Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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Hernando fue llamado con urgencia a la tienda del arráez.

—Cúralo —le ordenó Barrax tal como entró en ella—. El manco me ha dicho que entendías de pócimas.

Hernando observó al hombre tumbado a los pies de Barrax: el velmez, sudado y grisáceo, mostraba una gran mancha de sangre en uno de sus costados; su respiración era irregular; su musculatura estaba contraída por el dolor y su rostro, enmarcado por una cuidada barba negra, aparecía crispado. Contaría unos veinticinco años, calculó antes de desviar la mirada hacia la brillante y labrada armadura del cristiano herido, amontonada a su lado.

—Es milanesa —apuntó entonces Barrax, recogiendo la celada y examinándola con detenimiento—. Fabricada cerca de donde nací, probablemente en el taller de los Negrolis. Un caballero próximo a ese bastardo infante cristiano, que lleva una armadura como ésta —añadió lanzando la celada—, comportará un rescate superior a todo el botín que llevamos hecho hasta el momento. No hay ninguna inscripción en la armadura, entérate de cómo se llama y de quién es este noble.

—Sólo he curado mulas —trató de excusarse Hernando.

—En tal caso, más fácil te será con un perro. Has tomado tu decisión, nazareno. Te lo advertí. No has querido renegar. Si muere, le acompañarás a la tumba; si vive, remarás como galeote en mi barco. Palabra de Barrax.

Luego le dejó a solas con el cristiano.

El caballero había sido herido por el propio Barrax en el camino de acceso a Serón mientras trataba de proteger a los soldados que huían en desbandada. Centenares de cristianos muertos quedaron en caminos y barrancos hasta que algunos días después don Juan pudo enterrarlos, pero al noble cautivo lo montaron como un saco en uno de los caballos y se lo llevaron al campamento.

Se arrodilló junto al caballero para examinar el alcance de la herida. ¿Qué iba a hacer? Trató de desgarrar con cuidado el velmez que vestía el caballero, acolchado con varias capas de algodón para protegerle del roce de la armadura. Él no había curado nunca a un hombre...

—Te ha llamado nazareno.

Las palabras, articuladas con dificultad, le sorprendieron con la tela del velmez entre los dedos.

—¿Entiendes el árabe? —le preguntó Hernando en castellano.

—También ha dicho que no hab... que no habías renegado.

Le faltaba el aire. Trató de incorporarse y de la herida manó un chorretón de sangre que empapó los dedos de Hernando.

—Calla. No te muevas. Debes vivir.

«Barrax cumple su palabra», murmuró para sí.

—Por Dios y la santísima Virgen... —boqueó el caballero—. Por los clavos de Jesucristo, si eres cristiano, libérame.

¿Era cristiano?

— No serías capaz de dar dos pasos —contestó el muchacho alejando aquel pensamiento—. Además, hay miles de soldados moriscos acampados aquí, ¿adónde irías? Guarda silencio mientras te examino.

La herida parecía bastante profunda. ¿Habría afectado a los pulmones? ¡Qué sabía él! Volvió a explorarla; luego hizo lo propio con el rostro del caballero. No había escupido sangre. ¿Y? ¿Qué significado podría tener que no escupiera sangre? Lo único que sabía con certeza era que si moría, él iría detrás. Lo había percibido en la actitud de Barrax, muy diferente a como le trataba mientras le pretendía, similar ahora a la que adoptaba al dirigirse a Ubaid o a cualquiera de sus hombres. El arráez, como la mayoría de los berberiscos y jenízaros, estaba preocupado por la marcha de la guerra. Y si no moría... remaría de por vida como galeote en El Caballo Veloz. ¿Quién iba a pagar un solo maravedí de rescate por un cristiano que en realidad era musulmán? Tocó la frente del noble: estaba caliente; la herida se había infectado. Eso sí que era igual que con las mulas. Tenía que cortar la infección y la hemorragia. Las posibles heridas internas del cuerpo...

Necesitaba cuernos. Llamó a Yusuf.

—Di al arráez que necesito dos o tres cuernos, preferentemente de ciervo, un mazo, una cazuela y lo necesario para hacer fuego...

—¿De dónde sacamos cuernos? —le interrumpió el chico.

—De los arcabuceros. Muchos de ellos guardan la pólvora fina de la cazoleta en cuernos. También necesitaré una lámina de cobre, vendas, agua fresca y trapos. ¡Corre!

Hernando empezó a triturar a golpes de mazo el extremo de uno de los tres cuernos que le proporcionó Yusuf.

—Barrax me ha dicho que me quede contigo y que te ayude aclaró el muchacho cuando Hernando se volvió hacia él.

—Entonces, continúa tú con los cuernos. Debes pulverizar sus puntas.

Yusuf empezó a martillear y él desnudó al caballero, ya semiinconsciente, y le limpió la herida con agua fresca. También le colocó trapos empapados sobre la frente. Luego, una vez que Yusuf hubo terminado de machacar las puntas de los cuernos, calcinó el polvo en la cazuela y aplicó las cenizas sobre la herida. El caballero se quejó. Tapó la herida impregnada en cenizas con la lámina de cobre y colocó una venda.

¿A qué Dios debía de encomendarse a partir de entonces?

Brahim había enloquecido por Fátima. No le permitía abandonar el chamizo que ordenó que le levantaran en el campamento para ellos dos, e incluso faltaba a sus obligaciones para con el rey por estar con ella; Aisha, sus hijos y Humam se refugiaban bajo unos ramajes al lado de la choza. Fátima se mostraba indiferente cuando Brahim acudía a ella. El arriero la golpeaba, furioso ante el desprecio, y ella se sometía. La obligaba a acariciarlo, y ella lo hacía hasta que Brahim llegaba al éxtasis, pero éste sólo encontraba desdén en sus grandes ojos negros almendrados. Obedecía. Se entregaba a él, y en cada ocasión en que el arriero no conseguía más que la pasividad de su cuerpo, la muchacha obtenía una pequeña venganza, satisfacción que no obstante se desvanecía paulatinamente a medida que transcurrían los eternos días en que se hallaba recluida en el chamizo.

Una noche, Brahim apareció con Humam berreando, colgando de su mano derecha como si de un fardo se tratase.

—Le mataré si no cambias de actitud —la amenazó.

A partir de esa noche, siempre con Humam junto a ellos, para que su madre no olvidara lo que le sucedería al pequeño si no le satisfacía, Fátima recreó cuanto había aprendido de su madre y de las demás moriscas sobre el arte del amor, tratando de recordar aquello que le complacía a su esposo y cuantos comentarios intercambiaban las mujeres acerca de cómo satisfacer a sus hombres. Una y otra vez simuló el placer que hasta entonces le había negado. Luego Brahim la dejaba, llevándose consigo a Humam. La mayor parte del tiempo que pasaba en el chamizo, sola, lo dedicaba a rezar y a observar a Aisha y a su hijo a través de los resquicios del chamizo, llorando y acariciando la mano de Fátima que pendía de su cuello, esperando el momento en que tenía que amamantar al pequeño ,único momento en que su esposo le permitía estar con él. Brahim pretendía tenerla apartada de todo, incluso de su hijo.

Entretanto, en el otro extremo del campamento de Aben Aboo, del que iban y venían los moriscos para escaramucear con las tronas del duque de Sesa, Hernando trataba de salvar la vida del cristiano. .. Y la suya. Durante unos días, el caballero permaneció en la semiinconsciencia, luchando contra la infección. En los momentos en que despertaba y que Hernando aprovechaba para darle de beber algún caldo, rezaba y se encomendaba a Jesucristo y a la Virgen. En alguna ocasión le pidió que rezase con él, negándose a tomar alimento hasta que lo hiciese, y el muchacho accedía y rezaba mientras se empeñaba en introducir el caldo, que acababa chorreando por la barba del caballero. En otra ocasión de mayor lucidez, el hombre clavó su mirada en los ojos azules de Hernando.

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