Ernesto Sabato - Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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– Nada más que treinta y cinco leguas -murmuró de pronto el viejo.

Sí, quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido por la quebrada, con el cadáver hinchado y hediendo a varias cuadras a la redonda, destilando los horribles líquidos de la podredumbre. Siempre adelante, con unos tiradores a la retaguardia. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas más, dicen para animarse. Nada más que cuatro, acaso cinco días más de galope, si tienen suerte.

En la noche silenciosa se pueden oír los cascos de la caballada fantasma. Siempre hacia el norte.

– Porque en la quebrada el sol es muy fuerte, hijo, porque son tierras muy altas y el aire es purísimo. Así que a los dos días de marcha el cuerpo estaba hinchado y el olor se sentía a varias cuadras, decía mi padre, y al tercer día hubo que descarnarlo, eso es.

El coronel Pedernera ordena hacer alto y habla con sus compañeros: el cuerpo se está deshaciendo, el olor es espantoso. Se lo descarnará y se conservarán los huesos. Y también el corazón, dice alguien. Pero sobre todo la cabeza: nunca Oribe tendrá la cabeza, nunca podrá deshonrar al general.

¿Quién quiere hacerlo? ¿Quién puede hacerlo?

El coronel Alejandro Danel lo hará.

Entonces descienden el cuerpo del general, que hiede. Lo colocan al lado del arroyo Huacalera, mientras el coronel Danel se arrodilla a su lado y saca el cuchillo de monte. A través de sus lágrimas contempla el cuerpo desnudo y deforme de su jefe. También lo miran duros y pensativos, también a través de sus lágrimas, los rotosos hombres que forman un círculo.

Luego, lentamente, hinca el cuchillo en la carne podrida.

Cabeceó y dijo:

– Durante el gobierno de don Bernardino lo nombraron capitán de milicias en la Guardia de la Horqueta, que así se llama el fortín, que ahora es el pueblo de Capitán Olmos. Después fue alcalde, hasta que subieron los federales. ¿De qué te estaba hablando?

– De cuando dejó el cargo de alcalde, señor (¿quién?).

– Eso es, el cargo de alcalde. Lo dejó cuando subieron los federales eso es. Y a quien quería oírlo, tal vez para que sus palabras llegaran hasta don Juan Manuel, le decía que con las vacas y los indios tenía de sobra y que no tenía tiempo para la política (risita). Pero el Restaurador, que no era manco, ¡qué iba a ser!, nunca creyó en aquellas palabras (risitas). Y fíjate si no andaría descaminado que mi abuelo vino a anoticiarse que don Juan Manuel le mandaba cartas al alcalde de La Horqueta en que le decía que no se le sacase el ojo al inglés Olmos (risitas y toses), porque a él le constaba que andaba conspirando con otros estancieros del Salto y del Pergamino. El ladino no se equivocaba, ¡cuándo, si era un lince! Porque efectivamente el abuelo andaba en conversaciones y así se vio cuando el general Lavalle desembarcó en San Pedro, en agosto del 40. Se presentó allí con su caballada y con sus dos hijos mayores: Celedonio, mi padre, que entonces tenía dieciocho años, y tío Panchito, que tenía un año más. ¡Desdichada campaña, aquella del 40! Abuelo aguantó en Quebracho Herrado hasta la última bala de cañón, cubriendo la retirada de Lavalle. Pudo huir, pero no quiso. Y cuando todo estaba perdido, disparó la última bala que les quedaba a sus cañones y se rindió a las tropas de Oribe. Mientras se enteraba de la muerte de Panchito, el hijo que más quería, sólo dijo: "Al menos se ha salvado el general". Y así terminó su vida en esta tierra mi abuelo don Patricio Olmos.

El viejo cabeceó, mientras murmuraba: "Armistrón, eso es, Armistrón" y de pronto se durmió profundamente.

XIII

Martín esperó, pasó el tiempo y el viejo ya no despertó. Pensó que ahora se había dormido de verdad y entonces, poco a poco, tratando de no hacer ruido, se levantó y empezó a caminar hacia la puerta por la que había entrado Alejandra. Su temor era grande porque ya había madrugado y las luces del alba ya iluminaban la pieza de don Pancho. Pensó que podía tropezarse con el tío Bebe, o que la vieja Justina, la mujer de servicio, podría estar levantada. Y entonces ¿qué les diría?

"Vine con Alejandra, anoche", les diría.

Luego pensó que en esa casa nada podía llamar la atención y que, por lo tanto, no debía temer nada desagradable. Fuera, quizás, de un tropiezo con el loco, con el tío Bebe.

Sintió, o le pareció sentir un crujido, unos pasos, en el corredor al que se salía por aquella puerta. Ya con la mano en el picaporte y con el corazón sobresaltado, esperó en silencio. Se oyó el silbato lejano de un tren. Puso su oído contra la puerta y escuchó con ansiedad: no se oía nada, y ya iba a abrir cuando volvió a oír un pequeño crujido, esta vez inconfundible: eran pasos, cautelosos y espaciados, como alguien que hubiese estado acercándose de a poco a la misma puerta, por el otro lado.

"El loco", pensó agitadamente Martín, y por un instante retiró su oído de la puerta, con el temor de que abriesen bruscamente la puerta del otro lado y se encontrasen con él en una actitud tan sospechosa.

Permaneció así un largo rato sin saber qué determinación tomar: por una parte temía abrir la puerta y encontrarse con el loco; por la otra, miraba hacia donde estaba don Pancho temiendo que se despertase y que lo buscase.

Pero pensó que quizá fuese mejor así, que el viejo se despertase. Porque entonces, si el loco entraba, se vería con él, él podría explicarle. O tal vez al loco no haya que darle ninguna clase de explicación.

Recordó que Alejandra le había dicho que era un loco tranquilo, que se limitaba a tocar el clarinete: en fin a repetir una especie de garabato, sempiternamente. Pero ¿andaría suelto por la casa? ¿O estaría encerrado en una de las habitaciones, como había estado encerrada Escolástica, como era habitual en esas antiguas casas de familia?

En estas reflexiones pasó un rato, siempre escuchando.

Como no oyó nada nuevo, volvió, más tranquilo, a poner su oreja sobre la puerta y, afinando su oído, trató de distinguir el menor rumor o crujido sospechoso: no oyó nada, ahora.

Poco a poco fue haciendo girar el picaporte: era una de esas grandes cerraduras que se usaban en las puertas de antes, con llaves de unos diez centímetros de largo. El ruido que hacía el picaporte al girar le pareció formidable. Y pensó que si el loco andaba por ahí no podía dejar de oírlo y ponerse en guardia. Pero ¿qué hacer a esa altura? Así que, ya más decidido ante el hecho casi consumado, abrió con decisión la puerta.

Casi grita.

Ante él, hierático, estaba el loco. Era un hombre de más de cuarenta años, con barba de muchos días y ropa bastante raída, sin corbata, con el pelo revuelto. Llevaba un saco sport que en algún tiempo habría sido azul marino y un pantalón de franela gris. Su camisa estaba desprendida y todo el conjunto era arrugado y sucio. En la mano derecha, que colgaba, llevaba el famoso clarinete. Su cara era esa cara absorta y demacrada con ojos fijos y alucinados que es frecuente en los locos; era una cara flaca y angulosa, con los ojos grisverdosos de los Olmos y con nariz fuerte y aguileña, pero su cabeza era enorme y alargada como un dirigible.

Martín estaba paralizado por el miedo y no atinó a decir una sola palabra.

El loco lo miró un buen rato en silencio y luego, sin decir nada, se dio vuelta haciendo unas suaves contorsiones (semejantes a las que hacen los chicos de una murga, pero apenas perceptibles) y se alejó por el corredor hacia adentro, seguramente hacia su pieza.

Martín casi corrió en dirección contraria, hacia el patio que ya estaba muy iluminado por el día naciente.

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