Aquí en Monte Lavre les salvó que los tenderos les fiaran, y también en otros lugares, pero esto tiene sus detalles en este relato, por las calles anduvo Juan Maltiempo aguantando la vergüenza de deber y no poder pagar, con su mujer Faustina llorando de miseria y de tristeza desgarrada, y ahora es él quien va de tienda en tienda dando el recado, y cuando es mal recibido, hace como que no lo nota, el padecer curtió su piel, la necesidad que allí lo lleva no es sólo la suya, Señora Graniza, el personal está luchando por las ocho horas de trabajo y los amos no quieren ceder, por eso estamos en huelga, vengo a pedirle que espere tres o cuatro semanas, que en cuanto volvamos al trabajo empezaremos a pagarle, nadie va a quedar a deberle nada, es un favor que le pedimos, y la dueña de aquella tienda, alta mujer de ojos claros y mirada oscura, pone las manos sobre el mostrador y responde, con el respeto del joven, Señor Juan Maltiempo, tan cierto como esperar yo que se acuerden de mí un día, tiene mi casa abierta, y estas palabras sibilinas son muy del gusto de la mujer, que tiene grandes parrafadas místicas y políticas con sus parroquianos y cuenta historias y casos de curas milagrosas e intercesiones, que de todo hay en el latifundio, no va a ser sólo en las ciudades. Juan Maltiempo se fue con la buena noticia y María Graniza preparó una nueva cartilla de fiados, ojalá le paguen todos, como es dos veces debido.
Despiertan las aves de madrugada y no ven a nadie trabajando. Muy cambiado veo el mundo, dice la calandria, pero el milano, que vuela alto y lentamente, grita que el mundo está mucho más cambiado de lo que cree la calandria, y no es sólo porque trabajen los hombres ocho horas justas, saber cierto es el de las hormigas, que han visto mucho y tienen buena memoria, no debe eso sorprendernos, andan siempre juntas. Qué me dice a esto, señor cura Agamedes, No sé qué decirle, señora Clemencia, adiós mundo, que va cada vez peor.
Juan Maltiempo está acostado. Hoy será el día de su muerte. Estas enfermedades de gente pobre son casi siempre indefinibles, los médicos tienen dificultades para redactar el certificado de defunción, y simplifican, en general se muere de un dolor, de un tumor, cómo se podrá traducir esto en claras nociones de clasificación nosológica, no les valió la pena pasar tantos años en la facultad. Dos meses estuvo Juan Maltiempo en el hospital de Montemor, no le sirvió de mucho, aunque no le faltaron los cuidados, hay salvaciones imposibles, lo trajeron a morir a casa, no es que sea un morir diferente, pero sin duda se va uno con otra serenidad, este olor de su propia cama, las voces de quien por la calle pasa, y el rumor del gallinero cuando por las noches se acomodan las gallinas en las varas y el gallo agita violentamente las alas, puede haber nostalgia de esto en el otro mundo.
Mientras Juan Maltiempo estuvo sufriente en el hospital, pasó las noches en claro, oía los suspiros, los gemidos, todas las aflicciones de la enfermería, sólo se quedaba dormido al llegar la madrugada. No es que ahora duerma mejor, sin embargo tiene sólo su propio dolor para atender, es una cuestión que será resuelta en la confidencia del cuerpo y del espíritu que aún aguanta, sin más testigos que la familia, e incluso éstos nada podrán entender, ya les llegará la hora, no van a quedarse en el mundo para simiente, de saber lo que es estar un hombre a solas con su muerte, sabiendo, sin que nadie se lo haya dicho, que hoy es el día. Son certezas que vienen al pensamiento cuando uno despierta de mañana muy temprano y se oye caer la lluvia, correr por los bordillos como los hilos de una fuente, de pequeños nos subíamos al travesaño interior de la puerta y, asomados al postigo, alargábamos la mano al agua que corría, así hizo Juan y otros que no lo son. Faustina duerme sobre el arca, se empeñó en hacerlo para que estuviera el marido a gusto en la cama de matrimonio, y no hay peligro de que esta mujer olvide sus obligaciones, toda la noche, dándole en ellos la luz del hogar mortecino o la lamparilla de aceite, se le ven brillar los ojos, tal vez por ser tan sorda le brillan los ojos tanto, son compensaciones. Pero si se queda dormida y Juan Maltiempo no puede soportar solo su dolor, ahí está el cordel que ata la muñeca derecha del hombre a la muñeca izquierda de la mujer, no iban a estar separados ahora, tan viejos los dos, y a la menor sacudida sale Faustina de su levísimo sueño, se levanta vestida y acude a la cama, en el silencio inmenso de su sordera agarra la mano del marido, y como nada más puede hacer le habla cariñosa, no todo el mundo puede presumir de tanto.
Hoy no es domingo, pero con esta lluvia, los campos inundados, nadie puede ir a trabajar. Juan Maltiempo va a tener a toda la familia junto a él, no son muchos, no se puede contar con aquellos que están lejos y no pueden venir, su hermana María de la Concepción, que todavía sirve en Lisboa, siempre con los mismos amos, hay fidelidades así, se les entrega oro en polvo y lo hallarán todo y tal vez acrecentado, y su hermano Anselmo, desde que se fue a vivir al norte nunca más dio noticias, quizá haya muerto, si fue delante, como Domingo en uno de aquellos años, quién lo recuerda, quién lo echó de menos. Ciertas vidas son más apagadas que otras, pero es sólo porque tenemos tantas cosas en que pensar, acabamos por no reparar en ellas y llega un día en que nos arrepentimos, Hice mal, debía haberle hecho más caso, pues sí, si se te hubiera ocurrido antes, son pequeños remordimientos que vienen y se olvidan de inmediato, menos mal. Tampoco vendrá su hija Amelia, todos sabemos que sirve desde pequeña en una casa de Montemor, mucha suerte tuvo con haberlo podido visitar en el hospital, así le hizo compañía, y menos mal que Amelia consiguió ahorrar para ponerse una dentadura postiza, es su lujo, pero la sonrisa no la salvó ya. Faltarán amigos, el compadre Tomás Espada, mucho aguantó este hombre la ausencia de su mujer Flor Martinha, nunca nadie los vio con un cordel atándoles las muñecas, hay cosas que no se ven pero existen, quizá ni ellos mismos las sepan explicar, y vendrá Sigismundo Canastro, el más viejo de todos, y Joana Canastra ayudará en lo que sea preciso, le echará una mano a Faustina, se conocen desde hace tanto tiempo que ya no precisan hablar, se quedarán mirándose una a la otra, sin llorar, Faustina no podrá y Joana nunca lo hizo, son misterios de la naturaleza, quién podrá decirnos la razón de una no poder y otra no saber. Estará también Antonio Maltiempo, mi hijo, que ahora se levanta y viene descalzo. Cómo se encuentra, padre, y yo, que sé que es hoy el día de mi muerte, respondo, Estoy bien, quién sabe si me creerá, tiene los codos apoyados en la barra de la cama, a los pies, me mira, no me ha creído, nadie convence a nadie si no está convencido, quién ha visto a este muchacho y lo ve ahora, aún está lejos de los cincuenta años y pese a eso, Francia acabó con él, todo acaba con nosotros, este dolor, esta punzada, o quizá no sea la punzada, es un dolor que está muy por debajo de ella, no sé explicarlo. Y vendrá mi yerno Manuel Espada, vendrá mi hija Gracinda, estarán aquí los dos al lado de la cama, de esta cama mía de donde alguien me sacará hoy, serán los dos hombres, tienen más fuerza, pero me lavarán las mujeres, suele ser trabajo de mujeres lavar al muerto, cuántas cosas tienen que hacer las mujeres, lo que me consuela es que no las voy a oír llorar. Y también vendrá mi nieta María Adelaida, la que tiene los ojos azules como yo, no son realmente así, para qué voy a presumir, mis ojos son como dos cenizas comparados con los de ella, quizá cuando era joven, cuando andaba por los bailes y enamoré a Faustina, cuando la robé de casa de sus padres, entonces mis ojos debían de ser tan azules como estos que acaban de entrar, La bendición, abuelo, cómo se encuentra, está mejor, y yo hago un gesto con la mano, es lo que resta de las bendiciones, ya nadie cree en ellas, pero es una costumbre, y respondo que me encuentro bien, vuelvo la cabeza hacia ella, quiero verla mejor, ay, María Adelaida, mi nieta, no es que diga estas palabras pero las pienso, me gusta verla, lleva un pañuelo en la cabeza y una chaquetita de punto, la falda está mojada, de poco le ha servido el paraguas, y de repente siento unas ganas grandes de llorar, fue María Adelaida que me cogió la mano, era como si hubiéramos cambiado los ojos, qué idea tan loca, pero un hombre que se está muriendo puede tener todas las ideas, está en su derecho, no va a tener más días para fabricar otras o repetir las antiguas, a qué hora moriré. Y ahora se acerca Faustina con el vaso de leche, va a dármela a cucharadas, hoy me era igual quedarme con hambre, iría más ligero, la leche alguien la bebería, me gustaría que me la diera mi nieta, pero no puedo pedírselo, se molestaría Faustina y no quiero darle esa tristeza en mi último día, quién la iba a consolar después, cuando ella dijera, Ay, mi pobre marido, que ni le di la leche a beber el día que murió, hasta podría guardar la abuela rencor a la nieta para el resto de su vida, quizá pueda darme la medicina dentro de un rato, como ha dicho el médico, media hora después de comer, son deseos imposibles, María Adelaida va a salir, vino sólo a saber cómo estoy, y yo estoy bien, ya vendrán la madre y el padre, y ahora salió, es aún muy niña para estos espectáculos, tiene sólo diecisiete años y unos ojos azules como los míos, creo que ya lo he dicho antes.
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