Tal vez Sara de la Concepción, con todo este entrar y salir, sólo está huyendo de los sueños que la esperan, pero es cierto y sabido que de madrugada ha de ir al olivar, es al día siguiente de la muerte, que fue cuando dieron con el cuerpo, lo sabe ella soñando, y con una botella de vino y un trapo repite el movimiento, frota, vuelve a frotar, y la cabeza se bambolea, y cuando viene hacia aquí se le quedan mirando los ojos fríos del marido, y cuando va para allá se queda el cadáver sin rostro, peor aún. Despierta cubierta de sudor frío Sara de la Concepción, oye roncar al hijo, oye el mal dormir del nieto, no oye a las nietas ni a la nuera, son mujeres, por eso, silenciosas, y se acerca a las dos niñas con las que duerme, sabe Dios a qué destino estarán llamadas, ojalá tengan mejor suerte que quien así sueña.
Siguió la historia adelante, y una noche salió Sara de la Concepción y no volvió. Dieron con ella siendo mañana clara, fuera de la aldea, sin tino, hablando del marido como si estuviese vivo. Una desgracia. Salvó la situación la hija que estaba sirviendo en Lisboa, María de la Concepción, una criada que con muchas lágrimas pidió a los patrones que le acudiesen, y ellos le acudieron, todavía hay quien diga mal de los ricos. Vino Sara de la Concepción de Monte Lavre para, por primera vez, viajar en taxi entre el barco del Terreiro do Pago, sur y sudeste, y el manicomio de Rilhafoles donde permaneció hasta morir como un pabilo al que se le acaba el aceite. A veces, aunque no muchas, pues cada uno tiene sus ocupaciones, María de la Concepción iba a ver a su madre y se quedaban las dos mirándose una a otra, qué más podían hacer. Cuando, años más tarde, llevaron a Juan Maltiempo a Lisboa por motivos que pronto sabremos, ya había muerto Sara de la Concepción, rodeada por las risas de las enfermeras, a quienes la pobre tonta, humildemente, pedía una botella de vino, imagínense, para un trabajo que tenía que terminar antes de que fuera tarde. Qué dolor de corazón, señoras y caballeros.
En el inventario de las guerras el latifundio tiene su parte, aunque no exagerada. Mucho mayor la tienen esas Europas donde otra guerra acaba de empezar, y, por lo que se puede saber, que no es mucho, en tierras de tanta ignorancia y alejamiento del mundo, está España en ruinas hasta el punto de hacer llorar el alma. Pero toda guerra es siempre excesiva, pensaría cualquier muerto en ella, que tal no quiso.
Cuando Lamberto Horques tomó posesión de las tierras de señorío de Monte Lavre y de su término, todavía estaría el suelo fresco de la sangre de los castellanos, frescura sólo por metáfora carnicera aquí citada, si comparamos con sangres mucho más antiguas de lusitanos y romanos, de todo aquel barullo y confusión de alanos, vándalos y suevos, si es que aquí llegaron, que los visigodos sí, y más tarde los árabes, esa cábila infernal de cara negra, menos mal que vinieron los borgoñones a derramar la suya y la de los otros, y unos cuantos cruzados no sólo osbernos, y moros otra vez, Virgen María, cuánta muerte se ha visto por estas tierras, y si de sangre portuguesa todavía no hemos hablado, es porque lo es toda o pasó a serlo después de un tiempo conveniente para la naturalización, por eso no hemos citado a franceses e ingleses, ésos sí, extranjeros de verdad.
No cambiaron las cosas después de Lamberto Horques. La frontera es una puerta abierta, de un salto se pasa el Caia, y la llanura parece haber sido adrede y amorosamente alisada por ángeles guerreros para que en ella bien pudieran enfrentarse cómodamente los soldados y no tuviesen obstáculo para el vuelo las saetas, y más tarde todo cuanto bala venga a ser. Hermosas son estas palabras de arsenal, desde celada a loriga, desde la ballesta al arcabuz, desde la bombarda al cañón pedrero, y si sólo con saber un cristiano que por estas tierras anduvieron, pisaron y batieron tantas armerías de temor se estremece, otro estremecimiento le vendrá ante el mérito de tales invenciones. Al fin y al cabo, la sangre se hizo para correr, de esta herida en el cuello o del vientre abierto al sol, buena tinta es para escribir enigmas tan secretos como ese de saber si murió esta gente sabiendo por qué moría y aceptando la muerte. Se levantan de allí los cuerpos o se entierran en el lugar donde cayeron, se barre el latifundio y queda la tierra lisa para una nueva batalla. Por eso los oficios han de ser bien aprendidos y bien practicados, sin reparar en gastos, como cuando el conde de Vimioso escribía minuciosamente a su majestad, Señor, las armas de la caballería deben ser una carabina y dos pistolas para cada soldado, las carabinas tendrán balas de mosquete o poco menos, y no tendrán el cañón de más de tres cuartas de largo, lo que es bastante, pues teniendo que estar tan reforzadas como este tipo de bala exige, si tienen el cañón más largo no se podrán manejar como es necesario, y tendrán su hierro para la cartuchera, como es uso, y las pistolas serán de buena bala y tendrán cerca de dos cuartas de cañón, y sus bolsas para poner en los arzones, y en las sillas habrá dos correas en que se prendan, de las pistolas y de las carabinas será bueno que me traigan también algunas para por ellas hacer otras y venga cantidad de hierro a Vila Vizosa, para repartir entre los oficiales espingarderos, de este hierro puede quedar alguno en Montemor y en Évora, esto es lo que parece útil sobre la caballería, pero lo que vuestra majestad mande disponer será lo más conveniente.
Pero ocurría a veces que, por dificultades de erario, las pagas de su majestad no eran buenas ni prontas, En Montemor se ha trabajado hasta ahora en las fortificaciones con los dos mil cruzados que vuestra majestad fue servido dar y con los dos que el pueblo dio, y como el concierto fue que vuestra majestad daría seis y el pueblo otros tantos, me escribió el concejo que era necesario que vuestra majestad diese los dos para dar ellos otro tanto, y yo le respondí que trataran de dar sus dos, que yo daría aviso a vuestra majestad para que mandara los dos para que el pueblo contribuyera con lo suyo. Son escritos burocráticos éstos, de gran desconfianza y juego de toma y daca, pero en ellos no se regatean sangres, no se dice, Dé vuestra majestad un litro de la suya, roja o azul tanto da, que tras estar derramada en el suelo media hora, del color del suelo acaba. No se atreven los pueblos a pedir tanto, pues no llegaría la sangre de toda la casa real, ni metiendo en la misma tina la de infantes y la de infantas, incluyendo los bastardos del rey y de la reina, para las necesidades de la guerra. Ponga el pueblo la sangre y los cruzados, que su majestad contados cruzados dará de los que el pueblo antes le dio por taxación y fiscal de impuesto.
Nunca faltan calamidades en la lista. Estas cosas de caballerías, cruzados y fortificaciones, más la sangre que todo lo liga, son del siglo diecisiete, que ya son años, un horror de ellos, pero las cosas no mejoran, como cuando en la guerra de las naranjas perdimos Olivenza y no volvimos a encontrarla, y así, sin disparar un tiro, una vergüenza, entra Manuel Godoy por ahí dentro, sin resistencia, y para escarnio nuestro y galantería suya manda una rama de naranjo a la amante reina María Luisa, sólo nos faltó servirles de colchón a ambos. Desgracia infinita, pena sin consuelo, que desde el siglo diecinueve llega hasta anteayer, algo malo tendrán las naranjas y mal efecto en los destinos personales y colectivos, de no ser así seguro que no mandaba Alberto enterrar las que caen en tiempo frío y no volvería a decir al capataz, Entierren las naranjas, y si alguno es sorprendido comiéndoselas lo despiden el sábado, y así fueron despedidos algunos porque a escondidas, fruto prohibido, comieron las naranjas que todavía estaban buenas, en vez de dejarlas estragándose y pudriéndose bajo tierra, enterradas vivas, pobrecillas, qué mal habremos hecho nosotros y ellas. Pero todo esto tiene su razón de ser así, vamos observando mejor las cosas, porque, para remate de esta guerra empezada ahora en Europa, un tal Hitler Horques Alemán mandará juntar chiquillos de doce y trece años para formar con ellos los últimos batallones de la derrota, con uniformes que les cuelgan de los brazos y se les enrollan en las piernas, también como monigotes, y la buena arma de retroceso, sin hombro que la aguante, y es esto exactamente lo que claman los patronos de estos latifundios, que ya no hay chicos de seis o siete años para guardar los puercos y los pavos, adonde iremos a parar si los chiquillos no se ganan su sustento, se lo dicen a los padres brutos que ya dieron la sangre y los cruzados y aún no han entendido nada, o empiezan a sospechar, como han sospechado en otro siglo de las excusas de su majestad.
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