Ernesto Sabato - Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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Las estrellas se refulgían en la noche dura y fría.

– Es mi sistema, pibe -explicó con orgullo, dando unos golpecitos con sus manazas sobre el Mack, como si fuera un caballo querido-. Al llegar la noche, paro. Salvo en verano, por la fresca. Pero siempre es peligroso: te cansas, te dormís y zas. Lo que le pasó al gordo Villanueva, el verano pasao, cerca del Azul. Y te soy sincero, no es por uno, es por los demás. Imagínate semejante camión. Se hacen torta, se hacen.

Martín empezó los preparativos para el fuego. Mientras el camionero extendía la carne sobre la parrilla, comentó:

– Un lindo asadito de tira, vas a ver. Mi sistema es comprar cuando recién carnean. Nada de frigorífico, pibe, tenélo siempre presente: le quitan la sangre. Si yo sería gobierno te juro por esta cruz que prohibía la carne congelada. Creéme, por eso andan tantas enfermedades hoy en día.

Pero ¿y sin los frigoríficos no se pudría la carne en las grandes ciudades? Bucich se quitó el cigarro, negó con el dedo y dijo:

– Mentiras, son todos negocios. Si la venderían en seguida no pasa nada, ¿entendés? Hay que comprarla apenas carnean. ¿Cómo se va a pudrir? ¿Me querés explicar?

Mientras acomodaba el asado de modo que el viento no lo quemara, agregó, como si hubiera seguido pensando en aquello:

– Te soy sincero, pibe: la gente de antes era más sana. No tendría tanto firulete como ahora, si se quiere, pero era más sana. ¿Sabes cuánto tiene mi viejo?

No, Martín no lo sabía. A la luz del luego lo miraba a Bucich sonriendo, en cuclillas, con el toscano apagado, orgulloso de antemano.

– Ochenta y tres. Y te mentiría si te diría que ha visto un médico. ¿Querés creer?

Luego se sentaron en los cajoncitos, cerca del fuego, en silencio, esperando que la carne estuviera a punto. El cielo era purísimo, el frío intenso. Martín observa las llamas.

Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe.

Pero ¿quién quiere hacerlo? Y sobre todo, ¿quien podrá

hacerlo?

El coronel Alejandro Danel lo hará.

Entonces descienden el cuerpo, lo depositan a orillas del arroyo, es necesario rajarle la ropa a cuchillo, tensa por la hinchazón. Luego Danel se arrodilla a su lado y desenvaina el cuchillo de monte. Durante unos instantes contempla el cadáver deforme de su jefe. También lo contemplan los hombres que forman un círculo taciturno. Y entonces Danel hinca el cuchillo en donde la podredumbre ya ha empezado su tarea. El arroyo Huacalera arrastra los pedazos de carne, aguas abajo, mientras los huesos van siendo amontonados sobre el poncho.

El alma de Lavalle advierte las lágrimas de Danel y reflexiona así: "Sufres por mí, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estás arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizá con el tiempo se convierta en flor, en perfume. Ya ves que esto no debería entristecerte. Y, además, así sólo quedarán de mí los huesos, lo único que en nosotros se acerca a la piedra y a la eternidad. Y me conforta que guarden el corazón. ¡Tan lealmente me ha acompañado en la adversidad! Y también la cabeza, sí. Esa cabeza que aquellos doctores dicen que nada valía. Quizá lo dijeron porque me repugnaba aliarme con extranjeros o porque esa larga retirada les pareció absurda y sin objeto, porque no me decidí a atacar a Buenos Aires cuando temamos sus cúpulas a la vista: esos intelectuales que no sabían que en aquellos días en que volví a ver los campos en que fusilé a Dorrego me atormentaba su recuerdo, y más ahora que veía que el pueblo de la campaña estaba con él y no con nosotros, cuando cantaba

Cielo y cielo nublado

por la muerte de Dorrego…

"Sí, camaradas, esos doctores que me hicieron cometer un crimen, porque yo era muy joven, entonces, y creí de veras que hacía un servicio a mi patria, y aunque me dolía terriblemente, porque yo amaba a Manuel, porque siempre le había tenido inclinación, firmé aquella sentencia que tanta sangre ha traído en estos once años. Y aquella muerte fue un cáncer que me devoró en el exilio y después en esta estúpida campaña. Tú, Danel, que estabas conmigo en aquel momento, sabes muy bien cuánto me costó hacerlo, cuánto admiraba yo el coraje y la inteligencia de Manuel. Y también lo sabe Acevedo, y muchos camaradas que aquí miran ahora mis restos. Y sabes también que fueron ellos, los hombres con cabeza, los que me indujeron a hacerlo, con cartas insidiosas, cartas que además querían que yo luego destruyese. Fueron ellos. No tú, Danel, ni tú, Acevedo, ni Lamadrid ni ninguno de los que no tenemos más que un brazo para empuñar el sable y un corazón para enfrentar la muerte".

(Los huesos ya han sido envueltos en el poncho que alguna vez fue celeste pero que hoy, como el espíritu de esos hombres, es poco más que un trapo sucio; un trapo que no se sabe bien qué representa; esos símbolos de los sentimientos y pasiones de los hombres - celeste, rojo - que terminan finalmente por volver al color inmortal de la tierra, ese color que es más y menos que el color de la suciedad, porque es el color de nuestra vejez y del destino final de todos los hombres, cualesquiera sean sus ideas. El corazón ya ha sido puesto en un tachito con aguardiente. Y los hombres aquellos han guardado en algunos de los harapientos bolsillos un pequeño recuerdo de aquel cuerpo: un huesito, un mechón de pelos.)

"Y tú. Aparicio Sosa, que nunca intentaste entender nada, porque simplemente te limitaste a serme fiel, a creer sin razones en lo que yo dijera o hiciese, tú. que me cuidaste desde que fui un cadete mocoso y arrogante: tú, el callado sargento Aparicio Sosa, el negro Sosa, el picado de viruelas Sosa, el que me salvó en Cancha Rayada, el que nada tiene fuera del amor a este pobre general derrotado, fuera de esta bárbara y desgraciada patria querría que pensaran en ti.

"Quiero decir…"

(Los fugitivos han colocado ahora el bulto con los huesos en la petaca de cuero del general, y la petaca sobre el tordillo de pelea. Pero vacilan con el tachito hasta que Danel lo entrega a Aparicio Sosa, el más desamparado por la muerte de su jefe.)

"Sí, compañeros, al sargento Sosa. Porque es como decir a esta tierra, esta tierra bárbara, regada con la sangre de tantos argentinos. Esta quebrada por la que veinticinco años atrás subió Belgrano con sus soldaditos improvisados, generalito improvisado, frágil como una niña, con la sola fuerza de su ánimo y de su terror, teniendo que enfrentar las fuerzas aguerridas de España por una patria que todavía no sabíamos claramente qué era, que todavía hoy no sabemos qué es, hasta dónde se extiende, a quién pertenece de verdad: si a Rosas, si a nosotros, si a todos juntos o a nadie. Sí, sargento Sosa: sos esta tierra, esta quebrada milenaria, esta soledad americana, esta desesperación anónima que nos atormenta en medio de este caos, en esta lucha entre hermanos."

(Pedernera da orden de montar. Ya se oyen peligrosamente cerca los disparos en la retaguardia, se ha perdido demasiado tiempo. Y dice a sus compañeros "Si tenemos suerte, en cuatro días alcanzamos la frontera". Eso es, treinta y cinco leguas que pueden cubrirse en cuatro días de desesperado galope. "Si Dios nos acompaña", agrega. Y los fugitivos desaparecen en medio del polvo, bajo el sol intenso de la quebrada, mientras detrás otros camaradas mueren por ellos.)

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