Sólo se oían las profundas y ansiosas chupadas que Alejandra daba a su cigarrillo.
– No decís nada -comentó Martín, con amargura.
– Ya te respondí que te quiero, que te quiero mucho.
– ¿Qué soñaste recién? -preguntó Martín, sombríamente.
– ¿Para qué querés saberlo? No vale la pena.
– ¿Ves? tenés un mundo desconocido para mí, ¿cómo podes decir que me querés?
– Te quiero, Martín.
– Bah…, me querés como a un chico.
Ella no dijo nada.
– ¿Ves? -comentó Martín, amargamente-, ¿ves?
– No, tonto, no… Estoy pensando…, yo misma no tengo las cosas claras… Pero te quiero, te necesito, de eso estoy segura…
– No dejaste que te besara. No me dejaste ni siquiera tocarte, hace un momento.
– ¡Dios mío! ¿No ves que soy enferma, que sufro cosas atroces? No tienes idea de la pesadilla que acabo de tener…
– ¿Por eso te bañaste? -preguntó Martín irónicamente.
– Sí, me bañé por la pesadilla.
– ¿Se limpian con agua las pesadillas?
– Sí, Martín, con agua y un poco de detergente.
– No me parece que lo que yo estoy diciendo sea motivo de risa.
– No me río, chiquilín. Me río quizá de mí misma, de mi absurda idea de limpiarme el alma con agua y jabón. ¡Si vieras qué furiosa me refriego!
– Es una idea descabellada.
– Claro que sí.
Alejandra se incorporó, apagó la colilla del cigarrillo contra el cenicero que tenía en la mesita de luz y volvió a acostarse.
– Yo soy un muchacho sin experiencia, Alejandra. Hasta es probable que vos me tengas por un poco tarado. Pero así y todo me pregunto: ¿Por qué, si te disgusta que te toque y que te bese en la boca, me has pedido que me acueste aquí, contigo? Me parece una crueldad. ¿O es otro experimento como con Marcos Molina?
– No, Martín, no es ningún experimento. A Marcos Molina yo no lo quería, ahora lo veo claro. Con vos es distinto. Y, cosa curiosa, que yo misma no me lo explico: necesito tenerte de pronto cerca, junto a mí, sentir el calor de tu cuerpo a mi lado, el contacto de tu mano.
– Pero sin besarte de verdad.
Alejandra tardó un momento en proseguir.
– Mirá, Martín, hay muchas cosas en mí, en… Mirá, no sé… Tal vez porque te tengo mucho cariño. ¿Me entendés?
– No.
– Sí, claro…, yo misma no me lo explico muy bien.
– ¿Nunca te podré besar, nunca podré tocar tu cuerpo? -preguntó Martín casi con cómica e infantil amargura.
Vio que ella se ponía las manos sobre la cara y se la apretaba como si le dolieran las sienes. Después encendió un cigarrillo y sin hablar fue hacia la ventana, donde permaneció hasta concluirlo. Finalmente, volvió hacia la cama, se sentó, lo miró larga y seriamente a Martín y empezó a desnudarse.
Martín, casi aterrorizado, como quien asiste a un acto largamente ansiado pero que en el momento de producirse comprende que también es oscuramente temible, vio cómo su cuerpo iba poco a poco emergiendo de la oscuridad; ya de pie, a la luz de la luna, contemplaba su cintura estrecha, que podía ser abarcada por un solo brazo; sus anchas caderas; sus pechos altos y triangulares, abiertos hacia afuera, trémulos por los movimientos de Alejandra; su largo pelo lacio cayendo ahora sobre sus hombros. Su rostro era serio, casi trágico, y parecía alimentado por una
seca desesperación, por una tensa y casi eléctrica desesperación.
Cosa singular: los ojos de Martín se habían llenado de lágrimas y su piel se estremecía como con fiebre. La veía como un ánfora antigua, alta, bella y temblorosa ánfora de carne; una carne que sutilmente estaba entremezclada, para Martín, a un ansia de comunión, porque, como decía Bruno, una de las trágicas precariedades del espíritu, pero también una de sus sutilezas más profundas, era su imposibilidad de ser sino mediante la carne.
El mundo exterior había dejado de existir para Martín y ahora el círculo mágico lo aislaba vertiginosamente de aquella ciudad terrible de sus miserias y fealdades, de los millones de hombres y mujeres y chicos que hablaban, sufrían, disputaban, odiaban, comían. Por los fantásticos poderes del amor, todo aquello quedaba abolido, menos aquel cuerpo de Alejandra que esperaba a su lado, un cuerpo que alguna vez moriría y se corrompería, pero que ahora era inmortal e incorruptible, como si el espíritu que lo habitaba transmitiese a su carne los atributos de su eternidad. Los latidos de su corazón le demostraban a él, a Martín, que estaba ascendiendo a una altura antes nunca alcanzada, una cima donde el aire era purísimo pero tenso, una alta montaña quizá rodeada de atmósfera electrizada, a alturas inconmensurables sobre los pantanos oscuros y pestilentes en que antes había oído chapotear a bestias deformes y sucias.
Y Bruno (no Martín, claro), Bruno pensó que en ese momento Alejandra pronunciaba un ruego silencioso pero dramático, acaso trágico.
Y también él, Bruno, pensaría luego que la oración no fue escuchada.
Cuando Martín se despertó, entraba ya la naciente luminosidad del amanecer.
Alejandra no estaba a su lado. Se incorporó con inquietud y entonces advirtió que estaba apoyada en el alféizar de la ventana, mirando pensativamente hacia afuera.
– Alejandra -dijo con amor.
Ella se dio vuelta, con una expresión que parecía revelar una melancólica preocupación.
Se acercó a la cama y se sentó.
– ¿Hace mucho que estás levantada?
– Un rato. Pero yo me levanto muchas veces.
– ¿Te levantaste esta noche también? -preguntó Martín, con asombro.
– Por supuesto.
– ¿Y cómo no te oí?
Alejandra inclinó la cabeza, apartó la mirada de él, y frunciendo el ceño, como si acentuara su preocupación, iba a decir algo, pero finalmente no dijo nada.
Martín la observó con tristeza, y aunque no comprendía con exactitud la causa de aquella melancolía creía percibir su remoto rumor, su impreciso y oscuro rumor.
– Alejandra… -dijo, mirándola con fervor-vos…
Ella volvió hacia Martín una cara ambigua.
– ¿Yo qué?
Y sin esperar la inútil respuesta, se acercó a la mesita de luz, buscó sus cigarrillos y volvió hacia la ventana.
Martín la seguía con ansiedad, temiendo que, como en los cuentos infantiles, el palacio que se había levantado mágicamente en la noche desapareciese como la luz del alba, en silencio. Algo impreciso le advirtió que estaba a punto de resurgir aquel ser áspero que él tanto temía. Y cuando al cabo de un momento Alejandra se dio vuelta hacia él, supo que el palacio encantado había vuelto a la región de la nada.
– Te he dicho, Martín, que soy una basura. No te olvides que te lo he advertido.
Luego volvió a mirar hacia afuera y prosiguió fumando en silencio.
Martín se sentía ridículo. Se había cubierto con la sábana al advertir su expresión endurecida y ahora pensó que debía vestirse antes que volviera a mirarlo. Tratando de no hacer ruido, se sentó al borde de la cama y empezó a ponerse la ropa, sin apartar sus ojos de la ventana y temiendo el momento en que Alejandra se volviese. Y cuando estuvo vestido, esperó.
– ¿Terminaste? -preguntó ella, como si todo el tiempo hubiese sabido lo que Martín estaba haciendo.
– Sí.
– Bueno, entonces déjame sola.
Aquella noche Martín tuvo el siguiente sueño: En medio de una multitud se acercaba un mendigo cuyo rostro le era imposible ver, descargaba su hatillo, lo ponía en el suelo, desataba los nudos y, abriéndolo, exponía su contenido ante los ojos de Martín. Entonces levantaba su mirada y murmuraba palabras que resultaban ininteligibles.
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