Ya han empezado los gritos, Queremos trabajo, queremos trabajo, queremos trabajo, no dicen mucho más que esto, sólo aquí y allá un insulto, Ladrones, y tan bajo como si el que lo suelta se avergonzara de que los haya, y hay quien grite, Elecciones libres, de qué sirve eso ahora, pero el gran clamor asciende y sofoca lo demás, Queremos trabajo, queremos trabajo, qué mundo es este en el que hay quien de descansar hace oficio y quien no tiene trabajo ni pidiéndolo. Alguien ha dado la señal, o estaría combinado que al cabo de tantos minutos de reunión, o será que telefoneó Leandro Leandres, o el teniente Contento, o el alcalde lo ordenó por la ventana, Ahí están los perros, fuese como fuese, el caso es que la guardia montada desenvainó los sables, ay madre, qué miedo, todos horrorizados ante este valor, ante esta carga de héroes, ya me iba olvidando del sol, dio en las hojas pulidas de los sables y fue una luz divina, queda uno estremecido de emoción patriótica, a ver quién no.
Rompen los caballos al trote, que el espacio no da para caballerías más arrebatadas, y caen y se revuelcan en el suelo los que intentan escapar entre las patas y los sablazos. Puede un hombre admitir este vejamen, pero a veces no quiere, o se ciega de pronto, y entonces el mar se levanta, se levantan los brazos, las manos agarran las riendas o tiran piedras cogidas del suelo, o que en los bolsillos venían, es el derecho de quien otras armas no tiene, y desde allí atrás volarán, lo más seguro es que no hayan alcanzado a nadie, caballo o caballero, una piedra así, al azar, si es que realmente hubo piedras, cuando cae va muerta. Era una escena de batalla digna de figurar en la sala de mando o en la república de los oficiales, los caballos encabritados, la guardia imperial con los sables desenvainados, sacudiendo de plano o de filo, depende, el peonaje insurrecto retrocediendo como una marea que en seguida volvía, malditos. Ésta fue la carga del veintitrés de junio, fijaos bien en la fecha, grabadla en la memoria, niños, aunque muchas otras adornen la historia del latifundio, tan gloriosas por iguales o semejantes razones. También aquí brilló la infantería, y en especial el sargento Armamento, hombre de fe ciega y ley errada, allá va la primera ráfaga de metralleta, y otra, ambas al aire, de aviso, y cuando en el castillo se oyen los tiros, hay una alegría de palmas y vivas, aplauden todos, las suaves mozuelas del latifundio coloradas por el calor y la emoción sanguinaria, y los padres, las madres, y el ala de los enamorados estremecidos por las ganas de hacer una surtida, salir por la puerta de la Ciudad, lanza en ristre, y acabar la obra iniciada, Matadlos a todos. La tercera ráfaga es de puntería baja, ahora se ven las ventajas de haberse entrenado en tiro al blanco, deja que se levante el humo, no estuvo mal, aunque podía haber sido mejor, hay tres en el suelo, y ahora hay uno que se levanta agarrándose el brazo, tuvo suerte, el otro se arrastra y arrastra una pierna, y aquel de allá no se mueve, Es José Adelino dos Santos, es José Adelino, dice uno que es de Montemor y lo conoce. Está muerto José Adelino dos Santos, ha recibido un balazo en la cabeza y al principio ni se lo creía, sacudió la cabeza como si le hubiera picado un bicho, pero luego comprendió, Ah, malditos, me habéis matado, y cayó de espaldas, desamparado, no tenía allí a su mujer para ayudarle, le formó la sangre una almohada bajo la cabeza, una almohada roja, gracias. Vuelven a aplaudir en el castillo, adivinan que esta vez ha ido en serio, y carga la caballería, dispersa al pobre pueblo, hay que recoger el cuerpo, que nadie se acerque.
Los de Monte Lavre oyeron silbar las balas, y José Medronho sangra por la cara, tuvo suerte, fue un rasguño, pero va a quedarle la cicatriz, para el resto de su vida. Gracinda Maltiempo llora agarrada a su marido, va rondando con otra gente por las callejuelas de alrededor, oh miseria, se oye el alarido triunfante de la guardia que anda deteniendo a la gente, y de pronto apareció Leandro Leandres con otros dragones de la pide, media docena, los vio Juan Maltiempo y se puso pálido, y entonces hizo una locura, se puso en el camino del enemigo, temblando, mas no de miedo, señores, hay que saber comprender estas acciones, pero no lo vio el otro, o no lo reconoció, aunque estos ojos no sean de los que se olvidan, y cuando pasaron los dragones Juan Maltiempo no pudo contener las lágrimas, de rabia eran, y de una gran tristeza también, cuándo acabará nuestro martirio. La herida de José Medronho ya no sangra, nadie diría que por un centímetro se ha librado de que le reventaran los huesos todos de la cara, cómo estaría ahora. Sigismundo Canastro jadea, los otros están bien y Gracinda Maltiempo es una chiquilla que no puede parar de llorar, Lo vi, quedó tendido en el suelo, estaba muerto, esto es lo que ella dice, pero hay quien jura que no, que lo han llevado al hospital, no se sabe cómo, si en camilla o en brazos, a rastras no se atreverían, aunque no les faltaran ganas, Matadlos a todos, se oye gritar desde el castillo, pero hay que respetar cierta formalidades, un hombre no está muerto mientras no lo diga el médico, e incluso así. Viene ya el doctor Cordo, trae puesta su bata blanca, ojalá tenga el alma del mismo color, y cuando va a acercarse al cuerpo le sale al camino Leandro Leandres y dice con voz de urgente autoridad, Señor doctor, este hombre está herido, tiene que salir inmediatamente para Lisboa, y conviene que lo lleve usted, para mejor seguridad de su vida. Asombrémonos todos en este corro en el que estamos escuchando los relatos del latifundio al ver que el dragón Leandro Leandres se compadece de la víctima y quiere salvarla, Lléveselo, doctor, ahí viene una ambulancia, un coche, de prisa, no hay tiempo que perder, cuanto antes se lo lleven de aquí, mejor, oyéndole hablar así, tan instante, tan presuroso, cómo vamos a creer lo acontecido a Juan Maltiempo, o lo que él dice que le aconteció, cuando hace ocho años estuvo preso, en resumidas cuentas por ahí anda, no lo tratarían tan mal como dice, sólo aquel quebranto de la estatua, y la prueba es que vino de Monte Lavre a la manifestación, no ha escarmentado, suerte tuvo de que no le alcanzara la bala aquella.
Se acerca el doctor Cordo a José Adelino dos Santos y dice, Este hombre está muerto, son palabras que no deberían tener réplica, al fin y al cabo un médico se pasa tantos años estudiando que habrá aprendido al menos a distinguir a un muerto de un vivo, pero Leandro Leandres no se guía por esa cartilla, él es de otra manera sabedor de vivos y de muertos, y por vía de esa ciencia y conveniencia insiste, Doctor, mírelo bien, este hombre está herido, tiene que llevarlo a Lisboa, y hasta un niño vería que estas palabras son dichas con amenaza, pero como el médico responde, que al fin tiene el alma tan blanca como la bata que viste, y si en ella hay sangre, quién se sorprende, sangre tiene también en el alma, Yo llevo heridos, no acompaño a muertos, y Leandro Leandres pierde la serenidad, lo arrastra hacia un despacho donde no hay nadie más, Vea lo que hace si no lo lleva, será peor para usted, y el médico responde, Haga lo que quiera, yo no llevo a un hombre muerto, y dicho esto, se retiró, fue a tratar heridos que heridos eran, y no faltaban, algunos ya habían ido desde allí a la cárcel, entre ellos y los sanos pasaban de un centenar, y si José Adelino dos Santos acabó siendo llevado a Lisboa, fue comedia de la policía política, fingimiento para aparentar que se había hecho lo posible para salvarlo, todo esto son maneras de burlarse de la gente, si a José Adelino dos Santos se lo llevaron, también se llevaron a otros que fueron detenidos, y sufrieron, como sufrió Juan Maltiempo y fue contado.
Escaparon los de Monte Lavre a las patrullas que recorrían y rodeaban la ciudad, y de los que habían regresado falta uno, Antonio Maltiempo, que le dice a su padre, Me quedo en Montemor, volveré mañana, y tanto si le rogaban como si no, a todos respondía, No hay peligro, marchad tranquilos, ni él sabía qué idea tenía, era sólo la necesidad de no alejarse, y entonces por trochas viejas siguieron los demás campo a través, van a llegar cansados, tal vez más allá, si salen a la carretera, hallen quien los lleve a Monte Lavre, donde ya tienen noticia de los tiros, y véase lo que son las cosas de la naturaleza, Faustina Maltiempo oyó en cuanto llamaron a la puerta y lo entendió todo como si tuviera el oído más agudo del mundo, ella tan sorda, luego dirán que se hace la sorda adrede.
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