Bien anda quien va por su pie, tiene tiempo para todo, pero cuando la prisa es grande y mayor aún la sed de justicia, cuando malhechores y fechorías ponen en peligro el latifundio, lo mejor es que Anacleto vaya en tartana hasta Montemor, airado y tremebundo, con aquel santo rubor que tiñe la faz de los que luchan, encendidos, por la conservación del mundo, y bien está que corra a Montemor, donde estos asuntos se tratan, y diga a la guardia que cuatro de Monte Lavre se han declarado en huelga, Qué va a ser de mí, qué le voy a decir al patrón cuando me pida cuentas de la trilla, ahora con esta falta de personal. Dijo el teniente Contento, Vete en paz que ya nos encargamos nosotros de esto, y Anacleto en paz volvió a la era, e iba aún de camino, con menos prisa que a la ida y gozando del bienestar de quien cumplió un deber gustoso, cuando le pasa un coche de la guardia lleno de gente, alguien le hizo un gesto desde dentro, era el administrador del concejo y con él iban, Adiós Anacleto, el teniente de guardia y una patrulla, cargando contra el enemigo, carro de combate panzer sherman erizado de armas de todos los calibres, desde la pistola de ordenanza al cañón sin retroceso, y allá van ellos, la patria contemplándolos, ofrecen su pecho a las balas, suena la bocina y es un clarín ordenando a la carga, mientras en algún lugar del latifundio, por caminos viejos como ya fue dicho, andan los cuatro facinerosos entretenidos en ver quién es capaz de mear más alto y más lejos.
A la entrada de Monte Lavre ladran los perros al coche armado, pero esto no parecería verdad si no señaláramos el detalle, y como la calzada es empinada, baja el escuadrón y avanza en línea de tiradores, con la autoridad civil esta vez al frente y las espaldas calientes. La primera diligencia, cumplida con la limpieza de quien está de maniobras y sabe que todo es pólvora seca, los lleva al pedáneo, que por así decirlo enmudece de asombro al ver entrar en la tienda al teniente y al administrador, mientras la patrulla, al otro lado de la puerta, observa desconfiada las proximidades. Ya se han juntado al otro lado de la calle unos chiquillos y de lugares desde allí invisibles o inidentificables gritan las madres a los chicos, como lo hicieron en la matanza de los inocentes. Dejadlas gritar, que nunca les ha valido de nada, y vamos nosotros a lo nuestro, el alcalde ha recobrado la voz, todo él es ahora mesura y floreo, señor administrador, señor teniente, no dice señores números porque sonaría algo raro, señor número, y el administrador saca el papel en el que registró la identificación de los criminales, denuncia de Anacleto, A ver, dígame dónde vive esta gente, Manuel Espada, Augusto Patracao, Felisberto Lampas, José Palminha, y el alcalde no se contenta con el oficio de informar, llama a la mujer para que quede a cargo del mostrador y de la caja, y así engrosada, la compañía se lanza por los laberintos de Monte Lavre, ojo atento a las emboscadas, como hace en España la guardia civil, Dios la proteja. Monte Lavre es un desierto torrándose al sol, hasta los chiquillos pierden la curiosidad, qué calor hace, están cerradas todas las puertas, pero quedan las rendijas, las rendijas son la providencia de quien no quiere mostrarse, y por dondequiera que la guardia pase la van siguiendo los ojos de las mujeres y de algún viejo más curioso, qué va a hacer si no. Imagínense que nos entretuviéramos ahora descifrando y explicando la expresión de estos ojos, no llegaría la historia al fin, aunque todo, lo que parece escaso y lo que parece excesivo, forme parte de la misma historia, manera tan buena como cualquier otra de contar el latifundio.
Hay cosas cómicas, por ejemplo esto de que venga la fuerza armada y la autoridad civil a buscar a cuatro peligrosos agitadores y no se lleve a ninguno. Andan aún muy lejos los huelguistas. Ni desde el punto más alto de Monte Lavre se avistarían, incluso desde la torre, si es torre y ésa es, la, que sirvió a Lamberto Horques para asistir a la carga de su caballería en aquel siglo quince del que ya hablamos. Ni el sol permitiría que vieran, en la, confusión del paisaje, a los cuatro minúsculos bandidos, probablemente tumbados a la sombra, dormitando tal vez, a la espera de que refresque la tarde. Pero quien no encuentra ninguna gracia a la peripecia son las madres, avisadas por el teniente y el administrador de que al día siguiente, por la mañana, han de ir los hijos a Montemor, o si no vendrá la guardia a Monte Lavre para llevarlos, a rastras por las orejas y a patadas en el culo, son descomedimientos del lenguaje. Se va el coche por la carretera adelante, levantando nubes de polvo, pero antes fue el administrador a presentar sus respetos al mayor dueño del latifundio allí residente, tanto da Lamberto como Dagoberto, y él los recibió a todos, excepto a los números, mandados para la bodega, por tanto recibió al teniente Contento y al de los respetos en una fresca sala del primer piso, qué regalo esta penumbra, las señoras y las hijas bien, usted, señor, siempre igual, una copa más de este licor, y a la salida el teniente saluda en rígida posición de firmes, conforme a la ordenanza, y el administrador intenta hablar de igual a igual, pero el latifundio es tan grande, tiende ahora Alberto una fuerte mano y dice, No los dejen que se crezcan, y el administrador Concejo, tiene este singularísimo nombre, No hay quien los entienda, cuando no hay trabajo porque no hay trabajo, y cuando lo hay, no están para eso. No es un buen estilo de secretaría, pero salió así, son las libertades del latifundio, esta buena vecindad rural, tanto que Norberto sonríe comprensivo, Infelices, son unos pobres diablos que no saben lo que quieren, Unos ingratos, dice el administrador, y el teniente se pone otra vez firmes, no sabe hacer otra cosa, bueno, tiene otras sabidurías, en especial las militares, pero falta la oportunidad.
Cae el sol cuando llegan los facinerosos. Verlos y ponerse a gritar las madres es todo uno, Qué habéis hecho, ay Jesús, y ellos, No hicimos nada, dejamos el trabajo porque aquello de la máquina no hay quien lo aguante. Si mal era, hecho estaba, y al día siguiente se pondrán en marcha hacia Montemor, no los van a meter en la cárcel, dijeron los padres. Pasó así la noche, calor sofocante, estarían ahora los muchachos durmiendo en la era, y tal vez alguna mujer del Norte venga a orinar afuera y se quede respirando el aire nocturno o a la espera de que el mundo sea mejor, y Vas tú o voy yo, hasta que uno de ellos se decide, con el corazón al galope y las ingles tensas, son diecisiete años, qué le vamos a hacer, y la mujer no se aleja, se queda aquí, quizá sí, quizá el mundo va a ser mejor ahora, y este espacio entre los haces de paja parece hecho a propósito, da para dos cuerpos tumbados el uno sobre el otro, no es la primera vez, no sabe el muchacho quién es la mujer, no sabe la mujer quién es el muchacho, mejor así, no habrá vergüenzas a la luz del día si de noche no las hubo tampoco, y es un juego jugado con lealtad, dando cada jugador cuanto puede, y este suave vértigo cuando se entra en aquel espacio de los haces de paja, este olor tan dulce, y luego la agitación de los cuerpos, todo temblando, pero con esto se pasan las noches sin dormir, y mañana tengo que ir a Montemor.
Van los cuatro en un carro tirado por mulas de flaca estampa pero de trote infatigable, riqueza de los padres de José Palminha, es un grupo de muchachos callados, con el corazón oprimido, pasan el puente y la subida que le sigue, y llegan ahora a Foros, casa aquí, casa acullá, son así estas tierras foreras, y antes, a mano izquierda, Pedra Grande, y poco a poco se va alzando en el horizonte, en la mañana cálida, el castillo de Montemor, lo que queda de las murallas derribadas, aquello da tristeza. Se pone un hombre de diecisiete años a hacer pronósticos sobre su futuro, Qué va a ser de mí, denunciado como huelguista, denunciado por Anacleto, y estos tres compañeros míos sin más culpa que haberse puesto de mi lado, y la otra culpa, imperdonable, la de no tener fuerzas para la tortura de servir en una trilladora que tanto va trillando el trigo como me va trillando a mí, entro por la boca de la máquina y salen los huesos mondos, y yo convertido en paja, polvareda de paja, y el trigo lo tendré que comprar a precio que no elegí. Augusto Patracao, que es gran silbador, espanta los nervios con su maña, pero le duele la barriga, no es ningún héroe ni sabe qué es eso, y a José Palminha lo que le vale es la distracción de tener que conducir la bestia, trabajo en el que hace maravillas, va la mula como si fuera corcel de alta escuela. Felisberto Lampas, se llama Felisberto, pero por casualidad, va fastidiado, sentado con las piernas para fuera, de espaldas al destino, siempre será así toda su vida. Y de repente estaba Montemor ante ellos.
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