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Ernesto Sabato: Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.

Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde están los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?

"No saben a quién han matado en la noche ", dice Frías. "Han tirado en la oscuridad." "Está claro", piensa Pedernera. Hay que huir antes que lo comprendan. Da órdenes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.

Dice el coronel Pedernera: "Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descansarán los restos de nuestro jefe".

Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tiradores defender la retirada de la retaguardia, y luego emprenden la marcha final hacia el exilio.

Volvió a oír al nene que lloriqueaba. Bueno, bueno -dijo la mujer, sin dejar de darle el té-. Luego, cuando terminó, lo acomodó en la cama y entonces fue hacia el otro lado, hacia el lado de donde venía el lloriqueo. Canturreó. Martín hizo un esfuerzo y movió su cabeza hacia el costado: estaba inclinada sobre algo, que después vio que era un cajón. Vamos, vamos -decía-. Y canturreaba. Sobre el cajón que servía de cuna había un cromo: Cristo tenía, el pecho abierto como en una lámina Testut y mostraba su corazón con un dedo, en colores. Más abajo había unas estampitas de santos. Y cerca, en otro cajón, estaba el Primus, con una pava encima. Bueno, bueno -repitió con voz cada vez más apagada, y canturreaba un sonsonete, cada vez más imperceptiblemente. Después todo quedó en silencio, pero ella esperó aún un minuto más, siempre agachada sobre el chico, hasta cerciorarse de que dormía. Luego, tratando de no hacer ruido, se volvió hacia donde estaba Martín. Y se durmió

– le dijo, sonriendo-. Y después, inclinándose un poco sobre él y poniéndole la mano sobre la frente, le preguntó: ¿Está mejor? Su mano era callosa. Martín hizo un signo afirmativo. Durmió tres horas. Martín empezaba a tener más lucidez. La miró: los sufrimientos y el trabajo, la pobreza y la desgracia no habían podido borrar del rostro de aquella mujer una expresión dulce y maternal. Se descompuso. Entonces les dije que lo trajeran acá. Martín enrojeció e intentó incorporarse. Pero ella lo retuvo. Espere un momento, quién lo corre. Sonriendo tristemente, agregó: Habló muchas cosas, niño. ¿Qué cosas? -preguntó Martín, avergonzado-. Muchas pero no se entendía bien -contestó la mujer, con timidez, mirando y tocando su pollera con cuidado, como si estuviera examinando una rotura casi invisible. El tono de su voz era el de la suave amonestación que suele tener en algunas madres. Al levantar sus ojos vio que Martín la observaba con una expresión de dolorosa ironía. Quizá ella lo comprendió, porque dijo: Yo también…, no vaya a creer. Vaciló un momento. Pero al menos ahora tengo trabajo acá y puedo tener al nene conmigo. Hay mucho trabajo, eso sí. Pero tengo esta piecita y puedo tener al nene. Volvió a examinar la rotura invisible y alisar la pollera. Y luego… -dijo, sin levantar la vista- hay tantas cosas lindas en la vida. Levantó su mirada y nuevamente encontró la expresión de ironía en la cara de Martín. Y ella volvió a emplear aquel tono de amonestación, mezclada a la compasión y al temor. Sin ir más lejos, míreme a mí, vea todo lo que tengo. Martín miró a la mujer, a su pobreza y su soledad en aquel cuchitril infecto. Tengo al nene -prosiguió ella tenazmente-, tengo esa vitrola vieja con unos discos de Gardel; ¿no le parece hermoso Madreselvas en flor? ¿Y Caminito? Con aire soñador, comentó: Nada hay tan hermoso como la música, eso sí. Dirigió una mirada al retrato en colores del cantor: desde la eternidad, Gardel, deslumbrante con su frac, también parecía sonreírle. Luego, volviendo hacia Martín, prosiguió con su censo: Después están las flores, los pájaros, los perros, qué sé yo… Lástima que el gato del café me comió el canario. Era una gran compañía. No nombra al marido pensó Martín, no tiene marido, o ha muerto o ha sido engañada por cualquiera. Casi con entusiasmo, dijo: ¡Es tan lindo vivir! Mire, niño: yo tengo veinticinco años y ya me da pena porque un día tendré que morirme. Martín la miró: había creído que tenía cuarenta años. Cerró los ojos y quedó pensativo. La mujer creyó que volvía a sentirse mal porque se acercó y nuevamente le puso la mano en la frente. Martín volvió a sentir aquella mano cubierta de callos. Y Martín comprendió que, tranquilizada, aquella mano permanecía un segundo más, torpe pero tiernamente, en una pequeña caricia tímida. Abrió los ojos y dijo: Me parece que el té me ha hecho bien. La mujer pareció sentir una extraordinaria alegría. Martín se sentó en la cama: Me voy -dijo-. Se sentía muy débil y muy mareado. ¿Se siente bien? -preguntó ella, preocupada-. Perfectamente. ¿Cómo se llama usted? Hortensia Paz paraservirausté. Yo me llamo Martín. Martín del Castillo.

Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique, regalo de su abuela. Le regalo este anillito. La muchacha se puso colorada y se negó. ¿No me dijo usted que en la vida hay alegrías? -preguntó Martín-. Si me acepta este recuerdo tendré una gran alegría. La única alegría que he tenido en el último tiempo. ¿No quiere que me ponga contento? Hortensia seguía vacilando. Entonces se lo puso en la mano y salió corriendo.

VI

Cuando llegó a su cuarto amanecía. Abrió la ventana. Por el este, el Kavanagh iba recortándose poco a poco sobre un cielo ceniciento.

¿Cómo había dicho Bruno una vez? La guerra podía ser absurda o equivocada, pero el pelotón al que uno pertenecía era algo absoluto.

Estaba D'Arcángelo, por ejemplo. Estaba la misma Hortensia.

Un perro, basta.

La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la quebrada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pendientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, expediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nuevamente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron.

Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta:

Palomita blanca,

vidalita,

que cruzas el valle,

vé a decir a todos,

vidalita,

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