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Carlos Fuentes: La Frontera De Cristal

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Carlos Fuentes La Frontera De Cristal

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años. Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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Carlos Fuentes La Frontera De Cristal Una Novela En Nueve Cuentos En La - фото 1

Carlos Fuentes

La Frontera De Cristal

(Una Novela En Nueve Cuentos)

En La frontera de cristal, Carlos Fuentes es el mismo narrador de sus mejores libros: agresivo, vital, poderoso. Encuentra todos los ángulos posibles en una historia, con una variante insospechada: la comicidad, que ahora lleva al lector a la carcajada franca con algunas de sus páginas más memorables, no por ágiles menos penetrantes y agudas. Como contraste a este humor mordaz, Fuentes aborda la problemática brutal de la inmigración, los abusos que en su nombre se cometen contra quienes han de salir de su país para ganarse mejor el sustento. En esta novela (a través de nueve cuentos) Fuentes reproduce la separación que se ha dado entre México y Estados Unidos a lo largo de 200 años, y la examina con el cristal de la discriminación, el racismo, la violencia, la sexualidad, la fascinación mutua, el rencor y el sufrimiento, pero también la fuerza de la vida mexicana, que parece sobrevivir a todas las agresiones de la injusticia, la corrupción y el mal gobierno en México, donde se originan los dramas de los personajes de La frontera de cristal, unidos entre sí por las servidumbres y grandezas de una familia: los Barroso.

LA CAPITALINA

A Héctor Aguilar Camín

1

"No hay absolutamente nada de interés para el visitante en Campazas." La categórica afirmación de la Guide Bleu arrancó una pequeña sonrisa a Michelina Laborde, quebrando fugazmente la simetría perfecta de su belleza facial -su "mascarita mexicana", le dijo un admirador francés-, esos huesos perfectos de las beldades de México a las que el tiempo parece no afectar. Rostros perfectos para la muerte, añadió el galán, y eso ya no le gustó a Michelina.

Era una mujer joven de gustos sofisticados porque así la educaron, así la heredaron y así la refinaron. Pertenecía a una "vieja familia", pero cien años antes, su educación no habría sido demasiado diferente. "Ha cambiado el mundo, nosotros no", decía siempre su abuela quien seguía siendo la columna vertebral de la casa. Sólo que antes había más poder detrás de las buenas maneras. Había haciendas, tribunales de excepción y bendiciones de la Iglesia. También había crinolinas. Era más fácil disimular los defectos físicos que la moda moderna revelaba. Unos blue jeans acentúan las nalgas gruesas o las piernas flacas. "Nuestras mujeres tienen la condición del tordo", le oyó todavía decir a su abuelo (qepd): "Pata flaca, culo gordo."

Se imaginaba con crinolina y se sentía más libre que con pantalón vaquero. ¡Qué bonito saberse imaginada, escondida, cruzando las piernas sin que nadie lo notase, atreviéndose, incluso, a no usar nada debajo de la crinolina, recibir el aire fresco y libre en esas nalgas tan mentadas, en los intersticios mismos del pudor, sabiendo que los hombres tenían que imaginarla! Odiaba la moda top-less en las playas; era enemiga personal del bikini y sólo a regañadientes se ponía la minifalda.

Se ruborizó pensando todo esto cuando la azafata del Gruman se acercó a susurrarle el próximo arribo del avión particular al aeropuerto de Campazas. Ella trató de distinguir una ciudad en medio del desierto, las montañas calvas y el polvo inquieto. No vio nada. Su mirada le fue secuestrada por un espejismo: el río lejano y más allá las cúpulas de oro, las torres de vidrio, los cruces de las carreteras como grandes alamares de piedra… Pero eso era del otro lado de la frontera de cristal. Acá abajo, la guía de turismo tenía razón: no había nada.

La recibió don Leonardo, su padrino. Él la había invitado después de conocerla en la capital, hacía apenas seis meses.

– Date una vuelta por mi tierra. Te va a gustar, ahijada. Te mando mi avión privado.

A ella, para que es más que la verdad, le gustó su padrino. Era un hombre de cincuenta años de edad, veinticinco más que ella, robusto, patilludo, medio calvo, pero con un perfil perfecto, clásico, como de emperador romano, y la sonrisa y la mirada necesarias para acompañarlo. Sobre todo tenía los ojos de ensoñación que le decían: te he estado esperando mucho tiempo.

Michelina hubiese rechazado la perfección pura; no había conocido hombre guapérrimo que no la decepcionase. Se sentían más bonitos que ella. La hermosura les daba aires de tiranía insoportables. El padrino don Leonardo tenía ese perfil perfecto pero lo desmentían los cachetes, la calva, la edad misma… La sonrisa, en cambio, decía, no me tomes muy en serio, soy cachondo y vacilador; pero la mirada, otra vez, era de un apasionamiento irresistible, me enamoro en serio, le decía, sé pedirlo todo porque también sé darlo todo, ¿qué me dices?

– ¿Qué me dices Michelina?

– Ay padrino, que nos conocimos cuando yo nací, ¿cómo me dice que hace sólo seis me…?

La interrumpió:

– Es la tercera vez que te conozco ahijada. Cada vez me parece la primera. ¿Cuántas me faltan?

– Ojalá que muchas- dijo ella sin pensar que se iba a sonrojar, aunque nadie se lo iba a notar porque acababa de pasar diez días en Zihuatanejo y nadie podía distinguir si se ponía colorada o nada más estaba quemadita por el sol. Pero era una mujer que llenaba el espacio, dondequiera que estuviera. Coincidía con sus lugares, los hacía más bellos. Un coro de chiflidos machos la recibía en los lugares públicos, también en el pequeño aeropuerto de Campazas. Pero cuando los galancetes vieron con quién venía, se impuso un respetuoso silencio.

Don Leonardo Barroso era un hombre poderoso aquí en el norte, pero también en la capital. El padre de Michelina Laborde la ofreció como ahijada del entonces Ministro por los motivos más obvios. Protección, ambición, una minúscula parcela de poder.

– ¡El poder!

Era risible. El propio padrino se los explicaba cuando estuvo en la capital hace seis meses. La salud de México ha consistido en que renueva sus élites periódicamente. Por las buenas o por las malas. Cuando las aristocracias nativas se eternizan, las sacamos a patadas. La inteligencia social y política del país consiste, más bien, en saber retirarse a tiempo y dejar abiertas las puertas a la renovación constante. Políticamente, la no reelección es nuestra gran válvula de escape. Aquí no puede haber Somozas ni Trujillos. Nadie es indispensable. Seis añitos y a su casa. ¿Robó mucho? Mejor. Es el pago social por saber retirarse y no volver a decir ni mú. Imagínense que Stalin hubiera durado nomás seis años y entregado pacíficamente el poder a Trotsky, éste a Kamenev, y éste a Bujarin, etcétera. Hoy sí que la URSS sería la primera potencia del mundo. En México, ni el rey de España les concedió títulos seguros a los criollos, ni la república autorizó aristocracias…

– Pero siempre ha habido diferencias -lo interrumpió la abuela Laborde, sentada frente a sus cajas de curiosidades-. Quiero decir, siempre ha habido gente decente. Me dan risa los que presumen de aristocracia porfirista, sólo porque duraron treinta años en el poder. ¡Treinta años no son nada! Cuando nuestra familia vio entrar a los partidarios de Porfirio Díaz a la capital después de la revolución de Tuxtepec, se horrorizaron: ¿quiénes eran estos greñudos oaxaqueños, acompañados de unos cuantos abarroteros españoles y alpargateros gabachos? ¡Porfirio Díaz! ¡Corcueras! ¡Limantours! ¡Puro arribista! Entonces la gente decente éramos lerdistas…

La abuelita de Michelina tiene ochenta y cuatro años y sigue tan campante. Lúcida, irreverente y fundada en el más excéntrico de los poderes. La familia perdió influencia después de la Revolución, y doña Zarina Ycaza de Laborde se refugió en la curiosa ocupación de coleccionar triques, chunches y sobre todo revistas. Cuanta muñeca (o muñeco) de moda apareció, tratárase de Mamerto el Charro o Chupamirto el Peladito, del Capitán Tiburón o Popeye el Marino, ella lo rescató del olvido, llenando todo un armario de esos popeyes rellenos de algodón, reparándolos, cosiéndolos cuando las entrañas se les salían.

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