En aquella noche, que fue también de estrellas y no de luna, mientras muchas mujeres lloraban en Montemor y una más que todas, hubo gran alboroto en el puesto de guardia. Una vez más salieron las patrullas a buscar por los alrededores, entraron en casas, despertaron a la gente, anduvieron investigando el misterio de las piedras que caían sobre el tejado, ya había tejas partidas y algunos cristales, un daño para la hacienda nacional, eran guijarros de tamaño medio, quién sabe si sería venganza de los ángeles o simple travesura por aburrimiento en los miradores del cielo, que los milagros no deberían ser sólo dar vista a los ciegos y pierna a los cojos, también unas pedradas pueden tener su lugar entre los secretos del mundo y de la religión, al menos eso podría pensar Antonio Maltiempo, que para eso se quedó, para hacer el milagro, con su fuerte brazo lanza las piedras, está escondido en la parte más alta de la cuesta, en la negrísima sombra que el castillo hace, y cuando por allí avanza una patrulla, se mete en una cueva donde inmediatamente resucita, nadie lo vio, al menos en eso hemos tenido suerte. Hacia la una de la madrugada tiró la última piedra, ya tenía el brazo cansado, y se sentía tan triste como si estuviera a punto de morir. Rodeó el castillo por el sur, bajó del monte, es un hombre cansado y hambriento, y durante todo el resto de la noche, caminando junto a la carretera pero apartado de ella como vagabundo que desconfía de su propia conciencia, anduvo las cuatro leguas que lo separaban de Monte Lavre, dando a veces rodeos cuando trigales intactos le cortaban el paso, no los podía pisar, y tenía que permanecer escondido de los guardias del latifundio que andaban a la caza, y de los otros guardias, los de carabina y uniforme.
Estaba el cielo aclarándose, una lucecilla que sólo ojos expertos distinguían, cuando llegó a Monte Lavre. Atravesó el río por el vado, para que no lo viera nadie en el puente, y siguió luego el curso de agua, pegado a los sauces, hasta que empezó a subir, siempre rodeando, podía andar también la guardia por allí curándose el insomnio. Y cuando llegó junto a su casa, vio lo que ya esperaba, una luz, estaba el candil encendido, era como farolillo de pesca de bajura, el lugar donde velaba la madre del chiquillo de treinta y un años que había ido a tirar unas pedradas y volvía tarde a casa. Antonio Maltiempo saltó la cerca del huerto, a salvo ya, esta vez Faustina Maltiempo no lo oyó, estaba ocupada en lágrimas y malos pensamientos, pero oyó el ruido de la tranca de la puerta o quizá fue una vibración que le llegó al alma, Hijo mío, y se abrazaron los dos como si él regresara de grandes hechos de guerra, y sabiéndose ella dura de oído, no esperó por las preguntas y dijo, todo como quien reza una letanía, Tu padre llegó bien, Gracinda igual, y tu cuñado, y los demás, sólo tú me hiciste pasar este mal rato, y Antonio Maltiempo vuelve a abrazar a su madre, es la mejor respuesta y la mejor entendida. Entonces, desde el cuarto de al lado, a oscuras, Juan Maltiempo pregunta, y no es voz de quien acaba de despertarse, Has llegado bien, y Antonio Maltiempo responde, Bien, sí, padre. Y como ya va siendo hora de comer algo, Faustina Maltiempo enciende el fuego y pone la cafetera sobre las trébedes.
El latifundio es un mar interior. Tiene sus cardúmenes de pez menudo y comestible, sus barracudas y pirañas de mala muerte, sus animales pelágicos, leviatanes y mantas gelatinosas, animales ciegos que arrastran la barriga por el cieno y mueren en él, y también grandes anillos serpentinos de estrangulación. Es mediterránico mar, pero tiene mareas y resacas, corrientes blandas que tardan en dar la vuelta entera, y a veces rápidos que agitan la superficie, son ráfagas de viento que vienen de fuera, o desagües de inesperados flujos, mientras en la oscura profundidad se enrollan lentamente las olas arrastrando el torbellino de nutriente limo, desde cuándo dura esto. Son comparaciones que tanto sirven para mucho como para poco, decir que el latifundio es un mar, pero tendrá sus razones de fácil entendimiento, si esta agua agitamos, toda la que hay alrededor se mueve, a veces tan lejos que los ojos lo niegan, por eso sería un error llamar pantano a este mar, y aunque lo fuera, muy errado vive quien de apariencias se fía, aunque sean éstas de muerte.
Todos los días los hombres se levantan de sus camas, todas las noches se acuestan en ellas, y decir cama es decir lo que de cama hace las veces, todos los días se sientan ante el alimento o la voluntad de tenerlo suficiente, todos los días encienden y apagan una luz, bajo la rosa del sol no hay nada nuevo. Éste es el gran mar del latifundio, con sus nubes de peces de rebaño y animales de devoración, y si esto fue siempre así, no se ven razones para que deje de serlo, hasta teniendo que soportar algún cambio, basta con que la vigilancia no se distraiga, todos los días van al agua las barcazas armadas y las redes que han de pescar al pescador, Dónde has robado ese saco de bellotas, o A ver, ese haz de leña, o Qué haces aquí a estas horas, de dónde vienes y adonde vas, no es un hombre señor de poner el pie fuera del acostumbrado carril, salvo si va contratado, y en consecuencia vigilado. No obstante, cada día trae con su pena su esperanza, o será esto debilidad del narrador, que seguro que ha leído esta frase o la ha oído decir y le ha gustado, porque viniendo con la pena la esperanza, ni la pena se acaba ni la esperanza es más que eso, no usaría otras palabras el cura Agamedes, que justamente de pena y esperanza hace su modo de vida, quien crea lo contrario o es tonto o desvaría. Pero acertado será entonces decir que cada día es el día que es, más el día que fue, y que los dos juntos son el de mañana, hasta un niño debería saber estas cosas sencillas, pero hay quien cree que se pueden partir los días como se cortan cáscaras de sandía para los cerdos, cuantos más pequeños los trozos mayor la ilusión de eternidad, por eso los puercos dicen, Oh Dios de los puercos, cuándo será que matemos de una vez el hambre.
A este mar del latifundio llegan resacas, pancadas, golpes de agua, y cuanto a veces basta para derribar un muro, o simplemente saltarlo, como en Peniche supimos que ha ocurrido, que aquí se ve cómo tiene sentido el que hayamos estado hablando del mar, que Peniche es puerto de pescadores, y fuerte carcelario, pero huyeron, y de esta huida mucho se hablará en el latifundio, qué mar, qué nada, qué es esto, es tierra la mayoría de las veces seca, por eso los hombres dicen, Cuándo podremos matar la sed que tenemos, y la otra que tuvieron nuestros padres, y la que bajo esta piedra se prepara para los hijos que tendremos, si los tenemos. Llegó la noticia que no fue posible ocultar, y no faltó quien contara lo que no contaron los periódicos, sentémonos bajo este alcornoque, ésta es la información que tengo. Es la ocasión para que los milanos levanten su más alto vuelo, para que griten sobre esta inmensa tierra, quien los entendiera mucho tendría que contar, bástenos por ahora este lenguaje de los hombres. Por eso doña Clemencia puede decir al cura Agamedes, Se acabó el sosiego que jamás hubo, parece una contradicción, y pese a ello nunca esta señora habló con tanta exactitud, son los tiempos nuevos que están llegando muy de prisa, Esto parece una piedra rodando por el declive de un monte, así le respondió el cura Agamedes, porque no le gusta emplear frases propias, le ha quedado el hábito del altar, pero, en fin, tengamos nosotros la evangélica caridad de entenderlo, lo que él quiere decir en la suya es que si no se apartan del camino de la piedra sabe Dios lo que va a pasar, perdonémosle esta nueva añagaza, bien se ve que no es preciso esperar a Dios para saber lo que le ocurre a quien se queda en el camino de la piedra que rueda, ni cría musgo ni salva Lamberto.
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