Una vieja india de muchísima edad lavaba en una pileta. "Justina", pensó Martín, sobresaltándose nuevamente.
– Buenos días -dijo, tratando de aparentar calma y como si todo aquello fuese natural.
La vieja no contestó una palabra. "Tal vez sea sorda, como don Pancho", pensó Martín.
Sin embargo lo siguió con su mirada misteriosa e inescrutable de india por unos segundos que a Martín le parecieron interminables. Luego prosiguió el lavado.
Martín, que se había detenido, en un momento de indecisión, comprendió que debía proceder con naturalidad, y así se dirigió hacia la escalera de caracol para subir hasta el Mirador.
Llegó a la puerta y golpeó.
Después de unos instantes, y como no recibía contestación, volvió a golpear. Tampoco obtuvo respuesta. Entonces, acercando su boca al intersticio de la puerta, llamó a Alejandra con voz fuerte. Pero pasó el tiempo y nadie respondió.
Supuso que estaba durmiendo.
Pensó entonces que lo mejor sería irse. Pero se encontró caminando hacia la ventana del Mirador. Cuando llegó ante ella vio que las cortinas estaban sin correr. Entonces miró hacia dentro y trató de distinguir a Alejandra en medio de la semioscuridad que todavía había dentro; pero cuando su vista se hubo acostumbrado advirtió, con sorpresa, que ella no estaba dentro.
Por un momento no atinó a hacer nada ni a pensar algo coherente. Luego se dirigió hacia la escalera y empezó a bajarla con cuidado, mientras su cabeza trataba de ordenar alguna reflexión.
Atravesó el patio trasero, bordeó la vieja casa por el jardín lateral en ruinas y finalmente se encontró en la calle.
Caminó indeciso por la vereda hacia el lado de Montes de Oca, para tomar allí el ómnibus. Pero a poco de andar se detuvo y miró para atrás, hacia la casa de los Olmos. Estaba sumido en la mayor confusión y no atinaba a hacer algo preciso.
Volvió unos pasos hacia la casa y luego se detuvo nuevamente. Miró hacia la verja mohosa, como si esperara algo.
¿Qué? A la luz del día el caserón era todavía más disparatado que de noche, porque con sus paredes derruidas y desconchadas, con los yuyos creciendo libremente en el jardín, con su reja enmohecida y su puerta casi caída contrastaba con más fuerza que de noche con las fábricas y las chimeneas que se destacaban detrás. Como un fantasma es más absurdo de día.
Los ojos de Martín se detuvieron finalmente en el Mirador: allá arriba, le parecía solitario y misterioso como la propia Alejandra. ¡Dios mío! -se dijo- ¿qué es esto?
La noche que había pasado en aquella casa se le aparecía ahora, a la luz del día, como un sueño: el viejo casi inmortal; la cabeza del comandante Acevedo metida en aquella caja de sombreros; el tío loco con su clarinete y sus ojos alucinados; la vieja india, sorda o indiferente a cualquier cosa, hasta el punto de no molestarse en querer saber quién era y qué hacía un extraño que salía de las habitaciones y que luego subía al Mirador, la historia del capitán Elmtrees; la historia increíble de Escolástica y de su locura; y, sobre todo, la propia Alejandra.
Empezó a reflexionar con lentitud: era imposible ir a Montes de Oca y tomar un ómnibus, parecía demasiado brutal. Decidió irse caminando, pues, por Isabel la Católica hacia el lado de Martín García; la calle antigua le permitió ordenar poco a poco sus pensamientos encontrados.
Lo que más lo intrigaba y preocupaba era la ausencia de Alejandra. ¿Dónde había pasado la noche? ¿Lo había llevado a ver al abuelo para deshacerse de él? No, porque entonces lo hubiese dejado ir, simplemente, como cuando él quiso irse, después de aquel relato de Marcos Molina, todo aquel asunto de la playa y de las misiones en el Amazonas. ¿Por qué no lo dejó ir en aquel momento?
No, quizá todo era imprevisible, quizá para ella misma. Tal vez se le ocurrió irse mientras él estaba con don Pancho. Pero en ese caso ¿por qué no se lo había dicho? En fin, el mecanismo poco importaba. Lo que importaba era que Alejandra no hubiese pasado la noche en su Mirador. Entonces había que suponer que tenía algún lugar donde lo hacía. Y lo hacía habitualmente, ya que no había por qué pensar que en aquella noche había sucedido algo fuera de lo común.
¿O habría salido sencillamente a caminar por las calles?
Sí, sí, pensó con súbito alivio, casi con entusiasmo: había salido a caminar por ahí, a reflexionar, a despojarse. Ella era así: imprevisible y atormentada, rara, capaz de vagar de noche por las calles solitarias del suburbio. ¿Por qué no? ¿No se habían conocido en un parque? ¿No iba ella a menudo a esos bancos de los parques donde se habían encontrado por primera vez?
Sí, todo era posible.
Aliviado, caminó un par de cuadras. Hasta que de pronto recordó dos cosas que le habían llamado la atención en su momento, y que ahora comenzaron a preocuparlo: Fernando, aquel nombre que ella pronunció una sola vez y en seguida pareció arrepentida de haberlo hecho; y la violenta reacción que Alejandra tuvo cuando él hizo aquella referencia a los ciegos. ¿Qué pasaba con los ciegos? Algo importante era, de eso no tenía dudas, porque ella había quedado como paralizada. ¿Sería el misterioso Fernando ese ciego? Y en todo caso ¿quién era ese Fernando que ella parecía no querer nombrar, con esa especie de temor con que ciertos pueblos no nombran a la divinidad?
Con tristeza volvió a pensar que lo separaban de ella abismos oscuros y que probablemente siempre lo separarían.
Pero entonces, volvía a reflexionar con renovada esperanza, ¿por qué se le había acercado en el parque?, ¿y no había dicho que lo necesitaba, que ellos tenían algo muy importante en común?
Caminó con indecisión unos pasos y luego, deteniéndose, mirando el pavimento, como interrogándose a sí mismo, se dijo: pero, ¿para qué puede necesitarme?
Sentía un amor vertiginoso por Alejandra. Con tristeza pensó que ella, en cambio, no lo sentía. Y que si lo necesitaba a él, Martín, no era en todo caso con el mismo sentimiento que él experimentaba hacia ella.
Su cabeza era un caos.
Durante muchos días no tuvo noticias de ella. Anduvo rondando la casa de Barracas y en varias oportunidades observó desde lejos la herrumbrada puerta de la verja.
Su desaliento culminó al perder el trabajo en la imprenta: por un tiempo no habría trabajo, le dijeron. Pero bien sabía él que la causa era muy otra.
No había ido conscientemente: pero ahí estaba, frente a la vidriera de la calle Pinzón, pensando que en cualquier momento podría desmayarse. Las palabras PIZZA, FAINA parecían no golpear sobre su cabeza sino, directamente, sobre su estómago, como en los perros de Pávlov. Si estuviera Bucich, al menos. Pero tampoco se atrevía. Además, estaría en el sur, quién sabe cuándo volvería. Ahí estaba Chichín, con su gorra y sus tiradores colorados, y Humberto J. D'Arcángelo, más conocido por Tito, con sus escarbadientes a manera de cigarrillo y la Crítica arrollada en la mano derecha, como quien dice "señas particulares", ya que únicamente un burdo mistificador podría pretender ser Humberto J. D'Arcángelo sin el escarbadientes y la Crítica arrollada en la mano derecha. Tenía algo de pájaro, con su nariz ganchuda y filosa y sus ojitos un poco laterales sobre los dos lados de una cara aplastada y huesuda. Nerviosísimo e inquieto como siempre: escarbándose los dientes, arreglándose la rotosa corbata. Con su nuez prominente ascendiendo y descendiendo.
Martín lo miraba fascinado hasta que Tito lo vio y con su infalible memoria lo reconoció. Y haciéndole señas con la Crítica arrollada, como un agente de tránsito, le dijo que entrara, lo hizo sentar y le pidió un Cinzano con bitter; mientras desenvolvía el diario, que ya estaba abierto en la página de deportes, golpeaba sobre ella con su mano casi desprovista de carne y acercándose a Martín por encima de la mesita de mármol, con el escarbadientes moviéndose sobre el labio inferior, le dijo, ¿sabe cuánto se pagó por este hombre?, pregunta a la cual Martín puso una cara de susto, como si no supiese la lección, y aunque sus labios se movieron no logró articular ninguna palabra, mientras D'Arcángelo, con los ojitos brillándole de indignación, con la nuez detenida en medio de la garganta, esperaba la respuesta: con una sonrisa irónica, con una amarga ironía apriorística por la inevitable equivocación, no ya del muchacho sino de cualquiera que tendría cinco de seso. Pero felizmente, mientras la nuez permanecía en suspenso, llegó Chichín con las botellas y entonces Tito, dando vuelta su cara afilada hacia él, golpeando con el dorso de su mano huesuda sobre la página de deportes, le dijo: vo, Chichín, decime, e un decir, cuánto pagaron por ese tullido de Cincotta, y mientras el otro servía el Cinzano respondió y qué sé yo, quiniento, a lo que Tito respondió sonriendo de costado con amargura y cierta felicidad (porque demostraba hasta qué punto él, Humberto J. D'Arcángelo, estaba en lo cierto) je y luego de doblar la Crítica nuevamente, como un profesor que guarda en la vitrina el aparato después de la demostración, agregó Ochociento mil y después de un silencio proporcionado al enorme disparate, agregó: y ahora vo decime si a este paí estamo todo loco. Mantuvo su mirada fija en Chichín, como escrutando el menor signo de oposición y todo se mantuvo por unos segundos como paralizado: la nuez de D'Arcángelo, sus ojitos irónicos, la atenta expresión de Martín y Chichín con su gorra y sus tiradores colorados manteniendo la botella de vermouth en el aire.
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