José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Dejan el carro al pie de un plátano, le ponen a la mula el morral de alfalfa en los hocicos, no hay mejor vida que ésta, suben los cuatro a la guardia y un cabo les dice de mala manera que vayan al ayuntamiento a la una. Van y vienen los cuatro por Montemor de paseata toda la mañana, sin entrar siquiera en la taberna, tan mozos son. No se pueden explicar las horas que anteceden a los interrogatorios, tanto es lo que en ellas ocurre, lo que se teme y se recela dentro de la cabeza de cada uno, la aflicción apenas dominada que se transparenta en la cara, y este nudo en la garganta que ni agua ni vino son capaces de deshacer. Manuel Espada aún dice, Por mi culpa estáis metidos en esto, pero los otros se encogen de hombros, es igual, y Felisberto Lampas responde, Lo que tenemos que hacer es aguantar, no ceder.

Para mozos tan inexpertos la cosa resultó bien. A la una estaban en un corredor del ayuntamiento oyendo los gritos del administrador Goncejo, atronando el edificio entero, Ahí están los hombres de Monte Lavre. Fue Manuel Espada quien respondió como le competía, él era el de la rebelión, Aquí estamos, sí señor, y se quedaron los cuatro en fila, esperando lo que les viniera encima. Montó el administrador su número de autoridad civil, y el teniente Contento estaba con él, O sea que sois vosotros, sinvergüenzas, pues vais a ver lo que os espera, a África con vosotros, para que aprendáis a respetar a los que mandan, a ver, que entre Manuel Espada, y empezó el interrogatorio, Quién os enseña, quién os ha enseñado, buenos maestros tenéis, sois huelguistas, y respondía Manuel Espada con la fuerza rotunda de su inocencia, Nadie nos ha enseñado, ni sabemos de nadie, ni qué es eso de las huelgas, pero la máquina comía mucho, y los almiares eran enormes. Y el administrador, Os conozco muy bien, eso es lo que os han dicho que respondáis, decía el administrador Goncejo preparando el terreno, porque sabiéndose en Montemor que estaban allí muchachos de Monte Lavre tenidos por huelguistas, dos o tres personas sensatas le habían dicho ya unas palabras sensatas al teniente Contento y a él mismo, Que no vale la pena tomar en serio esas cosas, son chiquilladas, qué saben ellos qué es eso de huelgas. No se evitó, sin embargo, que todos respondieran al interrogatorio y, acabado, el administrador echó un discurso para decir lo consabido, A ver si ahora andáis con cuidado y aprendéis a respetar a quien os da trabajo, por esta vez pase, pero que no os vea por aquí otra vez porque acabáis con vuestros huesos en la jaula, y sobre todo, mucho ojo, si aparece alguien que os quiere dar papeles o liaros en conversaciones subversivas, avisad a la guardia, que ya se encargará ella del asunto, y agradeced a quien ha intercedido por vosotros el salir tan bien librados, no dejéis en mal lugar a vuestros benefactores, y ahora iros, dadle las buenas tardes al teniente Contento que es vuestro amigo, y yo también lo soy y quiero vuestro bien, no lo olvidéis.

Esta tierra es así. A Lamberto Horques le dijo el rey, Cuida de esta tierra y puéblala, vela por mis intereses sin olvidar los tuyos, y aconsejo esto por conveniencia mía, y si así lo haces, siempre y bien, todos viviremos en paz. Y el padre Agamedes, a las ovejas apacentadas, Vuestro reino no es de este mundo, sufrid y ganaréis el cielo, cuantas más lágrimas lloréis en este valle de desdichas, más cerca del Señor estaréis cuando hayáis abandonado el mundo, que todo en él es perdición, diablo y carne, y cuidado que no os quito la vista de encima, bien engañados estáis si creéis que Dios Nuestro Señor os deja libres tanto en el bien como en el mal, que todo será puesto en la balanza llegado el día del juicio, y mejor es pagar en este mundo que estar en deuda en el otro. Buenas doctrinas son éstas, y probablemente por ellas los cuatro de Monte Lavre tuvieron que aceptar que el salario ganado y no pagado, nueve escudos por día, tres días y cuarto el total de la semana de aquel crimen, fuese a parar al asilo de los viejos, aunque Felisberto Lampas rezongara cuando ya venían de regreso, Seguro que se lo gastan en cervezas. Y no era verdad, perdonemos a esta juventud que tan fácilmente piensa mal de quien tiene más experiencia. Gracias a los ciento diecisiete escudos que quedaron en manos del administrador del concejo, tuvieron los viejos del asilo rancho mejorado, una orgía auténtica, inimaginable, han pasado tantos años y aún hoy se habla de aquel festín, y se cita lo de aquel asilado viejísimo que dijo, Ahora ya puedo morir.

Son animales extraños los hombres, y más extraños quizá los muchachos, que son de otra raza. De Felisberto Lampas ya se ha dicho bastante, va de mal humor y la cuestión del salario arrebatado es sólo un pretexto. Pero todos regresan tristes a Monte Lavre, como si les hubiesen arrebatado otra cosa más valiosa, quién sabe si el brío, no es que lo hubieran perdido, pero hay aquí, sin duda, una ofensa cualquiera, los trataron con desprecio, oyeron en fila el sermón del administrador, mientras el teniente los miraba de soslayo, reteniendo sus caras y maneras. Hasta rabia sentían los muchachos para con quien había intercedido por ellos. Intercesión que de nada les hubiese servido de no ocurrir este episodio dos días antes de que pusieran una bomba a Salazar, de la que escapó.

El domingo fueron los cuatro a la plaza y no encontraron patrón. Y tampoco al domingo siguiente, ni al otro. Los hacendados tienen buena memoria y fácil comunicación, nada les escapa, se van pasando la consigna y sólo cuando les parezca darán el hecho por perdonado, pero nunca por olvidado. Cuando por fin consiguieron trabajo, fue cada uno por su lado. Manuel Espada tuvo que ir a guardar puercos, y en esa vida pastoril se encontró con Antonio Maltiempo, de quien más tarde, cuando llegue su tiempo, acabará convirtiéndose en cuñado.

Sara de la Concepción no anda bien de salud. Ahora le ha dado por soñar con el marido y casi no pasa noche sin que lo vea tumbado en el suelo del olivar, con la huella de la soga en el cuello, violácea, así no puede ir a la tumba, y empieza entonces a lavarlo con vino hasta conseguir que la huella desaparezca y, si lo logra, tendrá al marido vivo otra vez, cosa que ni loca querría estando despierta, pero el sueño es así, quién podrá descifrarlo. Esta mujer, que tanto peregrinó de joven, vive ahora quieta y callada, pero verdaderamente así fue siempre, ayuda en casa de su hijo Juan Maltiempo y de su nuera Faustina, cuida de las nietas Gracinda y Amelia, atiende a las gallinas, zurce la ropa y vuelve a zurcirla, echa fondillos a los calzones, que es ciencia que le viene de sus tiempos de matrimonio, y tiene una manía que nadie entiende, andar fuera de casa, de noche cerrada y cuando todos los suyos están durmiendo. Cierto es que no va lejos. Ni el miedo se lo permitiría, y para el efecto le basta un viaje hasta el cabo de la calle. De creer a los vecinos la vieja está medio loca, tal vez esté, porque si todas las madres viejas pasearan por la calle de noche para que los hijos y las nueras o las hijas y los yernos tengan sosiego en sus retozos, sería cosa digna de recuerdo en la pobre historia de los pequeños gestos humanos, ver a las viejas yendo y viniendo en las sombras o a la luz de la luna, o sentadas en el suelo, junto a los muros blancos, o en las escaleras del atrio, a la espera, calladas, qué dirían ellas, echando cuenta en la memoria de sus placeres pasados, cómo fue, cómo no fue, y el tiempo que duraban, hasta que una de ellas decía, Ya podemos volver, y todas levantándose, Hasta mañana, y llegaban a casa, y alzaban la tranca con cuidado y el matrimonio quizá durmiendo e inocente del ejercicio conyugal, que no puede ser todas las noches, señora madre. Pero Sara de la Concepción prefería errar por exceso, sólo le costaba cuando estaba malo el tiempo, y entonces se metía bajo un cobertizo del corral, y por misericordia de Faustina, que la entendía muy bien, lo que son las mujeres, la llamaba desde la puerta, señal de una noche tan pura como aquellas estrellas frías, si es que justamente en las estrellas no busca Juan Maltiempo a su legítima mujer bajo las sábanas.

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