discretamente por quienes sabían leer, lejos de monfíes, jenízaros o berberiscos; en otros se cantaron como si de un pregón se tratara. El príncipe también decretó que nadie, bajo severas penas, osara detener, robar o maltratar a morisco alguno que acudiera a rendirse, como había sucedido en anteriores ocasiones.
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