No siguió la charla, no interesaba ya, pero pudo el narrador decir lo que quería, éste es su privilegio, y ahora sí, ahí está Adalberto y su ejército, se paró el coche, se abren las puertas, es una invasión, un desembarco, y desde lo alto hacen grandes gestos al mayoral, pero este mayoral es un vago, un animal curtido en estas soledades, sentado estaba, sentado se queda, y por fin, mostrando ostentosamente el trabajo que esto le cuesta, se pone en pie y pega un grito, Qué pasa, y el cabo Tacabo manda tocar a la carga, al ataque, apretar el botón de las bombas, mejor es no hacer caso de estas exageraciones bélicas, qué le vamos a hacer, tienen tan pocas oportunidades, ahora ya el pastor se ha dado cuenta de todo, lo mismo le ocurrió una vez a su padre, todo en su interior es una alborada de risa, se le nota en las arruguillas de los ojos, está a punto de revolcarse en el suelo, Crees tú que se puede andar así, sin pedir permiso, la pregunta es del cabo Tacabo, que fulmina, señor de la ley y de la carabina, Multa de cinco escudos por cada oveja, hagamos cuentas, seiscientas ovejas a cinco escudos, seis veces cinco treinta, vamos a ponerle los ceros, qué broma, tres mil escudos de multa, muy caros están los pastos, y entonces dice el pastor, Hay aquí un error, las ovejas son del patrón que me está oyendo, y yo estoy en tierras que son suyas, Oh, qué has dicho, se indignó Tacabo, el número miró a las nubes, y Adalberto, mosqueado, Entonces esto es mío, Sí señor, y yo soy el mayoral de estas ovejas, estas ovejas son suyas, Musas queridas id, se ha acabado la canción.
Se retiró la fuerza a sus cuarteles, callados los tres expedicionarios, y Adalberto, llegando a casa, dio órdenes para lo del aceite, mientras el cabo Tacabo y el número guardaban las armas en el armero echando cuentas del beneficio y rezaban al arcángel San Miguel la gracia de otras aventuras de igual riesgo y provecho. Son pequeños episodios del latifundio, pero también con piedra menuda se hace un muro y con espigas sueltas la cosecha, Y este piar, qué es, Un mochuelo, en seguida empezará otro a responderle, Domingo, es el que está cerca del nido.
Porque hubiera contado Sigismundo Canastro, en su tiempo cabal, la historia del perro Constante y de la perdiz, no vayamos a creer que es el único sabedor de raros casos de caza. También Antonio Maltiempo los vivió, aparte de los que conoce de oídas, y en tal cantidad y variedad que bien podría haber sido él quien narrara el episodio señalado, cabiéndole entonces a Sigismundo Canastro la función de confirmar la veracidad de lo acontecido mediante la prueba irrefutable del sueño. Aquellos a quienes esta libertad de poner, cambiar y sacar asombre no tienen más que recordar la amplitud del latifundio, la pérdida de palabras y su hallazgo, tanto da días después como siglos, por ejemplo, estar sentado bajo un alcornoque y oír la gran conversación del tronco con su vecino, historias muy antiguas, y en verdad confusas, con la edad los alcornoques desvarían un poco, pero de eso nadie tiene la culpa, o quizá la tengamos nosotros, que no quisimos aprender estos lenguajes. Quien por tales lugares se pierde acaba por distinguir entre el paisaje y las palabras que allí están, por eso a veces tropezamos con un hombre parado en medio del campo, como si, yendo a su paso y paseo, de repente lo hubiera retenido alguien, mire, escuche esto, es cierto y seguro que está oyendo palabras, casos, sucedidos, y por pasar en el momento justo y ser él la persona esperada, se suelta el flujo aéreo y tanto puede venir el suceso magnífico del perro Constante como la verdadera demostración de la curiosidad de las liebres, explicada por Antonio Maltiempo y comprobada por todos los sueños de Sigismundo Canastro, a falta de alguien más que de sus sueños quisiera hablarnos.
Primero hay que encontrar una buena piedra plana, de un palmo de altura y lo bastante ancha para media hoja de periódico. El día no será de viento, para que no se disperse el montoncito de pimienta que, en la confusión de los títulos y de la letrilla menuda itálica y redonda, va a ser el gatillo de esta escopeta. Como todo el mundo sabe, la liebre es curiosa, Más que el gato, No hay comparación, basta decir que el gato no quiere saber nada de lo que pasa en el mundo, a él tanto le importa, mientras que la liebre no puede ver un periódico caído en una carretera sin acercarse en seguida a ver lo que pasa, y tanto es así que hay cazadores que han descubierto un sistema, se ponen acechantes tras un vallado, y cuando la liebre se acerca para enterarse de las noticias, pum, fuego sobre ella, lo malo es que el diario queda hecho trizas por el plomo y hay que ir a buscar otro, ya se ha visto algún cazador con la cartuchera llena de periódicos, hasta feo se veía, Y la pimienta, para qué es, En la pimienta, sí señor, está el secreto del arte, es necesario que no haga viento, pero esa condición vale también para cuando está el diario en la carretera, que si le da el viento y sale volando, la liebre se va, que le gusta leer las noticias con el sosiego adecuado, Muy raro me parece eso, Más raras le parecerán otras cosas que le contaré si tenemos ocasión, y entonces, armado de todo ese aparato, piedra, pimienta, periódico, es sólo esperar, y si hay que esperar mucho es que el sitio es malo para liebres, ocurre a veces, después no se vaya quejando de que no había caza, la culpa era sólo suya, pero cuando se conoce el terreno, nunca falla, en seguida aparece la primera liebre, a saltos, muerde aquí trinca allá, y de repente se queda con las orejas alzadas, ha visto el periódico, Qué hace entonces, Pobrecilla, ni desconfía, va con aquella ansia suya de saber noticias, corre hacia el periódico y empieza a leer, es una liebre feliz y contenta, no se le escapa una línea, pero acerca entonces la nariz al montoncito de pimienta y aspira, Y qué pasa entonces, Lo mismo que le ocurriría a usted si estuviese allí, estornuda, se golpea la cabeza contra la piedra y muere, Y después. Después, lo único que hay que hacer es ir a buscarla, pero, si lo prefiere, puede pasar unas horas más tarde y encontrará allí un corro de liebres, detrás de una viene otra, es lo que tienen, son muy curiosas, no pueden ver un periódico, Oiga, es verdad todo eso, pregúnteselo a quien quiera, hasta un niño de pecho sabe estas cosas.
Antonio Maltiempo no tenía escopeta, menos mal. Si la tuviera sería un vulgarísimo cazador armado en vez de ser el inventor de la pimienta de San Humberto, pero esto no significa que desdeñase el arte de la puntería, la prueba está en aquel trabuco de carga por la boca que compró un día por veinte escudos a un campesino manirroto y con el que hizo maravillas. Quien vive en la ciudad se ha criado en la desconfianza, por cualquier cosa exige pruebas y juramentos, muy mal hecho, porque debemos creer las cosas tal como nos son dichas, así fue cuando Antonio Maltiempo, ya entonces propietario del trabuco susodicho, tenía pólvora para cargarlo, pero le faltaba plomo. Era entonces la época de los conejos, conviene aclararlo para que no aparezca por ahí alguien preguntando por qué no empleaba Antonio Maltiempo el sistema de la piedra, la pimienta y el periódico, como hacía con las liebres. Sólo quienes ignoran hasta los rudimentos de las artes venatorias no saben que los conejos son animales desprovistos de la menor curiosidad, ver un diario en el suelo o una nube en lo alto, para ellos es igual, salvo que de la nube llueve y del diario no, por eso no se puede prescindir de la escopeta o del lazo o del garrote, pero ahora estamos hablando de trabucos.
No hay mayor desventura que esta de tener el cazador una buena arma, aunque sea de pedernal, pólvora en cantidad, y le falte el plomo, Y por qué no lo compró, No tenía dinero, ahí está lo malo, Y qué hizo entonces, Primero, no hice nada, luego me puse a pensar, Y descubrió algo, Descubrí, sí señor, porque pensando siempre se acaba por descubrir algo, Y cómo resolvió la dificultad, Tenía una caja de tachuelas para las botas y cargué el trabuco con ellas, Qué me dice, cargó el trabuco con tachuelas, Sí señor, acaso no me cree, Le creo, pero nunca he oído una cosa semejante, Alguna vez tendrá que empezar a creer en aquello que nunca ha oído, Cuénteme el resto, Iba ya por el campo cuando se me ocurrió una idea que casi estuvo a punto de hacerme volver atrás, Qué me dice, Es verdad, me di cuenta de que un conejo atrapado con una carga de tachuelas se convertiría en un amasijo de carne y sangre, ni se podría comer, Y entonces, Me puse a pensar de nuevo, Y se le ocurrió algo, Se me ocurrió, pensando siempre se le ocurre algo a uno, me coloqué frente a un árbol de tronco grueso que había allí y esperé, Esperó mucho, Esperé lo necesario, nunca se espera ni más ni menos, Hasta que vino el conejo, Sí señor, y así que me vio salió corriendo hacia el árbol, yo ya tenía estudiado el terreno, y cuando pasó pegado al árbol voy y disparo, Entonces no quedó hecho trizas, Hombre, para qué cree usted que había estado yo pensando tanto, las tachuelas le alcanzaron en las orejas y lo clavaron al tronco de la encina, que para más detalle era una encina, Esa sí que es buena, Es buena, sí, no tuve nada más que darle un golpe en la cerviz y sacarle las tachuelas, fíjese cómo sería que cuando me comí el conejo ya estaban las botas tachueladas.
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