Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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El sol superaba el mediodía cuando el grupo de Hernando llegó al campamento de don Juan de Austria. A un cuarto de legua de su destino, las mujeres empezaron a descubrirse cabezas y rostros y a esconder entre sus ropas las joyas prohibidas. En un gran llano a las afueras del Padul, los moriscos eran recibidos por varias compañías de soldados.
—¡Rendid vuestras armas! —gritaban mientras les obligaban a formar en filas—. ¡Aquel que alce un arcabuz, una ballesta o empuñe una espada, morirá en el acto!
En la cabecera de cada una de aquellas largas filas, una serie de escribanos, sentados detrás de unas mesas que desentonaban en el campo, tomaba nota de los datos personales de los moriscos y de las armas que entregaban; la espera era interminable debido a la indolencia y lentitud con que los escribanos cumplían con su tarea. A su lado, otro ejército, éste de sacerdotes, rezaba alrededor de los moriscos, exigiéndoles que se sumasen a sus oraciones, se santiguasen o se postrasen ante los crucifijos que les mostraban. De las filas se alzaban los mismos tediosos e ininteligibles murmullos que durante años se habían podido escuchar en las iglesias de las Alpujarras y con los que los moriscos respondían a los requerimientos de los sacerdotes.
—¿Qué llevas ahí? —le exigió a Hernando un soldado con la cruz roja de san Andrés de los tercios bordada en su uniforme, señalando la bolsa que portaba en la mano derecha.
—No es... —empezó a decir Hernando abriéndola e introduciendo la otra mano con indolencia.
—¡Santiago! —gritó el soldado desenvainando su espada ante lo que le pareció una actitud sospechosa.
Rápidamente varios soldados acudieron a la llamada de su compañero mientras los moriscos se apartaban de Hernando, Aisha y Musa, que al instante se encontraron rodeados de hombres armados. Hernando seguía con la mano en el interior de la bolsa.
—No escondo arma alguna —intentó tranquilizar a los soldados, empezando a extraer, lentamente, la cabeza del arráez—. ¡Esto es lo que queda de Barrax! —gritó mostrándola agarrada del cabello—. ¡El capitán corsario!
Los murmullos se extendieron incluso por las filas moriscas. Uno de los soldados veteranos ordenó a un bisoño que fuera en busca del cabo o del sargento mientras otros soldados y sacerdotes se sumaban al corro alrededor del muchacho y sus acompañantes. Todos sabían quién era Barrax.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó un cabo que se abrió paso entre la gente y que sonrió al ver la cabeza del corsario.
—¡Hernando Ruiz! —se oyó al otro lado del corro antes de que éste pudiera contestar.
El muchacho se volvió sorprendido. Aquella voz... ¡Andrés, el sacristán de Juviles! El sacristán también se había introducido en el grupo acompañado de dos sacerdotes y se dirigió directamente hacia Aisha, a la que abofeteó nada más tenerla delante. Hernando dejó caer la cabeza de Barrax e hizo ademán de saltar hacia el sacristán, pero el cabo le detuvo.
—¿Qué sucede? —Se extrañó el soldado—. ¿A qué viene...?
—Esta mujer asesinó a don Martín, el párroco de Juviles—chilló el sacristán con los ojos inyectados en sangre. Entonces hizo ademán de abofetear de nuevo a Aisha.
Hernando notó que le cedían las piernas al recordar a su madre acuchillando al cura. Nunca previo que se encontrarían con alguien de Juviles, y menos aún con Andrés. El cabo agarró el brazo del sacristán y le impidió golpear a Aisha.
—¿Cómo te atreves...? —saltó uno de los sacerdotes en defensa del sacristán.
Las órdenes del príncipe eran tajantes: no debía hacerse nada que pudiera suscitar la sublevación de los moriscos.
—Don Juan —arguyó el cabo— ha prometido el perdón a cuantos moriscos se rindan, y nadie va a ir en contra de su decisión. Este muchacho —añadió— viene a entregar sus armas y... la cabeza de un capitán corsario. Los únicos que no gozan del favor ni del perdón del príncipe son los turcos y berberiscos.
—¡Ella asesinó a un hombre de Dios! —replicó el otro sacerdote mientras zarandeaba a Aisha del brazo.
—Parece que también han matado a un sanguinario enemigo del rey. ¿Ella viene contigo? —añadió.
—Sí. Es mi madre.
—¡Claro! —Explotó de nuevo Andrés escupiendo sus palabras contra Aisha—. No podías volver con tu esposo, ¿eh? Cuando le reconocí en una de las filas con otra mujer..., ¡juró que habías muerto! Por eso has tenido que volver con tu hijo y con el triunfo de un corsario para ganar la libertad...
—La libertad se la concede el príncipe —saltó el cabo—. Os prohíbo —advirtió a los sacerdotes— que toméis medida alguna contra esta mujer. Si tenéis algo que decir o reclamar, dirigíos a don Juan de Austria.
—¡Lo haremos! —chilló el primer sacerdote—. Contra ella y contra su esposo, que ha mentido. —El cabo se encogió de hombros—. Acompáñanos a buscar a su esposo —le exigió el sacerdote.
—Tengo cosas que hacer —se excusó éste al tiempo que recogía del suelo la cabeza de Barrax—. Acompañadlos —ordenó a una pareja de sus hombres—, y cuidad de que se cumplan las órdenes del príncipe.
¡Iban en busca de Brahim! Hernando ni siquiera prestó atención a los moriscos por los que se entremetieron siguiendo al sacristán. Tampoco lo hizo a los comentarios que saltaban a su paso; el suceso de la cabeza del capitán corsario había corrido de boca en boca. ¡Iban en busca de Brahim... y de Fátima!
—¡Allí está! —El grito de Andrés, señalando la mesa de un escribano, le devolvió a la realidad justo cuando su estómago se empezaba a encoger al imaginarse a Fátima en manos de su padrastro—. ¡José Ruiz! —rugió el sacristán apresurándose hacia el escritorio. El escribano dejó de escribir en su libro y alzó la mirada hacia el grupo que se acercaba a ellos—. ¿No me juraste que tu esposa había muerto?
Brahim palideció al ver a su hijastro y Aisha, a Musa, a los dos soldados, a unos sacerdotes y al sacristán de Juviles apresurándose hacia él. Hernando no llegó a percibir el pánico que se reflejó en el rostro de su padrastro; su mirada estaba fija en Fátima, delgada, demacrada, sus hermosos ojos negros almendrados hundidos en cuencas violáceas. La muchacha se limitó a verlos venir, impasible.
—¿A qué se debe este escándalo? —inquirió el escribano, deteniéndolos con un gesto de la mano antes de que se abalanzasen sobre el escritorio. Se trataba de un hombre enjuto, de rostro enfermizo y barba rala, al que molestó la interrupción. El sacristán se lanzó sobre Brahim, pero uno de los soldados le cortó el paso—. ¿Qué sucede aquí? —volvió a preguntar el escribano.
— ¡Este hombre me ha mentido! —soltó Andrés. El escribano le contestó con un deje de resignación, convencido de que todos ellos lo hacían—. Me juró que su esposa había muerto, pero en realidad lo que estaba era tratando de esconder a la asesina de un sacerdote —acusó tomando a Aisha del brazo y presentándola ante e l escribano.
— ¿Su esposa? Según dice él —intervino el escribano como si le costase un tremendo esfuerzo el hablar—, su esposa es esa mujer —Y señaló a Fátima.
—¡Bígamo! —clamó uno de los sacerdotes.
—¡Hereje! —vociferó el otro—. ¡Hay que denunciarle al Santo Oficio! El príncipe no puede perdonar los pecados, eso sólo corresponde a la Iglesia.
El escribano dejó caer la pluma sobre el libro y se secó la frente con un pañuelo. Tras días de trabajo y de atender a centenares de hombres y mujeres que ni siquiera hablaban aljamiado, sólo le faltaban aquellos problemas.
—¿Dónde están los alguaciles de la Suprema? —preguntó Andrés. Miró en derredor suyo e instó a los soldados a que acudieran en su busca.
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