Ernesto Sabato - Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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Alejandra observaba con fascinación.

– Qué -preguntó Martín, ansioso.

Pero ella no respondió; sus ojos siempre clavados en la gorda.

– Alejandra -insistió, tocándole un brazo-. Alejandra.

Ella lo miró, por fin.

– Qué -volvió a decir.

– Es tan derrotada. No sirve para cantar y tampoco ha de servir ya gran cosa en la cama, salvo para hacer fantasías; ¿quién cargaría con semejante monstruo?

Volvió nuevamente sus ojos a la cantante y murmuró, como si hablara consigo misma:

– ¡Cuánto daría por ser como ella!

Martín la miró asombrado.

Luego, al asombro sucedió el sentimiento ya habitual de anhelante tristeza ante el enigma de Alejandra, condenado a permanecer siempre afuera. Y la experiencia ya le había mostrado que cuando ella llegaba a ese punto se desataba el inexplicable rencor contra él, aquel resentimiento llameante y sarcástico que nunca se pudo explicar y que en aquel último período de sus relaciones estallaba brutalmente.

Así que cuando ella volvió sus ojos hacia él, aquellos ojos vidriosos de alcohol, sabía ya que de sus labios tensos y despreciativos le saldrían palabras duras y vengativas.

Lo miró por unos instantes, que a Martín le parecieron eternos, desde lo alto de su infernal pedestal: parecía uno de esos antiguos y sádicos dioses aztecas que exigen el corazón caliente de sus víctimas. Y entonces le dijo con una voz violenta y baja.

– ¡No te quiero ver acá! ¡Ahora mismo te vas y me dejás sola!

Martín intentó calmarla, pero ella se enfureció aun más y levantándose le gritó que se fuera.

Como un autómata, Martín se levantó y comenzó a salir, entre las miradas de los marineros y prostitutas.

Una vez fuera, el aire fresco empezó a volverlo a su conciencia. Caminó hacia Retiro y terminó sentándose en uno de los bancos de la Plaza Británica: el reloj de la torre marcaba las once y media de la noche.

Su cabeza era un caos.

Por un momento trató de mantenerla en alto, pero de pronto su resistencia terminó.

XX

Pasaron varios días, hasta que Martín, desesperado, marcó el número de la boutique; pero cuando oyó la voz de Wanda no tuvo valor para contestar y colgó. Esperó tres días y volvió a llamar. Era ella.

– ¿Por qué te extrañas? -respondió Alejandra-. Habíamos quedado, me parece, en no vernos más.

Hubo una confusa conversación, frases un poco incomprensibles de Martín, hasta que Alejandra le prometió ir al día siguiente al bar de Charcas y Esmeralda. Pero no fue.

Después de más de una hora de espera Martín decidió ir hasta el taller.

La puerta de la boutique estaba entreabierta y, desde la oscuridad, a la luz de una lámpara baja, vio sentado y solitario a Quique, de perfil. No había nadie en la sala y Quique estaba encorvado, mirando hacia el suelo, como concentrado en alguna meditación. Martín permaneció sin saber qué actitud tomar. Era evidente que ni Wanda ni Alejandra estaban en la otra sala, porque se oirían conversaciones y todo estaba en silencio. Pero también era evidente que estaban en la salita de pruebas que Wanda tenía en la parte trasera del departamento, arriba, a la que se llegaba por una escalera; porque si no era inexplicable la presencia de Quique y la puerta abierta.

Pero no se decidía a entrar: algo se lo impedía en aquella actitud ensimismada y solitaria de Quique. Tal vez por la misma actitud agobiada, creyó notarlo como envejecido, con una profundidad de expresión que no le había notado antes. Sin saber bien por qué, de pronto sintió pena por aquel individuo solitario. Durante muchos años lo iba a recordar así, y trataría de comprender si aquella piedad, aquel ambiguo sentimiento de pena lo había sentido en aquel mismo momento o años después. Y recordó algo que le había dicho Bruno: que siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizás hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre -decía- llevamos una máscara, una máscara que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de los papeles que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del marido engañado, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia. Y tal vez nadie perdone el ser sorprendido en esa última y esencial desnudez de su rostro, la más terrible y la más esencial de las desnudeces, porque muestra el alma sin defensa. Y tanto más terrible y vergonzosa en un comediante como Quique, de modo que (pensaba Martín) era lógico que despertara más compasión que un inocente, o un simple. Motivo por el cual, cuando por fin Martín se decidió a entrar, se retiró sigilosamente y volvió a avanzar golpeando sus tacos en el pasillo que llevaba hasta la boutique. Y entonces, con la rapidez de los comediantes, Quique adoptó ante Martín la máscara de la perversidad, del falso candor y de la curiosidad (¿qué podría tener aquel muchacho con Alejandra?). Y su sonrisa cínica barrió con el proyecto de piedad que se había insinuado en Martín.

Martín, que se sentía torpe delante de extraños, en presencia de Quique no sabía ni cómo sentarse, porque tenía la convicción de que él observaba todo y lo guardaba luego en su perversa memoria: quién sabe dónde y cómo se reirían más tarde con su aspecto y con sus sufrimientos. Los gestos teatrales de Quique, sus deliberadas cursilerías, su doblez, sus frases brillantes, todo contribuiría a que se sintiese como un bicho debajo de la lupa de un sabio irónicamente sádico.

– ¿Sabes que me recordás a una de esas figuras del Greco? -le dijo en cuanto lo vio.

Frase que, como era natural tratándose de Quique, podía ser interpretada como un elogio o como una grotesca instantánea. Era famoso por los presuntos elogios que escribía en sus crónicas, que en rigor eran retorcidas y envenenadas críticas: "jamás condesciende a emplear metáforas profundas", "en ningún momento cae en la tentación de ser distinguido", "no teme enfrentarse con el aburrimiento del espectador".

Arrinconado, callado, Martín, como en la anterior visita, se había sentado sobre el alto banco de dibujo y se encogía instintivamente, como en la guerra, para ofrecer el mínimo de superficie visible. Felizmente, Quique empezó a hablar de Alejandra.

– Están en la piecita de prueba, con Wanda y con la condesa Téleki, née Iturrería, vulgo Marita.

Y mirándolo con cuidadosa intensidad, le dijo: -¿Hace mucho que conoces a Alejandra? -Unos meses -respondió Martín, poniéndose rojo. Quique se acercó con su silla y hablando en voz baja, dijo:

– Te diré que yo ADORO a los Olmos. Empezando por el solo hecho de vivir en Barracas ya hay motivo suficiente para que la haute se muera de risa y para que mi prima Lala sufra del hígado y tenga ataques de histeria, cada vez que alguien descubre que entre nosotros y los Olmos hay un remoto parentesco. Porque, como me decía la vez pasada, furiosa: ¿me querés decir quién, pero QUIÉN, vive en Barracas? Y yo, claro, la tranquilicé contestándole que allí no vive NADIE, fuera de unos cuatrocientos mil grasitas y otros tantos perros, gatos, canarios y gallinas. Y agregué que esa gente (los Olmos) nunca nos darían un disgusto demasiado visible, pues el viejo don Pancho vive en una silla de ruedas, no ve ni oye nada fuera de la Legión de Lavalle, y es muy difícil imaginar que un buen día salga a hacer visitas en el Barrio Norte o declaraciones en los diarios sobre Pocho; la vieja Escolástica, aunque loca, ya se murió; el tío Bebe, aunque loco, vive recluido, como se dice, en sus habitaciones y muy interesado en sus estudios de clarinete, la tía Teresa, aunque loca, también y felizmente ha muerto, y al fin de todo, pobre querida, siempre se la pasó en la iglesia y en los entierros, de modo que nunca tuvo tiempo para fastidiar a nadie en la parte honorable de la ciudad, ya que era devota de Santa Lucía y prácticamente no pasó nunca la colour line. ni siquiera para visitar a un párroco, para averiguar la marcha de la enfermedad de algún presbítero o la real situación del cáncer de un arzobispo. Quedaban (le dije a Lala) Fernando y Alejandra. ¡Otros dos locos!, gritó mi prima. Y Manucho, que estaba presente, meneando la cabeza y levantando los ojos al cielo, exclamó "como dicen en Phédre, O. deplorable race!" La verdad es que Lala, salvo cuando se trata de los Olmos, es bastante tranquila. Porque para ella el mundo resulta de la lucha entre Opio y Monada. Monada sin acento: no confundir con la otra palabra filosófica. Ejemplos:

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