José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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En los días que Antonio Maltiempo andaba guardando puercos apareció por allí Manuel Espada, sujeto a trabajo de tan poca ciencia por no haber podido encontrar otro tras haber sido declarado huelguista en dos leguas a la redonda, él y sus compañeros. Como toda la gente de Monte Lavre, supo Antonio Maltiempo de lo ocurrido, y en sus fantaseos, de infancia recién acabada, hallaba algunas semejanzas en la rebelión que lo había alzado contra el mayoral asador de piñas y aventador de palos, pero no se atrevió a abrirse en confianza, sobre todo porque mediaban seis años entre los suyos y los de Manuel Espada, lo suficiente para separar a un chiquillo de un muchacho y a un muchacho de un hombre hecho. El mayoral de estos puercos no se movía más que el otro, pero tenía la disculpa de ser viejo, y los mozos le aguantaban bien las órdenes, alguien ha de mandar, él en nosotros y nosotros en el ganado. Los días de pastoreo son largos, incluso en invierno, las horas pasan tan lentas, no tienen prisa, hasta que una sombra vaya de aquí para allá, y más si de puercos es el ganado, tiene el puerco la virtud de la poca imaginación, siempre el hocico pegado al suelo, si se aleja un poco no es por mal, y una pedrada con tino o un varazo sobre el lomo lo lleva a juntarse de nuevo a la piara sacudiendo las orejas. Y al cabo es como si no hubiera pasado nada, bendito sea, que no es de rencores y tiene la memoria pobre.

Sobraba así tiempo para charlar, adormecido el mayoral bajo una encina, o atendiendo distante al ganado por aquel lado. Manuel Espada habló de sus aventuras de huelguista, sin exageraciones que no iban con su carácter, y dio un vislumbre de explicación teórica sobre lo que puede pasar en las eras de noche con las mujeres de la cuadrilla, en particular si son del Norte y han venido sin hombre. Se hicieron amigos y Antonio Maltiempo gran admirador de la serenidad del mayor, que él no tenía, siempre con el pie levantado para cambiar de sitio, como luego se verá. Había heredado el gusto vagabundo del abuelo, Domingo Maltiempo, con la grande y loable diferencia de ser de humor alegre, pero no a la manera acostumbrada, que es de carita de pascuas y risa suelta. Tiene los gustos y contrariedades comunes a su edad, asumió la antiquísima y nunca resuelta cuestión que separa a muchachos y gorriones, y sobre todo muestra un decir independiente y ciertos desplantes que acabarán manifestándose en un tanto de rebeldía y en un punto de impaciencia. Le gustarán los bailes como al padre en su mocedad, pero estimará en poco los ajuntamientos. Será gran contador de historias, vividas o imaginadas, y tendrá el arte supremo de borrar las fronteras entre unas y otras. Pero será siempre, por su propia naturaleza, gran trabajador en todas las artes rurales. No es esto señal de que le estemos leyendo la palma de la mano, simplemente son datos elementales de una vida que otras cosas tuvo y algunas que no parecían prometidas a su generación.

Antonio Maltiempo no anduvo muchos días con los puercos. Dejó en el oficio a Manuel Espada y fue a aprender disciplinas que el otro ya conocía, por mayor, y con trece años se le vio acompañar a los hombres maduros en la roza, cavando en obra de acequias, que es trabajo que demanda mucho esfuerzo y brazo. Apenas con quince años aprendió a arrancar el corcho, oficio memorable en el que acabó maestro, como en todo lo que se metía, sin vanidad. Muy joven abandonó la cercanía de padre y madre y anduvo por los lugares donde el abuelo dejó sus marcas y algunos malos recuerdos. Pero, tan distinto era del antepasado que nadie juntó el apellido de uno al apellido del otro para hacerlos de la misma familia. Le tiraba mucho la parte del mar, descubrió las márgenes del Sado, y se aventuró, que no es viaje pequeño, todo hecho a pie, sólo por ganar unos céntimos añadidos que en Monte Lavre se regateaban. Y un día, mucho más tarde, cada cosa en su tiempo, irá a Francia a cambiar años de vida por moneda fuerte.

El latifundio tiene a veces pausas, los días son indiferentes o así lo parecen, qué día es hoy. Verdad es que se muere y se nace como en épocas más señaladas, que el hambre no se distingue en la necesidad del estómago y que el trabajo pesado en casi nada se ha aligerado. Las mayores mudanzas vienen del exterior, más carreteras y más coches en ellas, más radios y más tiempo para oírlas, entenderlas ya es otra habilidad, más cervezas y más gaseosas, pero cuando el hombre se acuesta de noche, o en su propia cama o en la paja del campo, el dolor del cuerpo es el mismo, y suerte tendrá si no está sin trabajo. De mujeres ya ni vale la pena hablar, tan constante es su destino de paridoras y animales de carga.

Y, pese a todo, mirando este páramo que parece muerto, sólo el ciego de nacimiento o el que lo es por voluntad propia no verán el estremecimiento del agua que del fondo viene súbitamente a la superficie, obra de las tensiones acumuladas en el lodo, entre el hacer, el deshacer y el rehacer químico, hasta que explota el gas así liberado. Pero para descubrirlo es preciso estar atento, no decir, al pasar, No vale la pena pararse, sigamos. Si por un tiempo nos alejamos, distraídos con paisajes diferentes y casos pintorescos, veremos al volver cómo todo iba cambiando y no lo parecía. Así ha de acontecer cuando dejemos a Antonio Maltiempo haciendo por su vida y volvamos al hilo de la historia comenzada, aunque todo esto sean historias de oír, hasta la de José Gato, para su mal tan sólo de él y de los que lo acompañaban, como Antonio Maltiempo es buen testigo y certificador.

Que éstos no son los sucesos aborrecibles de Lampias, el bandido brasileño, conforme oí contar, ni de otros de aquí más cerca, como fue el caso de Juan Brandao o José do Telhado, gente mala o gente errada, quién sabe. No quiero decir que en el latifundio no haya habido personas de mal talante, salteadores de caminos que por un nada dejaban al viajante muerto y robado, pero, que yo haya conocido, sólo José Gato seguía ese oficio, él y sus compañeros, cuadrilla estará mejor dicho, que eran, si recuerdo bien, el Parrillas, el Venta Rachada, el Ludgero, el Castelo, y otros cuyos nombres ya se me han ido, un hombre no puede guardar todo. Que yo ni creo que fuesen salteadores. Vagabundos sí, ése será el nombre justo. Si les daba por trabajar, trabajaban como cualquier otro, tan bien y tanto, no eran tunantes, pero llegaba el día y era como si les diera el viento en la cara, dejaban el pico o el azadón, iban al capataz o al encargado a pedirle la paga de los días, que a ellos nadie se atrevía a negársela, y desaparecían. Con éstos ocurrió así, hasta un cierto día, cada uno por sí, hombres solos y callados, y entonces se juntaron y formaron cuadrilla. Cuando los conocí ya José Gato era el jefe, no creo que nadie disputara el mando estando él. Lo que más robaban eran puercos, que en eso aquella tierra era abundante. Robaban para comer, y también para vender, claro está, que un hombre no se gobierna sólo con lo que come. Tenían entonces una barca fondeada en el Sado, ése era su resguardo. Mataban los animales, y los conservaban en salmuera para los tiempos de escasez. A propósito de esta salazón, hay un caso que voy a contar, les faltó una vez la sal, estaban en eso, qué vamos a hacer, qué no vamos a hacer, y José Gato, que era hombre sólo hablador cuando se precisaba, le dijo al Parrillas que fuera a buscar sal a la marina. En general, bastaba que José Gato dijera, haz eso, y eran palabras de Nuestro Señor, la cosa aparecía hecha, pero aquella vez no sé qué mosca le picó al Parrillas que dijo que no iba. Bien que se arrepintió. José Gato le agarró el sombrero, lo tiró al aire y mientras la copa iba y venía agarró la escopeta y destrozó el sombrero en dos disparos, y luego le dijo al Parrillas, con voz muy sosegada, Vas a ir por la sal, y Parrillas albardó el burro y fue a la sal. José Gato era así.

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