José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Son seis meses de cambios, unas veces parecen pocos, otras demasiados. En el paisaje apenas se nota, salvo las variaciones de la estación, pero es asombroso ver cómo envejecieron las personas, qué viejos están estos que vienen de la prisión, qué viejos están estos que no han salido de Monte Lavre, y los chiquillos, cómo han crecido, sólo se ven con los mismos ojos Juan Maltiempo y Sigismundo Canastro, que llegó ayer y ya dice que tenemos que encontrarnos para charlar, son obstinaciones y porfías, no se le puede llevar a mal. Hay gente a la que da gusto ver, y éste es el caso de Gracinda Maltiempo, que está hecha una belleza, le sienta bien el matrimonio, es lo que dicen las comadres del bien querer y los gerifaltes del mucho codiciar, pero ahí se quedan éstos, y otras mudanzas habrá, por ejemplo, el padre Agamedes, que en el entretanto ha pasado de ser alto y flaco a ser bajo y gordo, y la lista del fiado en la tienda ha crecido enormemente, es natural cuando falta el marido. Por esa razón, llegado el momento, se fue Juan Maltiempo con la hija Amelia a los arrozales del término de Elvas, y véase cómo anda la geografía de estos labriegos, en Monte Lavre se decía que más allá era la Extremadura de España, quién sabe adonde fueron a buscar este saber universalista que no ve fronteras, y si quisiéramos razones para la excursión, son las de costumbre, mas una principal, que era la suspicacia del latifundio sobre las artes y mañas de Juan Maltiempo, preso político, Cierto es que ha salido sin juicio, pero de eso es la policía quien tiene la culpa, que no es tan buena como debería. Pasados los meses, volverá la rueda a la rodada, pero de momento es mejor que se vaya lejos, que no contamine nuestra querida tierra, y a Sigismundo Canastro díganle que no hay trabajo, que se las arregle donde quiera.

Se fue Juan Maltiempo hacia la zona de Elvas y llevó consigo a su hija Amelia, la de los malos dientes, que si los tuviera bonitos en nada desmerecía de la hermana. Dígase ahora que el infierno no está lejos. Son ciento cincuenta hombres y mujeres divididos en cinco cuadrillas, y esta condena durará dieciséis semanas, es una zafra de sarna y fiebres, un destajo de sufrimiento, mondar y plantar desde el sol que no ha nacido todavía hasta el sol que ya se ha puesto, y cuando llega la noche son ciento cincuenta fantasmas que se arrastran hasta el monte donde tienen sus barracones, hombres para aquí, mujeres para allá, pero todos por igual rascándose la sarna de los planteles anegados, todos curtiendo las fiebres del arrozal, Con azúcar, leche y arroz, más unos huevos, se hace esta delicia, el arroz dulce, María, cuántas veces tengo que decírtelo, lo quiero sueltecito, no estas gachas, se tiene que poder comer grano a grano, a ver si aprendes. Por la noche, en los aposentos, se oye el suspirar y el gemir de estos afligidos, el rascar ansioso de uñas negras y duras en la piel que sangra, mientras a otros les castañetean los dientes y miran el techo con los ojos vidriosos por la fiebre. No hay mucha diferencia entre esto y los campos de concentración, quizá se revienta menos, probablemente debido a la mucha caridad cristiana y correlativo interés que hace que los amos, casi todos los días, carguen de miseria sarnosa y febril las camionetas y la transporten al hospital de Elvas, hoy unos, mañana otros, es una noria que va y viene, y los pobres van como muertos, menos mal que está la milagrosa medicina que en tres o cuatro días los deja como nuevos, flaquísimos y con las piernas trémulas, pero qué importan esas insignificancias, tú tienes el alta, tú también, y tú, y tú, así nos tratan los médicos, y vuelve la camioneta a dejar su carga en el monte, con la salud a media asta, es una contrata, no se puede perder tiempo, Está mejor, padre, preguntó Amelia, y él respondió, Estoy, sí, hija, como se ve, no hay nada más sencillo.

En definitiva, no son tantos los cambios. La monda y plantación del arroz se hacen como las hizo mi abuelo, las sabandijas del arrozal no han cambiado de aguijón y baba desde que Nuestro Señor las crió, y si un cristal invisible te corta un dedo, la sangre tiene el mismo color. Se necesitaría mucha imaginación para inventar sucesos extraordinarios. Este vivir está hecho de palabras repetidas y de repetidos gestos, el arco que la hoz dibuja está milimétricamente ajustado a la longitud del brazo y el serrar del filo en la paja seca del trigo produce el mismo sonido, siempre el mismo sonido, cómo no se cansan los oídos de estos hombres y de estas mujeres, es el caso también de aquel pájaro ronco que vive en los alcornoques entre la corteza y el tronco, y que grita cuando le arrancan la piel, o tal vez sean las plumas, y lo que queda a la vista es la carne erizada y sufrida, pero esto son flaquezas del narrador, imaginar que los árboles se desesperan y gritan. Mejor haríamos si reparáramos en Manuel Espada encaramado en lo alto de este alcornoque, descalzo, él sí que es un pájaro serio y descalzo, salta de rama en rama, y no canta, no le apetece cantar, quien manda en este trabajo es el hacha, traca, traca, la línea que contornea las ramas gruesas, o que en el tronco se traza en vertical, y después el mango del hacha ha de servir de palanca, fuerza, y ahora sí, luego es verdad, aquí está el pájaro ronco que vive dentro del alcornoque, es un grito, pero dolor nadie siente. Llueven de lo alto los cilindros, caen sobre las planchas arrancadas de los troncos, en esto no hay ninguna poesía, nos gustaría ver quién saca de aquí un soneto cuando a uno de estos hombres se le resbala el hacha y cae ramas abajo, haciendo saltar lascas de la corteza, y acaba dando en el pie desnudo, sucio y grosero, pero tan frágil, que en esto de pieles y filo de hacha, poca diferencia hay entre el piececillo rosado de la doncella urbana y el cuero curtido del descascador, por lo menos la sangre tarda el mismo tiempo en saltar.

Íbamos hablando de los trabajos y los días, y estuvimos a punto de olvidarnos de aquella noche de la llegada de Juan Maltiempo a Monte Lavre, cuando en su casa se reunieron, y apenas cabían, los amigos más próximos con sus mujeres, los que la tenían aún, un rebaño de chiquillos, algunos intrusos, por falta de parentesco con cualquiera de los presentes, pero quién hacía caso de eso, y Antonio Maltiempo, que ya había vuelto del servicio y trabajaba en la descasca del corcho, más las hermanas Gracinda y Amelia, y el cuñado Manuel Espada, en fin, un atropello de gente. Faustina estuvo llorando todo el tiempo, de contento y también de dolor, le bastó recordar el día en que el marido fue detenido, sin razón y sin porqué, llevado de Vendas Novas a Lisboa, Dios sabe cuándo volverá si es que vuelve. No habló del triste caso de las medias estragadas en el asfalto, ni una palabra, sería para siempre secreto de este matrimonio, ambos con cierta vergüenza, incluso en Monte Lavre no faltaría quien se burlase de lo acontecido, la pobre mujer con las medias agarradas al alquitrán, habría que verlo, cualquiera de nosotros se defendería de tanta crueldad. Juan Maltiempo contó sus desventuras y no ahorró ninguna, así se enteraron todos de cuánto se padece en manos de los dragones de la policía y de la guardia. Todo esto sería más tarde confirmado y repetido por Sigismundo Canastro, pero éste, si bien no tomaba el caso a broma, que no era ningún inconsciente, sí contaba aquellos horrores como si fuesen cosa natural, le daba a todo un aire de tan perfecta simplicidad que ni las mujeres lagrimeaban de piedad, y los muchachos se apartaban desencantados, era como si la charla fuese sobre el estado de los sembrados, y quizá era así, quién sabe. Tal vez por ello Manuel Espada, un día, se acercó a Sigismundo Canastro para decirle dos palabras, con el respeto que la diferencia de edad exigía, Sigismundo, si me aceptan, algo podré ayudar. Mucho nos equivocábamos cuando supusimos que esta decisión venía del relato sereno de Sigismundo Canastro, que, en fin, en temperamentos como el de Manuel Espada podría provocar una decisión de tanto porte, la prueba de nuestra equivocación es que Manuel Espada dijera, No se trata a un hombre como trataron a mi suegro, y Sigismundo Canastro respondió, No se trata a los hombres como nos trataron a nosotros, más tarde hablaremos, los aires se enturbian después de estas prisiones, deja pasar el tiempo hasta que se recomponga todo, esto es como una red de pesca, tarda uno más tiempo en coserla que en romperse, y Manuel Espada terminó así, Esperaré el tiempo que sea necesario.

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