José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Puesto en su debido tiempo en la tierra, el trigo nació, creció y ahora está maduro. En la orla de la cosecha arrancamos una espiga, la frotamos entre las palmas de las manos, que es gesto antiguo. Se deshace la paja seca y cálida, reunimos en el hueco de la mano las dieciocho o veinte semillas de aquella planta, y decimos, Es tiempo de segar. Éstas son las mágicas palabras que pondrán en movimiento máquinas y hombres, éste es el momento en el que la serpiente de la tierra, para no seguir llamándole reloj, pierde la piel y queda sin defensa. Hay que agarrarla antes de que se oculte si queremos que algo cambie. Desde Monte Lavre, alto lugar, miran los dueños de los latifundios las grandes olas amarillas que se inclinan bajo la mansa mano del viento, y dicen a los capataces, Es tiempo de segar, y, dicho esto, o advertidos en sus casas de Lisboa, indolentemente lo afirmarán, si no se limitan a decir, Pues sí, confiando en que el mundo dé otra vuelta por el mismo lugar, que los latifundios repitan la regularidad de los usos y de las estaciones, y también en cierto modo descansando en la urgencia que la tierra tiene de estos partos. La guerra ha acabado y va a comenzar el tiempo de la fraternidad universal. Ya se dice que pronto retirarán las cartillas de racionamiento, esos papelillos coloreados que dan derecho a comer, si hay con qué pagarlo y si hay lo que sólo por dinero se cambia. En el fondo, esta gente apenas se sorprende. A lo largo de su vida siempre ha comido escaso y mal, ha padecido carencias continuas, y las huelgas de hambre aquí practicadas vienen de tan lejos como las tradiciones y las historias de aojamiento. No obstante siempre los tiempos acaban por cumplirse. Este trigo, cualquiera puede verlo, está maduro, los hombres también.

Son dos las consignas, no aceptar el jornal de veinticinco escudos, no trabajar por menos de treinta y tres escudos por día, de sol a sol, porque así tiene que ser todavía, los frutos no maduran todos al mismo tiempo. Dirían las mieses, si hablaran, con seguridad pasmadas, Qué pasa que no nos vienen a segar, alguien está faltando a su obligación. Son imaginaciones. Las mieses están maduras, y esperan, ya se va haciendo tarde. O entran los hombres en ellas o, pasada la sazón, el tallo empezará a quebrarse, la espiga a deshacerse, y todo el grano, caído, alimentará a los pájaros, a algunos insectos, y, al fin, para que no se pierda todo, entrará el ganado en los sembrados como si viviéramos en Jauja. También esto son imaginaciones. Unos u otros tendrán que ceder, no hay recuerdo, hasta donde la memoria alcanza, de que haya quedado la siega sin hacer, o, si esto ocurrió alguna vez, fue golondrina que no hizo verano. Los latifundistas ordenan a capataces y administradores que se mantengan firmes, es lenguaje de guerra, Ni un paso atrás, la guardia imperial muere pero no se rinde, lo que faltaba es que éstos murieran, pero se oyen por aquí resonancias de clarines, si no son sólo nostalgias de batallas que ahora mismo se han perdido. Empiezan a abrirse los cuarteles de esta guardia, vienen los cabos y los sargentos hasta la ventana del puesto a ventear qué pasa, y en algún lugar empiezan a limpiarse las carabinas y se da ración doble a los caballos con cargo al presupuesto extraordinario. En las villas se reúnen los hombres, hombro con hombro, murmuran. Vienen otra vez los capataces a parlamentar, Bueno habéis decidido, y ellos responden, Está decidido, no salimos por menos. De lejos, en este cálido atardecer, llega una vaharada ardiente que sube del suelo, las colinas siguen sosteniendo por las raíces los tallos duros. Escondidas en la espesura de las mieses, las perdices apuran el oído sutil. No se oye paso de hombre ni tronar de motor, no oscilan las espigas, trémulas, ante la proximidad de la hoz o del molino de la segadora. Extraño mundo éste.

Así llega al fin el sábado. Se reunieron los capataces y dijeron, No ceden, son tozudos, y los amos del latifundio, Norberto, Alberto, Dagoberto, respondieron a coro, cada uno en su lugar del paisaje, Déjalos, ya aprenderán. En sus casas, los hombres han acabado de cenar, lo poco o casi nada de todos los días, las mujeres los miran calladas, y algunas preguntan, Cómo va, y hay hombres que se encogen de hombros desalentados, otros dicen, Mañana seguro que se avienen a razones, tampoco faltan los que han resuelto aceptar lo que ofrecen, el mismo jornal del año pasado. Verdad es que de todos lados llegan noticias de que los hombres, muchos de ellos, se niegan a trabajar por una miseria semejante, pero qué puede hacer un hombre si tiene mujer e hijos, unos renacuajos que se empinan sobre los pies, apoyan la barbilla en la mesa escasa y, con el dedo mojado en saliva, van atrapando las migajas como si cazaran hormigas. Algunos, con más suerte, aunque pudiera no parecerlo a quien sabe poco de estas cosas, se arreglaron con un pequeño patrón, un labrador de pocas tierras que no puede arriesgarse a perder la cosecha, y va ya por los treinta y tres. La noche será larga, como si estuviéramos en invierno. Sobre los tejados, lo habitual, estrellas, un desperdicio, aunque se pudieran comer, están lejos, la serenidad ostentosa del cielo del que se aprovecha el cura Agamedes para insistir una y otra vez, este hombre no sabe otro discurso, que allá arriba, sí, se acabarán todas las luchas de este valle de lágrimas, y todos serán iguales ante el Señor. Las tripas vacías protestan, trabajan en falso, manifiestan esta desigualdad. La mujer, al lado, no duerme, pero ni apetece ponerse encima. Quizá mañana los amos se avengan a trato y acuerdo, quizá se descubra una cazuela llena de onzas bajo la chimenea, tal vez ponga la gallina huevos de oro, de plata también servirían, si es posible que los pobres despierten ricos y los ricos pobres. Pero ni en sueños estos gozos se alcanzan.

Amados hijos míos, dice el padre Agamedes en la misa, porque es ya domingo, Amados hijos, y hace como si no se diera cuenta de la escasez y antigüedad del auditorio, sólo viejas y los monaguillos, Amados hijos, y es posible que las viejas estén pensando que no son hijos, sino hijas, pero qué le vamos a hacer, si el mundo es de los hombres, Amados hijos, cuidado, soplan vientos de rebelión en estas tierras tan felices, y de nuevo os digo que no les prestéis oído, no vale la pena escribir el resto, todos conocemos el sermón del padre Agamedes. Acaba el sermón, se quita el padre sus litúrgicos paramentos, es domingo, día santificado por excelencia, y el almuerzo, bendito sea, se servirá en el fresco gratísimo del comedor de Clariberto, que a misa sólo va cuando realmente le apetece, y raro es, y las señoras igual, ahora son perezosas, pero el padre Agamedes no se lo toma a mal, si la devoción aprieta y los temores del más allá les atemorizan, ahí está la capilla de la casona, con santos nuevos y barnizados, el mártir san Sebastián regaladamente acribillado a saetazos, Dios me perdone si no parece que el santo goza con esto más de lo que la honestidad permitiría, y por la puerta por donde entra el padre Agamedes sale el administrador Pompeyo llevando en sus orejas el recado consolador, Ni un céntimo más, para un hombre no hay como tener autoridad, tanto en la tierra como en el cielo.

Andan por ahí unos hombres, pocos, y aunque la plaza sea para más tarde, hay quien se acerca al administrador y le pregunta, Qué ha decidido el amo, y él responde, Ni un céntimo más, que las buenas y pertinentes fórmulas nunca se deben perder y sobran variaciones, y dicen los hombres, Pero hay aparceros que pagan ya treinta y tres, y dice Pompeyo, Allá ellos, si quieren arruinarse, que les aproveche. Entonces Juan Maltiempo abre la boca, y las palabras salen, tan naturales como si fueran agua corriendo de buena fuente, Pues quedará la mies en pie, que nosotros no vamos por menos. No respondió el administrador, que tenía también el almuerzo a su espera y no estaba para charlas de poco seso. Y el sol caía a plomo y brillaba como un sable de guardia.

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