De esto saben mucho Antonio Maltiempo y Miguel Hernández, que en el intervalo se escriben, Maltiempo desde su Monte Lavre, y Hernández desde su Fuente Palmera, son cartas sencillas, con faltas de ortografía casi en cada palabra, de modo que lo que lee Hernández no es buen portugués, ni es buen español lo que Maltiempo lee, es una lengua común a ambos, la lengua del poco saber y mucho decir, y se entiende, es como si los dos estuvieran haciendo señas de un lado y otro de la frontera, por ejemplo, abrir y cerrar los brazos, que es señal inconfundible de abrazar, o llevarse la mano al corazón, que es señal de bienquerer, o sólo mirar, que es señal de descubrir, y ambos firman las cartas con la misma dificultad, la misma mano grotesca que hace de la pluma un mango de azadón, por eso les salen las letras en arranques, este que lo es, Miguel Hernández o Antonio Maltiempo. Un día, Miguel Hernández dejará de escribir, dos cartas de Antonio Maltiempo quedarán sin respuesta, a un hombre, hasta no queriéndolo, le hiere el disgusto, no es exactamente como una desgracia, no me va a quitar el apetito, éstas son cosas que se dicen para aliviar, sabe Dios si Miguel Hernández habrá muerto, o si lo habrán llevado preso como al padre de Antonio Maltiempo, quién pudiera ir a Fuente Palmera a enterarse. Durante muchos años recordará Antonio Maltiempo a Miguel Hernández, y al hablar de sus tiempos de Francia dirá, Mi amigo Miguel, y se le pone una niebla ante los ojos, se ríe para que no se note, cuenta una historia de conejos o perdices, sólo para divertir a los demás, nada de imaginación, historias ciertas, hasta que la onda de la memoria se disuelve y acomoda. Sólo en esas ocasiones tiene añoranza de Francia, de las noches de charla en el pajar, historias de andaluces y transtajanos, de Jaén y de Évora, de José Gato y Pablo el de la Carretera, y esas furiosas noches, al final del contrato, cuando iban al burdel, el robo del placer vendido, alê, alê, todavía la sangre protestaba insatisfecha, cuanto más cansados más apetecía. Salían a la calle, corridos por una algarabía extraña en una lengua que no conocían, alê négres, es lo que les pasa a estas razas morenas, todos son negros para quien ha nacido en Normandía y presume de raza pura, aunque sea una puta.
Entonces llegó un año en que Antonio Maltiempo decidió no volver más a Francia, también se le había roto la salud. A partir de ahora es otra vez conejo de latifundio, en este espino me prendo, con las uñas raspo, vuelve el buey al surco, el agua al canalón conocido, al lado de Manuel Espada y de los otros, a arrancar corcho, a segar, a podar, a cavar, a limpiar, cómo no se cansarán las personas de esta monotonía, todos los días iguales unos a otros, por lo menos en la poca comida, y el ansia de ganar algo de dinero para el día de mañana, que es la gran amenaza de estos lugares, el día de mañana, mañana también es día, como lo fue ayer, en vez de ser de alguna esperanza, aunque sólo fuese una leve brisa, si vivir es esto.
Francia está en todas partes. La heredad de Carriça está situada en Francia, no lo dice el mapa pero es verdad, y si no es Normandía es Provenza, para el caso es igual, pero no anda Miguel Hernández al lado de Antonio Maltiempo y sí Manuel Espada, su cuñado y también su amigo, aunque sean de carácter muy distinto, están los dos segando, a destajo, ya veremos cómo. Para aquí vino también Gracinda Maltiempo, grávida al fin cuando ya se creía que no iban a tener hijos, y viven los tres, durante el tiempo de la siega, en una cabaña abandonada de cultivadores, antes se acercó a limpiarla Manuel Espada para bienestar de la mujer, hacía cinco o seis años que allí no vivía nadie, estaba llena de basura, de culebras y lagartos, de todo tipo de sabandijas, y cuando lo tuvo todo a punto fue Manuel Espada a buscar una brazada de juncos que tendió en el piso para descansar, y aquello era un frescor, que ya había regado el suelo, y estuvo a punto de quedarse dormido, era una pared de adobe con cubierta de aliaga y paja que servía de tejado, y de repente le pasa una culebra por encima, tan gruesa como esta muñeca, que no es de las más delgadas. No lo llegó a saber Gracinda Maltiempo, quién sabe qué haría si lo supiera, a lo mejor no le importaba, porque las mujeres de estas tierras no se desmayan por tan poco, y cuando llegó a la cabaña la vio toda ordenada, con un camastro para el matrimonio y otro que Manuel Espada preparó para el cuñado, un saco de tabique, son las promiscuidades de estas tierras de latifundio, No proteste, padre Agamedes, por dónde ha andado usted, estos hombres no van a dormir aquí, si alguna vez se tumbaran en la cama es para no morir, y ahora sí que podemos hablar de las condiciones, son un tanto por día durante una semana, más quinientos escudos por el resto de la siega, el sábado tiene que estar todo acabado. Parece muy complicado pero es la cosa más simple que hay. Durante una semana entera Manuel Espada y Antonio Maltiempo segarán día y noche, bueno es que se entienda qué quiere decir esto, cuando estén reventados de un día entero de trabajo irán al barracón a comer y luego volverán a la tierra y trabajarán en ella, segando, no recogiendo amapolas, segando toda la noche, y cuando salga el sol irán al barracón a comer cualquier cosa, y si descansan, serán sólo diez minutos, cada uno en su camastro, roncando como fuelles, y luego se levantarán y trabajarán todo el día, y volverán para comer, no importa qué, y trabajarán toda la noche, ya sabemos que no lo van a creer, éstos no son hombres, son hombres sí señor, si fueran animales ya habrían caído rendidos, muertos, han pasado sólo tres días, son dos fantasmas que avanzan bajo la luz de la luna entre el trigal a medio segar, Crees que lo lograremos, Claro que sí, tenemos que lograrlo, y entretanto fue Gracinda Maltiempo a mondar arroz, va preñada, y cuando no pueda mondar irá al agua, y cuando no pueda ir al agua hará la comida de la cuadrilla, y cuando no pueda hacer la comida de la cuadrilla, volverá a la monda, va la barriga a flor de agua, en vez de un hijo le saldrá una rana.
Por fin acaba la siega, y acabó en el tiempo acordado, vino Gilberto y pagó, ante él estaban dos fantasmas, pero de éstos ya ha visto Gilberto muchos, y Antonio Maltiempo fue a trabajar a otro lado de esta Francia y de esta Matanza. En la cabaña de los labriegos seguirán viviendo aún Manuel Espada y su mujer Gracinda Maltiempo, hasta que le llegó el tiempo de parir. Manuel Espada fue a Monte Lavre a dejar a la mujer y volvió a la heredad de Carriça, por suerte había trabajo. Quien en todo esto no encuentre novedades necesita que le arranquen las escamas de los ojos o que le abran un agujero en la oreja, si es que no lo tiene ya y sólo los ve en las orejas de los otros.
Gracinda Maltiempo parió con dolor. Vinieron a ayudarla en el trance su madre Faustina y una Belisaria vieja, partera de oficio antiguo, responsable de algunas muertes de parto, tanto de madre como de hijo, y, para compensar, artífice de los hermosos ombligos de Monte Lavre, historia que parece de risa y no lo es, más bien debiera ser tema de investigación obstétrica, averiguar por qué artes Belisaria corta y sutura cordones umbilicales de modo que quedan luego como copas de las mil y una noches, cosa que, habiendo oportunidad y audacia, se podría comprobar comparando con los vientres descubiertos de las danzarinas moras que en noches enigmáticas van a soltarse el velo en la fuente del Amieiro. En cuanto a los dolores de Gracinda Maltiempo no fueron ni más ni menos que los comunes femeninos desde el bienaventurado pecado de Eva, bienaventurado, decimos, por el gusto anterior, parecer del que discorda, por deber de oficio y quizá también por convicción, este padre Agamedes, mantenedor del más antiguo castigo de la historia humana, conforme Jehová determinó, Parirás con dolor, y así viene ocurriendo todos los días a todas las mujeres incluso a aquellas que del dicho Jehová no conocen ni el nombre. En fin, más duraderos son los rencores de los dioses que los de los hombres. Los hombres son estos pobres diablos, capaces sí de terribles venganzas, pero a quienes una cosita de nada conmueve, y si es la hora exacta y la luz propicia, caen en brazos del enemigo llorando esa extrañísima condición de ser hombre, de ser mujer, de ser humanos. Dios, tanto da este Jehová como otro cualquiera, es quien jamás se olvida de nada, quien las hace las paga, y de ahí esa infinita exposición de sexos abiertos, dilatados, volcánicos, por donde irrumpen sucios de sangre y moco los nuevos hombres y las nuevas mujeres, tan igualitos en su miseria, tan diferentes luego de ese minuto, conforme a los brazos que los reciben, los alientos que los confortan, las ropas que los envuelven, mientras la madre recoge hacia el interior de su cuerpo esa marea de sufrimiento, mientras de su carne desgarrada dulcemente gotea la última flor de sangre, mientras la piel floja del vientre despejado se mueve lentamente y cuelga en pliegues, por este lado mío empieza a morir la juventud.
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