Ernesto Sabato - Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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– ¡No! -gritó, mientras se ponía de pie y corría hacia la ventana.

Asustado, Martín, sin atreverse a acercarse, la veía con el pelo revuelto, aspirando a grandes bocanadas el aire de la noche, como si le faltara, su pecho agitado y sus manos aferradas al alféizar, con los brazos tensos. Con un movimiento violento abrió su blusa con las dos manos, arrancando los botones y cayó al suelo rígida. Su cara fue poniéndose morada, hasta que de pronto su cuerpo empezó a sacudirse.

Aterrado, no sabía qué actitud tomar ni qué hacer. Cuando vio que se caía, corrió hacia ella y la tomó en sus brazos y trató de calmarla. Pero Alejandra no oía ni veía nada: se retorcía y gemía, con los ojos abiertos y alucinados. Martín pensó que no podía hacer otra cosa que llevarla a la cama. Así lo hizo y poco a poco vio con alivio que Alejandra se calmaba y que sus gemidos eran paulatinamente más apagados.

Sentado al borde de la cama, lleno de confusión, de miedo, Martín veía sus pechos desnudos entre la blusa entreabierta. Por un instante pensó que de algún modo, él, Martín, estaba de verdad siendo necesario a aquel ser atormentado y sufriente. Entonces cerró la blusa de Alejandra y esperó. Poco a poco la respiración de ella empezó a ser más acompasada y regular, sus ojos se habían cerrado y parecía adormecida. Así pasó más de una hora. Hasta que, abriendo los ojos y mirándolo, pidió un poco de agua. Sostuvo con uno de sus brazos a Alejandra y le dio de beber.

– Apagá esa luz -dijo ella.

Martín la apagó y volvió a sentarse a su lado.

– Martín -dijo Alejandra con voz apagada-, estoy muy, muy cansada, quisiera dormir, pero no te vayas. Podes dormir aquí, a mi lado.

Él se quitó los zapatos y se acostó al lado de Alejandra.

– Sos un santo -dijo ella, acurrucándose a su lado.

Martín sintió cómo de pronto ella se dormía, mientras él trataba de ordenar el caos de su espíritu. Pero era un vértigo tan incoherente, los razonamientos resultaban siempre tan contradictorios que, poco a poco, fue invadido por un sopor invencible y por la sensación dulcísima (a pesar de todo) de estar al lado de la mujer que amaba.

Pero algo le impidió dormir, y poco a poco fue angustiándose.

Como si el príncipe -pensaba-, después de recorrer vastas y solitarias regiones, se encontrase por fin frente a la gruta donde ella duerme vigilada por el dragón. Y como si, para colmo, advirtiese que el dragón no vigila a su lado amenazante como lo imaginamos en los mitos infantiles sino, lo que era más angustioso, dentro de ella misma: como si fuera una princesa-dragón, un indiscernible monstruo, casto y llameante a la vez, candoroso y repelente al mismo tiempo: como si una purísima niña vestida de comunión tuviese pesadillas de reptil o de murciélago.

Y los vientos misteriosos que parecían soplar desde la oscura gruta del dragón-princesa agitaban su alma y la desgarraban, todas sus ideas eran rotas y mezcladas, y su cuerpo era estremecido por complejas sensaciones. Su madre (pensaba), su madre carne y suciedad, baño caliente y húmedo, oscura masa de pelo y olores, repugnante estiércol de piel y labios calientes. Pero él (trataba de ordenar su caos), pero él había dividido el amor en carne sucia y en purísimo sentimiento; en purísimo sentimiento y en repugnante, sórdido sexo que debía rechazar, aunque (o porque) tantas veces sus instintos se rebelaban, horrorizándose por esa misma rebelión con el mismo horror con que descubría, de pronto, rasgos de su madrecama en su propia cara. Como si su madrecama, pérfida y reptante, lograra salvar los grandes fosos que él desesperadamente cavaba cada día para defender su torre, y ella como víbora implacable, volviese cada noche a aparecer en la torre como fétido fantasma, donde él se defendía con su espada filosa y limpia. ¿Y qué pasaba, Dios mío, con Alejandra? ¿Qué ambiguo sentimiento confundía ahora todas sus defensas? La carne se le aparecía de pronto como espíritu, y su amor por ella, se convertía en carne, en caliente deseo de su piel y de su húmeda y oscura gruta de dragón-princesa. Pero, Dios, Dios, ¿y por qué ella parecía defender esa gruta con llameantes vientos y gritos furiosos de dragón herido? "No debo pensar", se dijo, apretándose las sienes, y trató de permanecer como si retuviera la respiración de su cabeza. Trató de que el tumulto se detuviera. Quedó tenso y vacío por un fugitivo segundo. Y luego, ya limpio por un instante siquiera, pensó con dolorosa lucidez PERO CON MARCOS MOLINA, ALLÁ EN LA PLAYA, NO FUE ASÍ, PUES ELLA LO QUISO O LO DESEÓ Y LO BESÓ FURIOSAMENTE, de modo que era a él, a Martín, a quien rechazaba. Cedió en su tensión y nuevamente aquellos vientos volvieron a barrer Su espíritu, como en una furiosa tormenta, mientras sentía que ella, a su lado, se agitaba, gemía, murmuraba palabras Ininteligibles. "Siempre tengo pesadillas cuando me duermo", había dicho.

Martín se sentó en el borde de la cama y la contempló: a la luz de la luna podía escrutar su rostro agitado por la otra tempestad, la de ella, la que él nunca (pero nunca) conocería. Como si en medio de excrementos y barro, entre tinieblas, hubiese una rosa blanca y delicada. Y lo más extraño de todo era que él quería a ese monstruo equívoco: dragón-princesa, rosafango, niñamurciélago. A ese mismo casto, caliente y acaso corrupto ser que se estremecía cerca de él, cerca de su piel, agitado quién sabe por qué horrendas pesadillas. Y lo más angustioso de todo era que habiéndola aceptado así, era ella la que parecía no querer aceptarlo: como si la niña de blanco (en medio del barro, rodeada por bandas de nocturnos murciélagos, de viscosos e inmundos murciélagos) gimiera por su ayuda y al mismo tiempo rechazara con violentos gestos su presencia, apartándolo de aquel tenebroso sitio. Sí: la princesa se agitaba y gemía. Desde desoladas regiones en tinieblas lo llamaba a él, a Martín. Pero él, un pobre muchacho desconcertado, era incapaz de llegar hasta donde ella estaba, separado por insalvables abismos.

Así que no podía hacer otra cosa que mirarla angustiosamente desde acá y esperar.

– ¡No, no! -exclamaba Alejandra poniendo las manos delante de sí, como para rechazar algo. Hasta que se despertó y nuevamente se repitió la escena que ya Martín había visto en aquella primera noche: él, calmándola, llamándola por su nombre; y ella, ausente y surgiendo poco a poco de un profundo abismo de murciélagos y telarañas.

Sentada en la cama, encorvada sobre sus piernas, su cabeza apoyada sobre sus rodillas, Alejandra poco a poco volvía a la conciencia. Al cabo de un tiempo miró, por fin, a Martín y le dijo:

– Espero que ya te hayas acostumbrado.

Martín, por respuesta, intentó acariciarla con su mano en la cara.

– ¡No me toques! -exclamó ella, retrocediendo.

Se levantó y dijo:

– Voy a bañarme y vuelvo.

– ¿Por qué tardaste tanto? -preguntó cuando por fin la vio reaparecer.

– Tenía mucha suciedad.

Se acostó a su lado, después de encender un cigarrillo.

Martín la miró: nunca sabía cuándo ella bromeaba.

– No bromeo, tonto, lo digo en serio.

Martín permaneció callado: sus dudas, la confusión de sus ideas y sentimientos lo mantenían como paralizado. Su ceño fruncido, miraba al techo y trataba de ordenar su mente.

– ¿Qué pensás?

Tardó un momento en responder.

– Mucho y nada, Alejandra… La verdad es que…

– ¿No sabes qué?

– No sé nada… Desde que te conozco vivo en una confusión total de ideas, de sentimientos… ya no sé cómo proceder en ningún momento… Ahora mismo cuando te despertaste, cuando te quise acariciar… Y antes de dormirte… Cuando…

Se calló y Alejandra nada dijo. Permanecieron los dos en silencio durante largo rato.

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