Ernesto Sabato - Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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Preguntaron en el kiosco de la esquina.

– ¿Cómo, no sabían?

Lo habían encerrado en el manicomio, en Vieytes.

Parecía un símbolo: aquel bar era el primero en que había conocido la felicidad. En los momentos más deprimentes de sus relaciones con Alejandra siempre acudía al espíritu de Martín el recuerdo de aquel atardecer, aquella paz al lado de la ventana, contemplando cómo la noche bajaba sobre los techos de Buenos Aires. Nunca como en aquel momento él se había sentido más lejos de la ciudad, del tumulto y el furor, la incomprensión y la crueldad; nunca se había sentido tan aislado de la suciedad de su madre, de la obsesión del dinero, de aquella atmósfera de acomodos, cinismos y resentimiento de todos contra todos. Allí, en aquel pequeño pero poderoso refugio, bajo la mirada de aquel hombre entregado al alcohol y a las drogas, tan fracasado como generoso, parecía como si toda la burda realidad externa estuviese abolida. Había pensado más tarde si era inevitable que seres tan delicados como Vania tuvieran que terminar entregándose al alcohol o a las drogas. Y le conmovían también aquellas pinturas baratas de las paredes, tan burdamente representativas de la patria lejana. ¡Qué emocionante era todo aquello, precisamente por ser tan barato y candoroso! No era una pintura con pretensiones hecha por algún pintor malo que se cree bueno, sino, con toda seguridad, realizada por un artista tan borracho y tan fracasado como el propio Vania; tan desgraciado y definitivamente exiliado de su propia tierra como él; condenado a vivir aquí, en un país para ellos absurdo y remotísimo: hasta la muerte. Y aquellas imágenes baratas, sin embargo, de alguna manera servían para recordar la patria lejana, del mismo modo que las decoraciones de un escenario, aunque hechas de papel, aunque muchas veces torpes y primarias, de algún modo contribuyen a que sintamos de verdad el drama o la tragedia. El hombre del kiosco meneaba la cabeza.

– Era un buen hombre -dijo.

Y el verbo en pasado daba a las paredes del loquero el siniestro significado que verdaderamente tienen.

Se volvieron hacia el Paseo Colón.

– Al fin -comentó Alejandra- aquella inmundicia salió con la suya.

Alejandra, que se había puesto muy deprimida, sugirió ir hasta la Boca.

Cuando bajaron en Pedro de Mendoza y Almirante Brown entraron en el bar de la esquina.

De un carguero brasileño llamado Recife bajó un negro gordo y sudoroso.

– Louis Armstrong -comentó Alejandra, señalando con su sandwich.

Después salieron a caminar por los muelles. Y bastante lejos, en un lugar descubierto, se sentaron al borde de los malecones, mirando hacia los semáforos.

– Hay días astrológicamente malos -comentó Alejandra.

Martín la miró.

– ¿Cuál es tu día? -preguntó.

– El martes.

– ¿Y tu color?

– El negro.

– El mío es el violeta.

– ¿El violeta? -preguntó Alejandra, con cierta sorpresa.

– Lo leí en Maribel.

– Veo que elegís buen material de lectura.

– Es una de las revistas preferidas de mi madre -dijo Martín-, una de las fuentes de su cultura. Es su Crítica de la Razón Pura.

Alejandra negó con la cabeza.

– Para astrología, nada como Damas y Damitas. Es brutal…

Seguían la entrada y salida de barcos. Uno de casco blanquísimo y línea alargada, como una grave ave marina, se deslizaba sobre el Riachuelo, remolcado hacia la desembocadura. El puente levadizo se levantó con lentitud y el barco pasó, haciendo sonar repetidas veces su sirena. Y resultaba extraño el contraste entre la suavidad y elegancia de sus formas, el silencio de su deslizamiento y la fuerza rugiente de los remolcadores.

– Doña Anita Segunda -advirtió Alejandra, por el remolcador delantero.

Les encantaban esos nombres y jugaban concursos e instituían premios al que encontraba el más lindo: Garibaldi Terrero, La Nueva Teresina. Doña Anita Segunda no era malo, pero Martín ya no pensaba en concursos, sino, más bien, cómo todo aquello pertenecía a una época sin retorno.

El remolcador rugía, lanzando una columna de humo negro y retorcido. Los cables estaban tensos como cuerdas de un arco.

– Siempre tengo la sensación de que en una de ésas al remolcador le va a salir una hernia -comentó Alejandra.

Con desconsuelo, pensó que todo eso, todo, desaparecería de su vida. Como aquel barco: silenciosa pero inexorablemente. Hacia puertos remotos y desconocidos.

– ¿En qué pensás, Martín?

– Cosas.

– Decí.

– Cosas, cosas indefinidas.

– No seas malo. Decí.

– Cuando hacíamos concursos. Cuando hacíamos planes para irnos de esta ciudad, a cualquier parte.

– Sí -confirmó ella.

De pronto, Martín le hizo saber que había conseguido unas inyecciones que provocaban la muerte por parálisis del corazón.

– No me digas -comentó Alejandra, sin demasiado interés.

Se las mostró. Después dijo, sombríamente.

– ¿Recordás cuando hablamos una vez de matarnos juntos?

– Sí.

Martín la observó y luego volvió a guardar las inyecciones.

Era ya de noche y Alejandra dijo que podían ya volver.

– ¿Vas al centro? -preguntó Martín, pensando con dolor que todo terminaba ya.

– No, a casa.

– ¿Querés que te acompañe?

Aparentó un tono indiferente, pero su pregunta estaba llena de ansiedad.

– Bueno, si querés -respondió ella, después de una vacilación.

Cuando llegaron frente a la casa, Martín sintió que no podía despedirse allí, y le rogó que lo dejara subir.

Nuevamente ella asintió con vacilación.

Y una vez en el Mirador, Martín se derrumbó, como si todo el infortunio del mundo se hubiese desplomado sobre sus espaldas.

Se echó sobre la cama y lloró.

Alejandra se sentó a su lado.

– Es mejor, Martín, es mejor para vos. Yo sé lo que te digo. No debemos vernos más.

Entre sollozos, el muchacho le dijo que entonces él se mataría con las inyecciones que le había mostrado.

Ella se quedó pensativa y perpleja.

Poco a poco Martín se fue calmando y luego pasó lo que no debía pasar y después que todo hubo pasado, oyó que ella dijo:

– Te vi con la promesa de que no llegaríamos a esto. En cierto modo, Martín, has hecho una especie de…

Pero dejó la frase sin terminar.

– ¿De qué? -preguntó Martín, temeroso.

– No importa, ya está hecho, ahora.

Se levantó y empezó a vestirse.

Salieron y ella dijo que quería ir a tomar algo. El tono de su voz era sombrío y áspero.

Caminaba como distraída, concentrada en algún pensamiento obsesivo y secreto.

Empezó a tomar en uno de los boliches del Bajo y luego, como cada vez que la empezaba a dominar aquella inquietud indefinida, aquella especie de abstracción que tanto angustiaba a Martín, no permanecía mucho tiempo en cada bar y le era necesario salir y entrar en otro.

Estaba inquieta, como si tuviera que tomar un tren y fuese necesario vigilar la hora, tamborileando con sus dedos sobre la mesa, sin oír lo que se le decía o respondiendo ¿eh, eh? sin entender nada.

Finalmente entró en un cafetín en cuyas vidrieras había fotografías de mujeres semidesnudas y de cancionistas. La luz era rojiza. La dueña hablaba en alemán con un marino que tomaba algo en un vaso muy alto y rojo. En las mesitas se podía entrever a marineros y oficiales con mujeres del Parque Retiro. Sobre el estrado apareció entonces una mujer de unos cincuenta años, pintarrajeada, con pelo platinado. Sus enormes pechos parecían estallar corno dos globos a presión debajo de un vestido de raso. En las muñecas, en los dedos y en el cuello estaba cargada de fantasías que refulgían a la luz rojiza del entarimado. Su voz era aguardentosa y canallesca.

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