José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Ved ahora a estos chiquillos, o a ésta, o a cualquiera de ellos, el chico mayor, o la del medio, o esta más pequeña, tendida aquí en un cajón a la sombra de una encina mientras la madre anda trabajando por ahí cerca, pero no tan cerca que la vea con claridad, y sabiendo nosotros que son niños, y más aún si no saben hablar, viene el dolorcillo de barriga, o ni siquiera eso, sólo el derramar oportuno de las heces, menos mal que esta vez no se trata de disentería, y cuando Faustina va a buscarla es ya la hora de la comida y está Gracinda hecha un asco, cubierta de moscas como el estercolero que, con perdón, es. Mientras lava y no lava, y no sólo el cuerpo sucio hasta las espaldas, sino también los trapos que la envolvían, y espera a que se sequen tendidos en este montón de leña, ha pasado el tiempo y con él el apetito. Y en este momento ni sabemos a quién atender, si a Gracinda ahora limpia y refrescada, pero tan sola la pobre, si a Faustina que vuelve al trabajo royendo un mendrugo. Quedémonos aquí, bajo la encina, abanicando la carita de la pequeña que quiere dormir, con esta rama, porque vuelven las moscas y también para evitarles un disgusto a los padres, no vaya a pasar por aquí un cortejo de reyes y caballeros, vea el aya de la reina estéril a este angelito acostado y se lleve a Gracinda a palacio, qué feo sería que entonces la niña encontrada no reconociera a sus verdaderos padres, sólo porque viste ahora terciopelos y brocados y toca el laúd en su cámara alta vuelta al latifundio. Historias como ésta contará Sara de la Concepción más tarde a sus nietos, y Gracinda ni lo creería si le dijéramos el peligro que corrió de no estar nosotros presentes, sentados en esta piedra y abanicándola con esta rama.

Pero los niños, si pueden, crecen. Mientras no les llega la edad de trabajar quedan entregados a los abuelos, o con las madres si para las madres no hay trabajo, o con las madres y los padres si tampoco para los padres hay trabajo, y si es más tarde, si de niños ya poco tienen y de jornaleros todo, si resulta que no hay trabajo para padres, madres, hijos y abuelos, aquí está, señoras y señores, la familia portuguesa como os gusta imaginarla, reunida en la misma hambre, y entonces todo depende del tiempo. Si es el de caer las bellotas, va el padre por ellas mientras Norberto, Adalberto o Sigisberto no mandan a la guardia a patrullar de noche, que también para eso la formó la república inmediatamente después de su nacimiento. Cuentos largos y amplísimos son éstos. Pero la naturaleza es pródiga, teta abundante que en cada seto se derrama, Vamos nosotros a los cardos, a los espárragos trigueros, a los berros, y dígannos después si hay vida más regalada. Y quien dice trigueros dice espinacas, que todo es uno para el caso, sólo en el paladar se nota, pero cocido, rehogado con una cebolleta que aún queda, se me hace la boca agua. Y están los cardos. Límpiame esos cardos, échales diez granos de arroz, es un banquete, qué aproveche, señor cura Agamedes, quien se llevó la carne bien puede roer los huesos. Todo cristiano, y también quien no lo sea, ha de tener sus tres comidas por día, el desayuno, el almuerzo y la cena, con estos u otros nombres, lo que es preciso es que no esté el plato vacío, o la sartén, o, siendo de pan y compango, sirva éste más que para añadirle olor. Es una regla tan de oro como cualquier otra de particular nobleza, un derecho humano, tanto de padres como de hijos, para que no ocurra que coma yo una vez para que puedan ellos comer tres veces, cierto es que más hechas estas tres para engañar el hambre que para llenar la barriga. La gente habla y habla, pero no sabe qué es la escasez, darle la vuelta al arca y saber que el último mendrugo lo comimos ayer, e incluso así levantan la tapa una vez más, a ver si ha ocurrido un milagro como el de las rosas, pero hasta éste es imposible, porque ni tú ni yo recordamos haber puesto rosas en el arca, para eso es preciso recogerlas, no crean que nacen las rosas en los alcornoques, bonito sí sería, pero desvariar así es sólo efecto del hambre, Hoy es miércoles, ve a la casona, Gracinda, vas con tu hermana, Amelia, llévala de la mano, Gracinda, esta vez Antonio no va. Son incitaciones a la mendicidad, es ésta la educación que dan los padres a sus hijos, hasta mentira parece que no se me haga un nudo en la lengua cuando esto digo, que no me caiga en el suelo dando saltos como el rabo de un lagarto, así aprendería a andar con tiento con las palabras y a no hablar de barriga llena, que es conversación poco educada.

Miércoles y sábado son los días en que Dios Nuestro Señor baja a esta tierra consustanciado en tocino y habichuelas. Si estuviera aquí el cura Agamedes clamaría herejía, apelaría a la santa inquisición contra nosotros que dijimos que el Señor es una habichuela y un torrezno, pero el mal del cura Agamedes está en su escasa imaginación, se ha acostumbrado a ver a Dios en el redondel de harina candeal y nunca fue capaz de inventarlo de otra manera, quitando lo de la barba grande y el ojo oscuro del Padre, y la barba pequeña y el ojo claro del Hijo, con esta diferencia de colores, qué suceso de fuente y de helechos habrá habido en la sacra historia. Más sabe de estas transfiguraciones doña Clemencia, esposa y arca de virtudes desde Lamberto al último Berto, que miércoles y sábados preside la ceremonia de la limosna, guiando y vigilando el espesor de la tajada de tocino, elegido entre el menos hebrado de carne, mejor aun si es pura grasa, que alimenta más, pasando con escrúpulos de pura justicia el rasero por la medida de habichuelas, todo por la caridad de evitar las guerras de la envidia infantil, Tu te llevas mas que yo, Tengo menos que tú. Es una hermosa ceremonia, se derriten los corazones de santa compasión, no hay ojo que quede enjuto, ni nariz, que es invierno ahora, y sobre todo ahí fuera, arrimados a la tapia están los chiquillos de Monte Lavre que han venido a la limosna, ved cómo padecen, y descalzos, doloridos, mirad como las niñas levantan un piececillo y luego el otro para huir del suelo helado, que pondrían los dos en el aire si les crecieran en vida las alas que se dice tendrán después de muertas si tuvieran la sensatez de morir pronto, y como tiran del vestidito para abajo, no por pudor ofendido, que por ahora los chiquillos no reparan en esas cosas, sino de ansia friolera. Es una fila a la espera, cada uno con su latita en la mano, todos alzando la nariz al aire, resoplando, a ver cuándo por fin se abre la ventana del piso alto y baja la cesta del cielo atada a un cordel, lentamente, la magnanimidad nunca tiene prisa, eso es lo que faltaba, la prisa es plebeya y codiciosa, sólo no engullen las habichuelas así porque están crudas. Pone el primero de la fila su latita en el cesto, viene ahora la gran ascensión, vete y no tardes, el trío pasa a lo largo de la tapia como una navaja de afeitar, a ver quién puede soportar esto, pues lo soportan todos en nombre de lo que ha de venir, y surge entonces la cabeza de la criada, ahí va el cesto con la lata llena o mediada, para enseñar a los expertos y a los novatos que el tamaño de la lata no influye en la dadora de esta catedral de beneficencias Se creería que quien vio esto lo ha visto todo, pues no es verdad. Nadie se aleja de allí hasta que el último recibe su ración y se recoja el cesto hasta el sábado. Hay que esperar a que asome doña Clemencia a la ventana, muy recatada en agasajos, con su gesto de adiós y bendición, mientras el fresco y amoroso coro infantil agradece en diversas lenguas, salvo los disimulados, que mueven los labios y basta, Ay señor cura Agamedes, qué bien me hace al alma, y si alguien jura que es de la hipocresía de lo que habla doña Clemencia, muy engañado está, que ella es quien siente la diferencia que en el alma le va los miércoles y los sábados en comparación con otros días. Y ahora reconozcamos y alabemos la cristiana mortificación de doña Clemencia, que teniendo a su alcance, en tiempo y medio de fortuna, el conforto permanente y asegurado de su alma inmortal, a el renuncia no dando tocino y habichuelas todos los días de la semana, y es ese su cilicio. Aparte de eso, señora doña Clemencia, estos chiquillos no pueden ir mal acostumbrados por la vida, adonde van a llegar si no sus exigencias cuando crezcan.

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