Ernesto Sabato - Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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Con un gesto le señaló las paredes: unos cosacos entrando al galope en una aldea, unas iglesias bizantinas con cúpulas doradas, unos gitanos. Todo era precario y pobre.

– A veces creo que le gustaría volver. Un día me dijo: ¿No le parece que Stalin es dentro de todo un gran hombre? Y agregó que en cierto modo era un nuevo Pedro el Grande y que, al fin de cuentas, quería la grandeza de Rusia. Pero dijo todo esto en voz baja, mirando a cada rato hacia la gorda. Creo que sabe lo que dice por el movimiento de los labios.

Desde lejos, como no queriendo molestar a los muchachos, Vania hacía significativos gestos, señalando el combinado, como elogiando. Y Alejandra, mientras asentía con una sonrisa, le decía a Martín:

– El mundo es una porquería.

Martín reaccionó.

– ¡No, Alejandra! ¡En el mundo hay muchas cosas lindas!

Ella lo miró, quizá pensando en su pobreza, en su madre, en su soledad: ¡todavía era capaz de encontrar maravillas en el mundo! Una sonrisa irónica se superpuso a su primera expresión de ternura, haciéndola contraer, como un ácido sobre una piel muy delicada.

– ¿Cuáles?

– ¡Muchas, Alejandra! -exclamó Martín apretando una mano de ella sobre su pecho-. Esa música… un hombre como Vania… y sobre todo vos, Alejandra… vos…

– Verdaderamente, tendré que pensar que no has sobrepasado la infancia, pedazo de tarado.

Se quedó un momento abstraída, tomó un poco de vodka y luego agregó:

– Sí, claro, claro que tenés razón. En el mundo hay cosas hermosas… claro que hay…

Y entonces, dándose vuelta hacia él, con acento amargo agregó:

– Pero yo, Martín, yo soy una basura. ¿Me entendés? No te engañes sobre mí.

Martín apretó una de las manos de Alejandra con las dos suyas, la llevó a sus labios y la mantuvo así, besándosela con fervor.

– ¡No, Alejandra! ¡Por qué decís algo tan cruel! ¡Yo sé que no es así! ¡Todo lo que has dicho de Vania y muchas otras cosas que te he oído demuestran que no es así!

Sus ojos se habían llenado de lágrimas.

– Bueno, está bien, no es para tanto -dijo Alejandra.

Martín apoyó la cabeza sobre el pecho de Alejandra y ya nada le importó del mundo. Por la ventana veía cómo la noche bajaba sobre Buenos Aires y eso aumentaba su sensación de refugio en aquel escondido rincón de la ciudad implacable. Una pregunta que nunca había hecho a nadie (¿a quién habría podido hacérsela?) surgió de él, con los contornos nítidos y brillantes de una moneda que no ha sido manoseada, que millones de manos anónimas y sucias todavía no han atenuado, deteriorado y envilecido:

– ¿Me querés?

Ella pareció vacilar un instante, pero luego contestó:

– Sí, te quiero. Te quiero mucho.

Martín se sentía aislado mágicamente de la dura realidad externa, como sucede en el teatro (pensaba años más tarde) mientras estamos viviendo el mundo del escenario, mientras fuera esperan las dolorosas aristas del universo diario, las cosas que inevitablemente golpearán apenas se apaguen las candilejas y quede abolido el hechizo. Y así como en el teatro, en algún momento el mundo externo logra llegar aunque atenuado en forma de lejanos ruidos (un bocinazo, el grito de un vendedor de diarios, el silbato de un agente de tránsito), así también llegaban hasta su conciencia, como inquietantes susurros, pequeños hechos, algunas frases que enturbiaban y agrietaban la magia: aquellas palabras que había dicho en el puerto y de las que él quedaba horrorosamente excluido ("me iría con gusto de esta ciudad inmunda") y la frase que ahora acababa de decir ("soy una basura, no te engañes sobre mí"), palabras que latían como un leve y sordo dolor en su espíritu y que, mientras mantenía reclinada la cabeza sobre el pecho de Alejandra, entregado a la portentosa felicidad del instante, hormigueaban en una zona más profunda e insidiosa de su alma, cuchicheando con otras palabras enigmáticas: los ciegos, Fernando, Molinari. Pero no importa -se decía empecinadamente-, no importa, apretando su cabeza contra los calientes pechos y acariciando sus manos, como si de ese modo asegurase el mantenimiento del sortilegio.

– ¿Pero cuánto me querés? -preguntó infantilmente.

– Mucho, ya te dije.

Y sin embargo la voz de ella le pareció ausente, y levantando la cabeza la observó y pudo ver que estaba como abstraída, que su atención estaba ahora concentrada en algo que no estaba allí, con él, sino en alguna otra parte, lejana y desconocida.

– ¿En que estás pensando?

Ella no respondió, parecía no oír.

Entonces Martín reiteró la pregunta, apretándole el brazo, como para volverla a la realidad.

Y ella entonces dijo que no estaba pensando en nada: nada en particular.

Muchas veces Martín sentiría aquel alejamiento: con los ojos abiertos y hasta haciendo cosas, pero ajena, como manejada por alguna fuerza remota.

De pronto Alejandra, mirándolo a Vania, dijo:

– Me gusta la gente fracasada. ¿A vos no te pasa lo mismo?

El se quedó meditando en aquella singular afirmación.

– El triunfo -prosiguió- tiene siempre algo de vulgar y de horrible.

Se quedó luego un momento en silencio y al cabo agregó:

– ¡Lo que sería este país si todo el mundo triunfase! No quiero ni pensarlo. Nos salva un poco el fracaso de tanta gente. ¿No tenés hambre?

– Sí.

Se levantó y fue a hablar con Vania. Cuando volvió, sonrojándose, Martín le dijo que él no tenía plata. Alejandra se echó a reír. Abrió su cartera y sacó doscientos pesos.

– Tomá. Cuando necesites más, decímelo.

Martín intentó rechazarlos, avergonzado, y entonces Alejandra lo miró con asombro.

– ¿Estás loco? ¿O sos uno de esos burguesitos que piensan que no se debe aceptar plata de una mujer?

Cuando terminaron de comer fueron caminando hacia Barracas. Después de atravesar en silencio el parque Lezama tomaron por Hernandarias.

– ¿Conoces la historia de la Ciudad Encantada de la Patagonia? -preguntó Alejandra.

– Algo, no gran cosa.

– Algún día te mostraré papeles que todavía quedan en aquella petaca del comandante. Papeles sobre éste.

– ¿Sobre éste? ¿Quién?

Alejandra señaló el letrero.

– Hernandarias.

– ¿En tu casa? ¿Y cómo?

– Papeles, nombres de calles. Es lo único que nos va quedando. Hernandarias es antepasado de los Acevedo. En 1550 hizo la expedición en busca de la Ciudad Encantada.

Caminaron un rato en silencio y luego Alejandra recitó:

Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres

trae el amor o el oro, a mi apenas me deja

esta rosa apagada, esta vana madeja

de calles que repiten los pretéritos nombres

de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez…

Nombres en que retumban ya secretas las dianas,

las repúblicas, los caballos y las mañanas,

las felices victorias, las muertes militares…

Volvió a quedarse en silencio durante varias cuadras. Y de pronto preguntó:

– ¿Oís campanadas?

Martín aguzó su oído y contestó que no.

– ¿Qué pasa con las campanadas? -preguntó intrigado.

– Nada, que a veces oigo campanas que existen y otras veces campanas que no existen.

Se rió y agregó:

– A propósito de las iglesias, anoche tuve un sueño curioso. Estaba en una catedral, casi a oscuras, y tenía que avanzar con cuidado para no llevarme por delante la gente. Tenía la impresión (porque no se veía nada) de que la nave estaba repleta. Con grandes dificultades pude por fin acercarme al cura que hablaba en el pulpito. No me era posible entender lo que decía, aunque estaba muy cerca, y lo peor era que tenía la certeza de que se dirigía a mí. Yo oía como un murmullo confuso, como si hablara por un mal teléfono, y eso me angustiaba cada vez más. Abrí mis ojos exageradamente para poder ver, al menos, su expresión. Con horror vi entonces que no tenía cara, que su cara era lisa, y su cabeza no tenía pelo. En ese momento las campanas empezaron a sonar, primero lentamente y luego poco a poco, con mayor intensidad y por fin con una especie de furia, hasta que me desperté. Lo curioso, además, es que en el mismo sueño, tapándome los oídos, yo decía como si eso fuera motivo de horror: ¡son las campanas de Santa Lucía, la iglesia adonde iba de chica!

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