Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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Hernando vio cómo Brahim temblaba, cada vez más pálido. Sabía lo que estaba pensando. Si le detenían y averiguaban que estaba casado con dos mujeres, la Inquisición lo encarcelaría y...

—No..., no es mi esposa —farfulló entonces Brahim.

—Aquí pone María de Terque, esposa de José Ruiz de Juviles —dijo el escribano—. Eso es lo que me has dicho.

—¡No! ¡No me has entendido! Esposa de Hernando Ruiz de Juviles. —Brahim intercaló palabras en árabe, nervioso, sin dejar de gesticular—. Eso es lo que he dicho: Hernando Ruiz, mi hijo, no José Ruiz. ¡María de Terque es la esposa de mi hijo! —gritó dirigiéndose a todos los presentes.

Hernando se quedó atónito. Fátima levantó la vista de Humam, al que acunaba ajena a cuanto sucedía a su alrededor.

—Has dicho... —insistió el escribano.

Brahim soltó una nueva retahíla de palabras en árabe. Intentó Erigirse al escribano, pero éste le interrumpió con un gesto de desdén de la mano.

—¡Entregadme vuestro libro! —exigió exaltado Andrés, en tono autoritario.

El escribano agarró el libro con ambas manos y negó con la cabeza. Luego miró la larga fila de moriscos por inscribir, que se iba ampliando paulatinamente, todos pendientes de la discusión.

—¿Cómo quieren que hagamos nuestro trabajo si sólo saben chapurrear el castellano? —se quejó. Lo último que deseaba en aquellos momentos era verse inmerso, aunque fuera como testigo, en un proceso inquisitorial; ya había tenido malas experiencias con el Santo Oficio y cualquiera que se presentase ante él... Tomó la pluma de nuevo, la mojó en tinta y corrigió su anotación en voz alta—: María de Terque, esposa de Hernando Ruiz de Juviles. Ya está. No hay más problema. Rinde tus armas —añadió dirigiéndose al recién llegado—, y dame tus datos y los de quienes te acompañan.

—Pero... —se quejó el sacristán.

—Las reclamaciones, a la Cancillería de Granada —le interrumpió el escribano sin levantar la vista del libro.

—No podéis... —empezó a intervenir uno de los sacerdotes.

—¡Sí puedo! —se adelantó el funcionario mientras tomaba nota.

Hernando susurraba los datos de su madre y de Musa, mirando de reojo hacia Fátima. La muchacha permanecía ajena a todo el alboroto, con la mirada puesta en su pequeño, al que seguía meciendo con suavidad.

—¡Os están engañando! —insistió Andrés.

—No. —En esta ocasión el escribano se enfrentó al sacristán, harto ya de sus exigencias—. No me engaña. Ahora recuerdo que ciertamente me ha dicho Hernando Ruiz, no José Ruiz —mintió—. ¿Dónde queréis vivir hasta que el príncipe decida vuestra expulsión? —les preguntó después.

—En Juviles —contestó Brahim.

—Tiene que ser en tierra llana, lejos de las sierras y de la costa —recitó irritado el escribano por enésima vez en aquella larga jornada.

—En la vega de Granada —decidió Brahim.

—Pero... —trató de intervenir el sacristán

—El siguiente —añadió con fastidio el hombre, indicándoles que se apartasen.

—Si, como dicen, han contraído matrimonio durante la sublevación, casadlos conforme a los preceptos de la Santa Madre Iglesia. —Tal fue la contestación que recibieron de boca de Juan de Soto, secretario de don Juan de Austria, el sacristán de Juviles y los dos sacerdotes que acudieron a quejarse en cuanto se alejaron de la mesa del escribano—. En lo que se refiere a la mujer —continuó el secretario, recordando la sonrisa de satisfacción de su príncipe ante la cabeza de Barrax, todavía a sus pies cuando fue a consultarle la queja—, le alcanza el perdón prometido. —Los tres hicieron amago de discutir, pero el secretario se lo impidió—: Obedeced, es la decisión del príncipe.

—No te acerques a Fátima o...

Hernando se vio sorprendido por la amenaza de Brahim unos pasos más allá de la mesa del escribano.

El muchacho se detuvo. ¡Ya no era el esclavo de un corsario! No hacía dos días que había renunciado a la libertad y arriesgado su vida para salvar a Fátima y a su madre. ¡Asesinó a tres hombres para conseguirlo! Salvo el turbante, que dejó caer en el camino, todavía vestía las ropas de algún turco.

—¿O qué? —gritó a su padrastro.

Brahim, por delante de él, se detuvo y se volvió hacia su hijastro. Hernando se encaró con el arriero. Brahim torció el gesto de la boca en una cínica sonrisa. Entonces agarró el brazo de Aisha y apretó con fuerza. Aisha resistió un instante, pero Brahim continuó apretando hasta que la mujer no pudo ocultar una mueca de dolor. Aisha no hizo ademán alguno de forcejear o apartarse de su esposo.

—¡Madre! —exclamó Hernando buscando la empuñadura de un alfanje que ya nunca llevaría. Aisha evitó cruzar la mirada con la de su hijo—. ¡Este perro hijo de puta te abandonó en Ugíjar! —gritó.

Brahim apretó con más fuerza el brazo de Aisha. Ésta seguía sin mirar a su hijo. Fátima reaccionó por primera vez y apretó a Humam contra su pecho, como si en ello le fuera la vida.

Hernando se encaró con su padrastro. En sus ojos azules brillaba una furia descontrolada. Temblaba. El odio acumulado estalló en un aullido de rabia. Brahim sonrió y retorció el brazo de su primera esposa con tanta violencia que ella no pudo evitar un gemido.

—Tú eliges, nazareno. ¿Quieres ver cómo le parto el brazo a tu madre?

Aisha sollozaba.

—¡Basta! —gritó Fátima—. Ibn Hamid, no...

Hernando dio un paso atrás, incrédulo ante la súplica muda que veía en el semblante de la muchacha, y respiró hondo para sosegar los latidos de su corazón.

Con los ojos entornados, el joven recordó el consejo de Hamid. «Usa tu inteligencia», le había dicho el alfaquí. No era el momento de dejarse llevar por las emociones... Sin decir nada, Hernando dio media vuelta y se alejó, luchando por contener las ansias de venganza.

23

Mayo de 1570

Misericordia, señor. Misericordia nos conceda vuestra alteza en nombre de Su Majestad, y perdón por nuestras culpas que conocemos haber sido graves. —Tales fueron las palabras que el Habaquí, postrado ante don Juan de Austria, pronunció en el momento de su rendición—. Estas armas y bandera rindo a Su Majestad en nombre de Aben Aboo y de todos los insurrectos cuyos poderes tengo —finalizó al tiempo que don Juan de Soto lanzaba a tierra la bandera.

Antes de que el Habaquí entrase en la tienda, el estandarte colorado de Aben Aboo con su lema bordado, «No pude desear más ni contentarme con menos», fue rendido a las compañías de infantería y caballería debidamente formadas en el campamento. Una larga salva de arcabucería acompañó los gritos de caballeros y soldados antes de las oraciones de los sacerdotes.

El Habaquí consiguió del rey el perdón para turcos y berberiscos, que quedarían en libertad para volver a sus tierras. Felipe II cedió, puesto que le urgía poner fin al conflicto para encabezar la Santa Liga propuesta por el Papa, amén del temor de que la llegada de la primavera proveyese de alimentos a los moriscos y éstos retomasen el levantamiento.

Don Juan de Austria nombró comisarios y los envió a lo largo de las Alpujarras para obtener la total rendición de los moriscos del reino de Granada. El Habaquí se encargó de lo necesario a fin de embarcar a los turcos y berberiscos en los puertos designados por el príncipe, para lo que Felipe II dispuso multitud de navíos redondos y de remos. La pacificación definitiva se señaló para el día de San Juan de 1570, fecha en que deberían haber partido todos los turcos y berberiscos de tierras del reino de Granada.

A 15 de junio se contabilizaban treinta mil moriscos rendidos. El Habaquí logró embarcar con destino a Argel a casi todos los turcos y corsarios, pero la mayoría de los berberiscos decidieron continuar luchando. Ante ello, Aben Aboo cambió de parecer y se retractó de la rendición: asesinó al Habaquí y volvió a hacerse fuerte en las sierras al mando de cerca de tres mil hombres.

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