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Ernesto Sabato: Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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que ha muerto Lavalle.

Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.

El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo.

El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntando. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empezado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.

Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver.

"Nunca Oribe tendrá la cabeza", le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.

Lentamente iba naciendo un nuevo día en la ciudad de Buenos Aires, un día como otro cualquiera de los innumerables que han nacido desde que el hombre es hombre.

Desde la ventana, Martín vio a un chico que corría con los diarios de la mañana, tal vez para calentarse, tal vez porque en ese trabajo hay que moverse. Un perro vagabundo, no muy diferente del Bonito, revolvía un tacho de basura. Una muchacha como Hortensia iba a su trabajo.

Pensó también en Bucich, en su Mack con acoplado.

Así que puso sus cosas en la bolsa marinera y bajó las escaleras rotosas.

VII

Lloviznaba, la noche era fría. Un viento desolado, en furiosas ráfagas, arrastraba los papeles de la calle y las hojas secas que iban dejando desnudas las ramas de los árboles.

Frente al galpón hacían los últimos preparativos. La lona, dijo Bucich, con su pucho apagado, sabes, puede llover fuerte. Ataban las riendas, apoyando una pierna sobre el camión, haciendo fuerza. Pasaban obreros, conversando, haciendo chistes, algunos en silencio y cabizbajos. Tirá de ahí, pibe, decía Bucich. Después entraron en el bar: hombres de mameluco azul y sacos de cuero, con botas y borceguíes conversaban ruidosamente, tomaban café y ginebra, comían enormes sandwiches, cruzaban recomendaciones, se hablaba de gente de la ruta: el Flaco, el Entrerriano, Gonzalito. Le daban enormes golpes en la espalda, sobre la campera de cuero, le decían Puchito viejo y peludo, y él sonreía, sin hablar. Y luego, después de terminar aquel salamin y el café negro, le dijo a Martín ahora le metemo, pibe, y saliendo, subió a la cabina y puso en marcha el motor, encendió las luces de posición y empezó su marcha hacia el puente Avellaneda, iniciando el viaje interminable hacia el sur, primero atravesando en la madrugada frígida y lluviosa aquellos barrios que tantos recuerdos traían a Martín; luego, después de cruzar el Riachuelo, los barrios industriales, y luego poco a poco, la ruta más abierta hacia el sudeste; hasta que después del cruce de caminos con La Plata, decididamente hacia el sur, en aquella ruta 3 que terminaba en la punta del mundo, allá, donde Martín imaginaba todo blanco y helado, aquella punta que se inclinaba hacia la Antártida, barrida por los vientos patagónicos, inhóspita pero limpia y pura. Seno de la Ultima Esperanza, Bahía Inútil, Puerto Hambre, Isla Desolación, nombres que había mirado a lo largo de años, desde su infancia allá en el altillo, en largas horas de tristeza y soledad; nombres que sugerían remotas y solitarias regiones del mundo, pero limpios, duros y purísimos; lugares que parecían no haber sido ensuciados aún por los hombres y sobre todo por las mujeres.

Martín le preguntó si conocía bien la Patagonia, Bucich dijo je, sonriendo con benévola ironía.

– Soy de la clase del 1, pibe. Y se puede decir que desde que dejé de gatiar empecé a andar por la Patagonia. ¿Sabé? Mi viejo era marinero y en el barco alguien le habló del sur, de las minas de oro. Y ahí nomás el viejo se embarcó en Buenos Aires en un carguero que iba a Puerto Madryn. Allá conoció a un inglés Esteve, que también andaba queriendo encontrar oro. Así que siguieron viaje pal sur. En lo que viniera: a caballo, en carreta, en canoa. Hasta que se quedó en Lago Viema, cerca del Fisroy. Ahí nací yo.

– ¿Y su madre?

– La conoció allá, una chilena, Albina Rojas. Martín lo miraba fascinado. Bucich sonreía pensativo para sí mismo, sin dejar de observar cuidadosamente la ruta, el toscano apagado. Le preguntó si hacía mucho frío. -Asegún. En invierno llega a hacer hasta treinta bajo cero, sobre todo entre Lago Argentino y Río Gallegos, en la travesía. Pero en verano se pone lindo.

Después de un rato le habló de su infancia, de la caza de pumas y de guanacos, de zorros, de jabalíes. De las expediciones con su padre, en canoa.

– Mi viejo -añadió riéndose- nunca abandonó la idea del oro. Y aunque trabajaba con unas ovejas y era poblador, en cuanto podía volvía a las andadas. En el año 3 supo andar con un dinamarqués Masen y un alemán Oten por Tierra del Fuego. Fueron los primeros blancos en atravesar el Río Grande. Después volvieron al norte por Ultima Esperanza hasta llegar a los lagos. Siempre buscando oro. -¿Y encontraron?

– Qué iban a encontrar. Puro cuento. -¿Y cómo vivían?

– Y, de lo que cazaban y pescaban. Después, mi viejo entró a trabajar con Masen en la comisión de límites. Y estando cerca del Viema conoció a uno de los primeros pobladores de por allá, un inglés Yac Liveli, que le dijo vea don Bucich esto tiene mucho porvenir, créame, por qué no se queda por aquí en vez de andar buscando oro, acá, el oro son las ovejas, yo sé lo que le digo. Y después se quedó callado.

En la noche silenciosa y helada se pueden oír los cascos de la caballería en retirada. Siempre hacia el norte.

– En el veintiuno yo trabajaba de peón en Santa Cruz, cuando la huelga grande. Hubo una gran matanza.

Volvió a quedarse pensativo, masticando el toscano apagado. A veces saludaba a algún camionero que venía en sentido inverso.

– Parece que lo conocen mucho -comentó Martín.

Bucich sonrió con orgullosa modestia.

– Pibe, hace más de diez años que ando en la ruta 3. La conozco más que a mis manos. Tres mil kilómetros desde Buenos Aires hasta el estrecho. Así es la vida, pibe.

Colosales cataclismos levantaron aquellas cordilleras del noroeste y desde doscientos cincuenta mil años vientos provenientes de la regiones que se encuentran más allá de las cumbres occidentales, hacia la frontera, cavaron y trabajaron misteriosas y formidables catedrales.

Y la Legión (los restos de la Legión) sigue su galope hacia el norte, perseguida por las fuerzas de Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose, hediendo, va el cuerpo hinchando del general.

El tiempo había ido cambiando, había dejado de lloviznar, soplaba un viento fuerte de adentro (decía Bucich) y el frío era cortante. Pero el cielo ahora estaba límpido. A medida que avanzaba hacia el sudoeste la pampa se abría más y más, el paisaje se volvía imponente y el aire parecía más honrado para Martín. Ahora se sentía útil también: tuvieron que cambiar una cubierta, cebaba mate, preparaba el fuego. Y así llegó la primera noche.

Quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido, con el cadáver que hiede y destila los líquidos de la podredumbre, con unos tiradores a la retaguardia que cubren las espaldas, que quizá son poco a poco diezmados y lanceados o degollados. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas, se dicen a sí mismos. Nada más que cuatro o cinco días de marcha, si Dios los ayuda.

– Porque a mí, pibe, no me gusta comer en las fondas -dijo Bucich mientras acomodaba el camión en un desvío de tierra.

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