Trabajo y trabajo. Ahora se van lejos de Monte Lavre, algunos llevan la familia, a carbonear por las tierras del Infantado, se las arreglan los hombres sin mujer en este barracón grande, y los que han venido acompañados se organizan en otro, ponen esteras o unas cortinas de cretona o unos paneles para separar a los matrimonios, duermen los hijos con el padre y la madre, y hay quien ni esto tiene. Los chinches muerden implacables, pero de día es aún peor, los mosquitos llegan formando nubes, tantos que nublan la vista, y caen sobre nosotros zumbando como lluvia de vidrio molido, qué razón tenían las abuelas, tan sabedoras de lo que es la vida, Ay mis nietos, que nunca os volveré a ver, vais a morir lejos de casa. Lo saben muy bien, son cosas que no deben olvidarse, que todo el cuerpecillo de los niños quedará como una llaga viva, un tormento, pequeños lázaros que por la noche dormirán sobre trapos, con el estómago gimiendo de hambre insatisfecha, todo es poco, se están criando, sin tener siquiera el consuelo de los padres que se rozan lentamente, se agitan y suspiran, cosas necesarias para el silencio así así contentado de los sentidos, mientras al lado otra pareja repite los roces, la agitación y los suspiros, por apetito propio o sugestión bien recibida, y todos los chiquillos del barracón están con los ojos abiertos escuchando, experimentando sus propios gestos y engaños.
Por encima de estos alcornoques se ve Lisboa si está claro el día, quién diría que está ahí tan cerca, creíamos que vivíamos en el cabo del mundo, son errores de quien no sabe ni tuvo quien le enseñara. Vino la serpiente de la tentación, trepó a la enramada donde está Juan Maltiempo viendo Lisboa y le prometió las maravillas y las riquezas de la capital a cambio del puñado de dinero que cuesta el billete, no tan pequeño este puñado, vistas las disponibilidades del muchacho, sin embargo, de morir, morir hartos, loco sería quien se negara. Desembarcaremos en el Muelle de Sodré y diremos, pasmados, Esto es Lisboa, gran ciudad, y el mar, mira el mar, tanta agua, y luego tomaremos la calle esta del Arco, la calle Augusta, qué movimiento, y nosotros sin práctica de estas calzadas, todo el tiempo escurriéndonos, empujándonos unos a otros con el miedo a los tranvías, y os caéis los dos, una risa para los lisboetas, Eh, palurdo, Eh, Manolón. Y mira la avenida de la Libertad, para qué será este palo clavado en el suelo, es el Monumento a los Restauradores, Ah, no lo sabía, y en secreto conmigo mismo digo, Y sigo sin saberlo, las vergüenzas de la ignorancia son las que más cuesta confesar, pero haciendo de tripas corazón subiremos por la avenida de la Libertad para ir a ver a nuestra hermana que está sirviendo, es en esta calle, sí señor, en el noventa y seis, mira tú que sabes leer, No lo entiendo, no puede ser, aquí pasa del noventa y cinco al noventa y siete, no hay noventa y seis, pero quien la sigue la consigue, aquí es, se han reído de nosotros porque no sabemos que el noventa y seis quedaba de este lado, mucho ríe la gente de Lisboa. Ésta es la casa, qué alta, aquí trabaja nuestra hermana, el amo vive en el primero, es Don Alberto, nuestro patrón a veces, todo es de la misma familia, Mira quién está aquí, dirá María de la Concepción, ay qué alegría, y qué gorda se ha puesto, no hay nada como servir. Saldremos luego todos juntos, que la señora es generosa y da permiso, a descontar de la próxima salida, las salidas son de quince en quince días, toda la tarde, entre el almuerzo y la cena. Vamos a ver a unos primos que viven dispersos por ahí, en calles y travesías, y en todas partes habrá la misma fiesta, Mira quién está aquí, y decidimos que por la noche iremos todos juntos a ver una revista, pero antes no nos podemos perder el zoo, la gracia de los micos, y aquello es un león, mira el elefante, si nos saliera al camino una bestia así allá en el pueblo te cagabas de miedo, y la revista es La Almeja, con Beatriz Costa y Vasco Santana, qué diablo de hombre, hasta lloré de risa. Dormiremos aquí en la cocina y en el pasillo, no te molestes, prima, estamos acostumbrados a todo, son diferentes las noches que se duermen en Lisboa, es el silencio, el silencio no es igual, Qué, dormisteis bien, y nadie se atreve a decir que durmió mal, toda la noche dando vueltas, vamos ahora a desayunar y luego a pasear por la ciudad, esto no es una ciudad, es un mundo, y en Alcántara encontramos a unos obreros del ferrocarril y nos gritaron, Eh, palurdos, que no sabéis ni andar, y el cuñado se cabreó y discutió con ellos, a ver, repite eso, y acabaron a sopapos, pero luego correremos avergonzados, y los otros gritando, Mira el de la chaqueta, Mira el patán, se le ve a la legua que baja de la sierra, pero nosotros no somos de la sierra, y aunque lo fuéramos. Volveremos a atravesar el río, qué mar tan grande, y un señor que va en el barco dice muy amable, Esto es el Tajo, el mar está más allá, y entonces nos dimos cuenta, no se veía tierra, será posible. Cuando desembarcamos en Montijo todavía tuvimos que andar unos kilómetros, ocho, hasta llegar al sitio donde trabajaremos, hemos gastado tanto dinero, pero valió la pena, y cuando volvamos a Monte Lavre lo que vamos a tener para contar, a ver quién dice ahora que en la vida no hay también cosas buenas.
Cuando se hacen estas bodas, a veces viene ya un hijo en la barriga. Echa el cura la bendición a dos y cae sobre tres, como se ve por lo redondo de la saya, a veces empinada ya. Pero hasta cuando no es así, vaya la novia virgen o desvirgada, es raro que al cabo de un año no haya un hijo. Y, si Dios quiere, todo es echar fuera uno y cargar con otro, apenas ha parido la mujer ya queda otra vez preñada. Qué bruta es esta gente, ignorantes, peores que animales, que ésos al menos tienen su celo y siguen las leyes de la naturaleza. Pero estos hombres llegan del trabajo o de la taberna, se meten en el catre, se calientan al olor de la mujer, o les aviva las ganas el rescoldo del vino o el hambre que da la fatiga, y se le echan encima, no conocen otros modos, jadean, brutos sin delicadeza, y allá dejan su savia abrevando en las mucosas, en esos intríngulis de la mujer que ni ella ni él entienden. Bien está esto, mejor que andar haciéndolos en mujer ajena, pero la familia crece, se llenan de hijos, es que no tuvieron cuidado, Madre tengo hambre, la prueba de que Dios no existe es que los hombres no están hechos como los carneros que comen la hierba de los ribazos, o como los cerdos, las bellotas. E incluso si comen hierbas y bellotas, no lo pueden hacer tranquilos porque allí está el guarda y la guardia, con el ojo avizor y la escopeta pronta, y si el guarda, en nombre de la propiedad de Norberto, no duda en tirar a las piernas, o a matar si le da por ahí, la guardia, que también hace lo mismo cuando le dan orden o sin esperarla, tiene los recursos más benignos de la cárcel, multa y paliza entre cuatro paredes. Pero esto, señores, es una cesta de cerezas, tiras de una y salen tres o cuatro agarradas y no faltan por ahí latifundios con su cárcel privada y su propio código penal. En esta tierra se hace justicia todos los días, adonde iríamos a parar si la autoridad faltase.
Crece la familia, y hasta muriendo muchos infantes de sus dolencias de cagalera líquida, que se deshacen en mierda los angelitos y se extinguen como pabilos, brazos y piernas más garabatos que otra cosa, y la barriga hinchada, y están así hasta que, llegada su hora, abren por última vez los ojos sólo por ver aún la luz del día, eso si no mueren a oscuras, en el silencio de la choza y cuando despierta la madre da con el hijo muerto y empiezan los gritos, siempre los mismos, que estas madres a quienes se les mueren los hijos no son capaces de inventar nada. En cuanto a los padres, ésos se quedan secos, y al día siguiente van a la taberna con aire de quien va a matar a alguien o a algo. Vuelven borrachos y no han matado nada ni a nadie.
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