En abril, hablas mil. En los campos hay grandes reuniones nocturnas, apenas se ven los hombres unos a otros las caras, pero se oyen las voces, sofocadas si el lugar no es de suficiente seguridad, o más sueltas y claras en descampado, en todo caso con protección de vigías, dispuestos según el arte estratégico de prevención, como quien defiende un campamento. Por esta parte es una guerra pacífica. Si en la oscuridad de la noche la guardia se aproxima, y no es ahora la simple pareja de los tiempos corrientes, vienen a docenas y a medias docenas, y hasta donde los caminos lo permiten llegan en jeeps y en furgonetas, si viniendo así se aproximan, dispuestos en línea, como quien alza la caza, retroceden los centinelas a avisar, y entonces una de dos, según, o la guardia pasa de largo, y el silencio es la mejor defensa, todos los hombres sentados o en pie, conteniendo la respiración y los pensamientos, son piedras erguidas, menhires de otros tiempos, o viene directamente la guardia hacia la reunión y entonces la consigna es dispersarse por caminos de mal piso, por ahora la guardia no tiene perros, menos mal.
A la noche siguiente continuará la conversación en el punto en que quedó, en aquel lugar o en otro, que esta paciencia es infinita. Y cuando es posible se encuentran de día, en grupos más pequeños, o van por las casas, charlan junto a la lumbre, mientras las mujeres lavan la loza calladas y los chiquillos duermen por los rincones. Y estando en la fila un hombre junto a otro hombre, la consigna dicha y oída es como el batir de un mazo en la estaca, más honda cada vez, y a la hora de comer, con la fiambrera o la marmita posada en el suelo, entre las piernas, mientras la cuchara sube y baja y la brisa va enfriando el cuerpo, vuelven las palabras a lo mismo, es un hablar pausado que dice, Hay que conseguir las ocho horas, basta ya de trabajar de sol a sol, y entonces los prudentes temen por el futuro, Qué será de nosotros si los amos no quieren darnos trabajo, pero las mujeres, que están lavando los platos de la cena mientras el fuego arde, se avergüenzan de que aquél tan prudente sea su marido y se muestran de acuerdo con el amigo que llamó a su puerta para decir, Vamos a las ocho horas, basta ya de trabajar de sol a sol, porque también ellas trabajan así, y aún más, doloridas, menstruadas, con la barriga a punto de explotar, o cuando ya alumbraron, con los senos derramando la leche que debería ser mamada, es una suerte, no se les secó, mucho se equivoca quien crea que basta alzar una bandera y decir, Vamos. Es preciso que abril sea un mes de consignas mil, porque hasta los seguros y convencidos tienen sus momentos de duda, sus agonías y desalientos, allí está la guardia, allí están los dragones de la policía política, y la negra sombra que se arrastra por el latifundio, que nunca lo abandona, no hay trabajo, y vamos nosotros, con nuestras propias manos, a despertar a la bestia que duerme, a sacudirla diciendo, Mañana sólo trabajaré ocho horas, esto no es primero de mayo, el primero de mayo es lo de menos, nadie puede obligarme a trabajar, pero si digo, Ocho horas, sólo esto y nada más, es como azuzar a un perro rabioso. Y el amigo dice, aquí sentado en el corcho, o a mi lado en la fila, o en medio de una noche tan oscura que ni puedo verle la cara, No se trata sólo de las ocho horas, vamos también a reclamar cuarenta escudos de salario, si es que no queremos morir de fatiga y de hambre, son buenas cosas para pedir y hacer, lo difícil es conseguirlas. Menos mal que siendo muchas las hablas son muchas también las voces, y de la reunión se levanta una, no es simple modo de decir, es verdad, hay voces que se ponen de pie, Qué vida es esta que llevamos, en dos años se me han muerto dos hijos de la enfermedad del hambre, y al que me queda no quiero criarlo para bestia de carga, respondedme, si yo tampoco quiero seguir siendo la bestia de carga que soy, son palabras que hieren los oídos delicados, pero aquí no los hay, aunque nadie en esta reunión quiera mirarse en ese espejo y verse metido en varales de carro con albarda y yugo, Es así desde que nacemos.
Entonces otra voz, viene de allí, sobre la sombra de la noche cae una sombra que no se sabe de dónde viene, qué idea se le ocurre, no habla de las ocho horas ni del jornal de cuarenta escudos, éstos son los asuntos para los que fue convocada la reunión, sin embargo nadie tiene valor para interrumpir, Lo que siempre han querido ellos es rebajar nuestra dignidad, y, oyéndolo, todos entienden lo que dice, ellos son la guardia, la pide, es el latifundio y su dueño Alberto o Dagoberto, el dragón y el capitán, el hambre y el hueso roto, el ansia y la quebradura, han querido humillar nuestra dignidad, pero esto no ha de seguir así, tiene que acabarse, oíd todos lo que me ocurrió a mí y a mi padre, muerto ya, fue un secreto entre los dos, pero hoy no puedo quedarme callado, si los camaradas no se convencen con este caso, ya no hay nada que hacer, estamos perdidos, una vez hace muchos años, era una noche oscura como ésta, mi padre fue conmigo, o yo fui con él, a recoger bellotas para comer, no había nada en casa, yo era ya hombre y quería casarme, llevábamos una saqueta, no gran cosa, un taleguillo, y fuimos juntos por compañía, no por la carga, y cuando ya teníamos el talego casi lleno apareció la guardia, lo mismo les ha ocurrido a otros que aquí están, no es ninguna vergüenza, recoger bellotas del suelo no es robar, y aunque lo fuese, el hambre es razón suficiente para robar, quien roba por precisión tiene cien años de perdón, bien sé que el refrán no es así, pero debía serlo, si yo soy ladrón por ir a robar unas bellotas ladrón es también el dueño de ellas, que ni ha fabricado la tierra ni plantado los árboles ni podó ni limpió, y entonces llega la guardia y dice, pero no vale la pena decir lo que dijeron porque ya ni me acuerdo, nos insultaron, parece mentira que hayamos aguantado tantas malas palabras, y cuando mi padre les pidió por amor de Dios que nos dejaran llevar unas bellotas que habíamos cogido del suelo, se echaron a reír y dijeron que estaba bien, nos podíamos quedar con las bellotas, pero con una condición, oíd todos la condición, pelearnos mi padre y yo para que ellos lo vieran, pero mi padre dijo que no iba a pegarse con su propio hijo, y yo con mi propio padre, entonces dijeron que si era así íbamos al cuartelillo, pagábamos la multa y quizá cargábamos con unos palos en las costillas, para que aprendiéramos a vivir como las personas decentes, y entonces mi padre respondió que bien, que nos pegábamos, y os pido por lo que más queráis, camaradas, que no penséis mal del pobre viejo que está muerto, Dios me perdone si estoy poniéndole una falta, pero el hambre era mucha, y entonces mi padre, fingiendo, me dio un empujón, y yo, fingiendo, me dejé caer, todo a ver si los engañábamos, creíamos nosotros, pero ellos dijeron que, o nos atizábamos de verdad, hasta hacernos daño, o íbamos presos, no sé cómo contaros el resto, mi padre estaba desesperado, se le pasó algo por la vista y me golpeó, me dolió tanto, no fue la fuerza del puñetazo, y se lo devolví de la misma manera, al cabo de un minuto estábamos los dos rodando por el suelo, los guardias se partían de risa, y una vez que puse la mano en la cara de mi padre la noté mojada, no era sudor, me dio una furia, lo agarré por los hombros y lo sacudí como si fuera mi peor enemigo, y él, desde abajo, me pegaba puñetazos en el pecho, hasta dónde llegamos, y los guardias seguían riéndose, era una noche oscura como ésta y el frío cortaba los huesos dentro de la carne, estábamos en medio del campo, no se alzaban las piedras, es posible que los hombres nazcan para esto, cuando nos dimos cuenta estábamos solos, los guardias se habían marchado, creo que por desprecio, era lo que merecíamos, y entonces mi padre se echó a llorar y yo lo calmé como si fuera un niño, y juré que nunca iba a contárselo a nadie, pero hoy no podría quedarme callado, yo no vengo por lo de las ocho horas y los cuarenta escudos, vengo porque hay que hacer algo para que no sigamos viviendo así, humillados, porque una vida así no es justa, luchar dos hombres uno contra otro, padre e hijo, y aunque no lo fueran, para diversión de la guardia, no les basta tener las armas y nosotros no, no somos hombres si esta vez no nos levantamos del suelo, y si no es por mí, sea por mi padre que está muerto y no volverá para tener otra vida, pobre viejo, y recordar que yo le pegué, y los guardias riéndose, parecían borrachos, si hubiera Dios se hubiera aparecido en aquel momento. Cuando calló esta voz se levantaron los hombres todos, no fue preciso hablar más, cada uno siguió su destino, firmes para el primero de mayo, para las ocho horas y para el jornal de cuarenta escudos, y aún hoy, pasados tantos años, no se sabe quién de ellos fue el que se peleó con su padre, cuando los dolores son muy grandes, los ojos no soportan verlos.
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