Todos los días tienen su historia, un solo minuto daría para contar durante años, el mínimo gesto, el desbroce minucioso de una palabra, de una sílaba, de un sonido, por no hablar ya de los pensamientos, que es cosa de mucha enjundia pensar en lo que se piensa, o se pensó, o se está pensando, y qué pensamiento es ese que piensa el otro pensamiento, no acabaríamos nunca. Mejor es declarar que estos años de Juan Maltiempo van a ser los de su educación profesional, en el sentido tradicional y campestre de que un hombre de trabajo tiene que saber de todo, tan bueno para segar como para arrancar el corcho de los alcornoques, tan diestro en poner un vallado como en sembrar, tan bueno de lomo para cargar como de riñones para cavar. Este saber se transmite a través de las generaciones, sin examen ni discusión, es así porque siempre lo fue, ésta es una escardadera, esto es una guadaña y esto una gota de sudor. O saliva blanca y espesa en tarde de hornear, o golpe de sol en la cabeza, o jarretes desfallecidos del poco alimento. Entre los diez años y los veinte hay que aprenderlo todo y de prisa, o ya no tendremos patrón que nos acepte.
Joaquim Carranca le dijo un día a su hermana que habría que buscar patrón para que los tomase a soldada, y ella concordó, hábito que venía de sus años sumisos de mujer casada, pero en este caso le lució la esperanza de quedar todo el año al abrigo del paro, sería su más pequeña ambición, que a otra ya ni siquiera aspiraban. Fue en este tiempo cuando heredaron tres hermanos el Monte de Berra Portas, por muerte del amo viejo, padre de los tres, que los hizo en la barriga de una amante perspicaz, cuando parecía sometida a los caprichos temibles del patriarca, tronante de gritos y destemperos, pero pronto vuelto al redil, como borrego, para la sumisión final de desheredar a próximos parientes en beneficio de los hijos naturales. Se turnaban Pedro, Paulo y Saúl en el dominio del monte, cada temporada uno, y mientras mandaba Pedro acataban los otros, era un sistema que podría tener su gracia de no ser por que cada uno se convertía en espía de los yerros de la hermandad, bramando Saúl que sin su gobierno la casa se iría a pique, vociferando Paulo que sólo él sabía administrar, y consumiéndose todos en alianzas y traiciones domésticas, como es uso en las familias. Sólo la historia de este triunvirato daría una nao catrineta. Sin hablar de la madre que gritaba que había sido expoliada por los hijos, robada, que es un decir más claro, después de haberse sacrificado tanto por ellos, convertida en criada de un viejo cerdo, y sierva ahora de sus propios hijos, que le escatimaban el dinero y la tenían encerrada. Por las noches, cuando el monte se cubría de silencio para esconderse mejor en los grandes secretos de la oscuridad, se oían gritos de marrana degollada y brutales puntapiés en el entarimado, era la guerra de madre e hijos.
Se ajustó con estos amos Joaquim Carranca, quedando Juan Maltiempo a trabajar a jornal. Todo junto era una miseria, daba, si daba, para no gemir de hambre constante, y si algo los salvaba era tener el beneficio de unas huertas para poder castigar el cuerpo en domingos y días santos. La soldada de Joaquim Carranca era sesenta kilos de harina de maíz, cien escudos, tres litros de aceite, cinco medidas de habichuelas, casa y leña, y a final de año una propina adecuada. En cuanto a la soldada de los más jóvenes, se cifraba en cuarenta kilos de harina de maíz, litro y medio de aceite, tres medidas de habichuelas y cincuenta escudos. Era así mes por mes. Llevaban sacos y medidas a los graneros, el cántaro a la bodega, medía los víveres el intendente, pagaba el administrador el salario, y con esto había que gobernar los cuerpos y reponer fuerzas donde todos los días se gastaban. Pero no todas se restablecían, con esto se conformaban, por más que era fatal que el paso del tiempo se mostrara en demasía bajo la piel, asomando las calaveras, para eso se nace. Murió Joaquim Carranca sin haber tenido enfermedad de cama, un día llegó de cavar la huerta, era uno de aquellos domingos en los que no costaba tanto creer en Dios ni era necesario el cura Agamedes, la pena es que el azadón pesase tanto, y se sentó en un tronco de alcornoque a la puerta de la casa, más cansado que de costumbre, y cuando Sara de la Concepción se acercó a decirle que la cena estaba puesta, ya no había apetito alguno en Joaquim Carranca. Estaba con los ojos abiertos, las manos caídas en el regazo, tan descansado como nunca pudo soñar, y no era mal hombre, no señor, con sus repentes, a pesar de haber sido tan brutal con el sobrino mayor, lo que fue, fue. Y la muerte es un gran rasero que pasa sobre el celemín de la vida y echa fuera lo que está de más, aunque muchas veces no se sepa con qué criterios lo hace, como en este caso de Joaquim Carranca, tan necesario aún en la familia.
Quiere la vida, o quien en ella manda, con mando seguro o indiferente, que la educación profesional y la sentimental vayan parejas. Hay error evidente en esta acumulación, forzada probablemente por la brevedad de las vidas, que no dan para que cada cosa se haga a su tiempo y con descanso, con lo que no gana el tener y sólo pierde el sentir. Pero, no pudiendo el mundo ser cambiado en esto, Juan Maltiempo, mientras se habituaba al trabajo, iba enamorando mozas por los pueblos de alrededor, bailando donde hubiera un acordeón, y buen bailador era, disputado por las muchachas, quién iba a decirlo. Tenía, como sabemos, ojos azules, heredados de su cuatricentenario abuelo, que allí muy cerca, sobre unos helechos antepasados de éstos, forzó a una joven que iba a por agua a la fuente, a la vista de pájaros de plumaje que no varió, mirando desde arriba el debatirse de los dos entre las frondas, cuántas veces fue contemplado ya esto por las aéreas creaturas desde el principio del mundo. Y esos ojos bullían en las entrañas de estas muchachas de ahora, derretidas de pronto en la vuelta de un baile, cuando a Juan Maltiempo se le oscurecía la mirada, ni él se daba cuenta de que al fuego del mirar le subía la antigua saña amorosa, tan grande es la fuerza escondida de las acciones pasadas. Cosas de juventud. Realmente Juan Maltiempo se enamoriscaba mucho pero arriesgaba poco. Y todo quedaba en gestos, en día de tres copas un tiento más atrevido, o un beso torpón al que le faltaba todavía toda la ciencia que el siglo iba acumulando para futuro uso general.
Estas églogas son así. Puntean pastores sus laúdes, hacen las pastoras capillas de flores, pero Juan Maltiempo si en el tiempo de un contrato que durante diez semanas lo retuvo en Salvaterra, descascando alcornoques, consiguió librarse de los mosquitos o conservar después la ilusión de eso, fue porque consumió una ristra de ajos y apestaba a diez pasos de distancia. Aprendió allí el oficio, con ansia de ganar los dieciocho escudos que entonces pagaban a los maestros corticeros, pero afortunadamente estuvo lejos de sus pretendientas, tolerantes en cuestión de olores, pero tal vez enemigas de éste. De tan pequeñas cosas depende, como se sabe, la felicidad de las personas.
Y ahora le toca a Juan Maltiempo el sorteo de quintas. Sueña despierto, se ve ya lejos de Monte Lavre, en Lisboa quizá, y luego de cumplido el servicio militar, tonto será si no consigue encontrar trabajo en los tranvías, o en la policía, o en la guardia nacional, tiene algunas letras, es sólo esforzarse un poco más, no sería el primero. Es un gran día de fiesta este de la inspección, habrá cohetes y vino, pasan los muchachos a merecer el verdadero nombre de hombres, todos con ropa limpia, y cuando allí están, en pelota viva, dicen bromas de macho para ocultar la vergüenza y se ponen colorados ante el médico, que les hace preguntas. Luego se reúne la junta y deciden. Unos cuantos fueron aceptados y de los cuatro que libraron sólo uno iba triste. Este era Juan Maltiempo, para quien se desvanecía en lo imposible su sueño de uniforme, vestido de tranviario, haciendo sonar la campanilla a taconazos, o, si era policía, recorriendo las calles de la capital, o, si guardia, guardando, para quién, los campos donde ahora penaba, y esta hipótesis lo perturbaba tanto que le ayudó a curarse la decepción. No es posible pensar en todo y al mismo tiempo.
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