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Carlos Fuentes: La Frontera De Cristal

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Carlos Fuentes La Frontera De Cristal

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años. Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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– ¿Qué pasó, hijito?

– Nada, papá, nada.

– ¿Qué te hizo? Dime nomás qué te hizo, hijito.

– Nada, papá. Te lo juro. Ella no me hizo nada.

¿No fue amable?

– Muy amable, papá. Demasiado amable. Ella no me hizo nada. Fui yo.

Fue él. Le dio vergüenza. En el coche ella trató de conversar muy amablemente de libros y viajes. Por lo menos, el coche era oscuro, el chofer silencioso. La discoteca no. El ruido era insoportable. Las luces eran crudas, terribles, como navajas blancas y lo perseguían a él, parecían buscarlo a él, nomás a él, a ella hasta las sombras la respetaban, la deseaban, la envolvían con amor, ella se movía y bailaba envuelta en sombras, preciosa, papá, es una muchacha preciosa…

– Apenas buena para ti, hijo.

– Vieras cómo la admiraban todos, cómo me la envidiaban, papá.

– Se siente bonito, ¿verdad Mariano?, se siente a todo dar que le envidien a uno a su vieja, ¿qué pasó, qué pasó, te trató mal?

– No, ella es muy bien educada, demasiado bien educada, diría yo, todo lo hace bien, luego se le nota que es capitalina, que ha viajado, que tiene lo mejor, ¿por qué no la persiguieron a ella las luces de la discoteca, por qué a mí…?

– Pero ella te dejó, ¿no es cierto?

– No, yo me salí, tomé un taxi gringo, le dejé el chofer con el Mercedes a ella…

– Te pregunto si te dejó hacer…

– No, me compré una botella de Jack Daniels, me la bebí de un trago, sentí que me moría, tomé un taxi gringo, te digo, crucé de regreso la frontera, no sé muy bien lo que digo…

– Ella te humilló, ¿no es cierto?

Le dijo a su padre que no, o quizá que sí, la corrección de Michelina, su corrección lo humillaba, su compasión lo ofendía, Michelina era como una monja con hábito de Yves St. Laurent, en vez del sulpicio traía una de esas bolsitas de cadena dorada de Coco Chanel, bailaba en las sombras, bailaba con las sombras, no con él, a él lo entregaba a los navajazos de la luz parpadeante, alba, helada, donde todos lo pudieran ver mejor y reírse de él, sentir repulsión, pedir que lo corrieran, estropeaba las fiestas, cómo lo habían dejado entrar, era un monstruo, él sólo quiso reunirse en la sombra con ella, refugiarse en la individualidad que siempre lo había protegido, te juro papá que no quise abusar de ella, sólo le pedí lo que ella misma me estaba dando, un poquito de piedad, en sus brazos, con un beso, ¿qué le costaba darme un solo beso?, ¿tú sí me das besos, papá, a ti no te espanto?

Don Leonardo le acarició la cabeza a su hijo, le envidió la cabellera bronceada, leonada, él que se había quedado pelón tan pronto. Le besó la frente y lo ayudó a acomodarse en la cama, lo acurrucó como cuando era niño, no lo bendijo porque no creía en eso, pero estuvo a punto de arrullarlo con una canción. Le pareció ridículo cantarle una de cuna. La verdad es que sólo recordaba boleros y todos hablaban de hombres humillados, de mujeres hipócritas.

– Te la cogiste, hijo, ¿verdad que sí?

4

La fiesta de bienvenida para Michelina fue todo un éxito, sobre todo porque doña Lucila le exigió a los hombres de la casa -don Leonardo y Marianito- que se hicieran ojo de hormiga.

– Váyanse al rancho y no regresen hasta tarde. Queremos una fiesta de puras cuatitas, para estar muy a gusto y chismear sabroso.

Leonardo se armó de paciencia. Sabía que Michelina no iba a aguantar las babosadas que decía esta bola de viejas cada vez que se juntaban. Marianito no estaba en condiciones de viajar, pero su padre no se lo dijo a Lucila; el chico no se hacía notar nunca, de todos modos, era tan discreto, era una sombra… Don Leonardo se fue solo a comer con unos gringos del otro lado de la frontera, Cena a las seis de la tarde, qué barbarie. Pero regresó cuando la fiesta estaba en su apogeo, sólo que le hizo al joven mozo indígena una seña con el dedo sobre los labios para que guardara silencio. De todos modos era un pacuache que no hablaba español y por eso lo contrataba siempre doña Lucila, así las señoras podían decir lo que se les ocurriera sin testigos. Además, este jovencito indígena era esbelto y bello como un dios del desierto, no de mármol blanco, sino más bien de ébano, y cuando se les subían los jáiboles, las señoras lo desvestían colectivamente y lo hacían pasearse desnudo con una bandeja en la cabeza. Eran unas cuatitas a todo dar, sin inhibiciones, ¿o qué se creían las capitalinas que nomás por ser del norte ellas eran de a tiro nacas? Brincos dieran: si la frontera estaba a un paso aquí nomás, a media hora se estaba en un Neiman Marcus, un Saks, un Cartier, ¿de qué les presumían las capitalinas, las chilangas condenadas a vestirse en Perisur? Pero mucha discreción -doña Lucila se llevó el dedo índice a los labios- que ahí viene entrando la ahijada de Leonardo y dicen que es muy presumida, muy viajada y muy chic, como se dice, de manera que pórtense naturales pero no la ofendan.

Era la única sin cirugía facial y se sentó muy sonriente y amable entre la veintena de mujeres ricas, perfumadas, ajuareadas del otro lado de la frontera, enjoyadas, casi todas con las cabelleras teñidas de caoba, algunas con anteojos de fantasía veneciana, otras ensayando acuosamente sus pupilentes, pero todas liberadas y si la capitalina quería seguirles la onda, OK, pero si resultaba ser una apretada, ni caso le iban a hacer… Ésta era la chorcha de las cuatitas, y aquí se bebían licores dulzones porque se subían más rápido y con más sabrosura, como si la vida fuese un postre interminable (¿desert? ¿dessert? ¿postre? ¿desierto?, ay qué bolas me hago, Lucilita, y es nomás mi primera monjita…). Mezclaban el anís dulce con cubitos de hielo y eso daba una monja, una bebida nubosa que se subía rapidito, como beberse el cielo, muchachas, como emborracharse de nubes: empezaron a cantar, tú y las nubes me traen muy locas, tú y las nubes me van a matar…

Todas rieron y bebieron más monjas y alguien le dijo a Michelina que se animara, que parecía una monja sentada allí en el centro de la sala sobre un puf de brocados lilas, toda simétrica, ¿pero qué tu ahijada no tiene nada chueco, Lucilita?, oye es sólo ahijada de mi marido, no mía, de todos modos, ¡qué perfección, los ojos parejos, la naricita recta, la barbita partida, los labios tan…! Unas se rieron apenadas, miraron a Lucila con sonrojo, pero Lucila como si nada, había echado concha, las alusiones se le resbalaban cual agua, ella como si nada aquí celebrando la ausencia de hombres -bueno, salvo el indito ese que no cuenta- y la ahijada de mi marido es muy fina, pero muy amable, no me la acomplejen, déjenla ser como es y nosotras somos como somos, que al cabo del convento venimos todas, no se olviden, todas pasamos por escuelas de monjas, todas nos liberamos un día, de manera que no abochornen a Michelina, pero si ya estamos de regreso en el convento, Lucilita, dijo una señora de anteojos incrustados de diamantes, solitas, sin hombres, ¡pero pensando nomás en ellos!…

Esto dio pie a un interminable ping pong sobre los hombres, sus maldades, su tacañería, su indiferencia, su capacidad para evadirse de las responsabilidades alegando el exceso de trabajo, su miedo al dolor físico, quisiera ver a un solo cabrón de estos parir una sola vez, su poca destreza sexual, en fin, ¿cómo no iban a buscarse lovers?, a ver, a ver, qué sabes, Rosalba, no sean de a tiro tarugas, yo sólo sé lo que ustedes me cuentan, yo aquí donde me ven, santa, santa mía, y volvieron a cantar otro poquito, y luego otra vez se rieron de los hombres ("Ambrosio está loco, ha obligado a la criada a usar perfume y rasurarse los sobacos, ¿tú crees?, la pobre gatita se va a sentir gente decente"; "se hace el muy generoso porque tenemos cuenta mancomunada en Nueva York, pero yo ya averigüé de la cuenta secreta en Suiza, el número y todo averigüé, seduje al abogado, a ver si conmigo puede el codomontano de Nicolás"; "todos creen que hasta que se mueran nos toca la lana, hay que saberse las cuentas de banco y el acceso a las tarjetas de crédito por si un día nos abandonan"; "yo a mi primer marido le saqué de un jalón cien mil dólares de la tarjeta óptima antes de que se diera cuenta"; "tenemos que ver juntos películas porno, porque si no, de plano no pasa lo que te dije…"; "que si el señor presidente me llamó, que si el señor presidente me dijo, me confió el secreto, me distinguió con un abrazo, “ya cásense”, -le dije; pero no se atrevieron a encuerar al pacuache enfrente de Michelina, que las acompañaba en sus risas amablemente, jugueteando con su collar de perlas y asintiendo con gracia a las bromas de las mujeres, perfecta en su posición ni de distancia ni de confusión con ellas, temerosa de que todo acabara en el gran abrazo colectivo, el desahogo, los sudores, el llanto, el arrepentimiento, el deseo vibrante y suprimido, la admisión terrible: no hay absolutamente nada en Campazas de interés para nadie, forastero o lugareño, chilango o norteño… Ay, qué ganas de tomar el Gruman y salir volando a Vail ahoritita mismo, ¿para qué, para encontrarse con más mexicans insatisfechos, aterrados de que todo el dinero del mundo no sirva estrictamente para un carajo porque siempre hay algo más, y más, y más, inalcanzable, ser la reina de Inglaterra, ser el sultán de Brunei, ser un cuero como Kim Basinger o tener un cuero como Tom Cruise? Estallaron en carcajadas e imitaron los movimientos de los esquiadores, pero no estaban en las cumbres de Colorado, sino en el desierto del norte de México, que estalló repentinamente en el firmamento al ponerse el sol y pasó por las ventanas emplomadas de la mansión Tudor-Normanda, iluminando los rostros de las veinte mujeres, pintándolas de rojo luciferino, cegándoles los pupilentes y obligándolas a todas a mirar el espectáculo diario del sol desapareciendo en medio del fuego, llevándose al inframundo todos sus tesoros, exhibiéndolos por última vez entre las montañas calvas y las llanuras pedregosas, dejando sólo los nopales como coronas de la noche, llevándoselo todo, la vida, la belleza, la ambición, la envidia, la fortuna, ¿volverá a salir el sol?

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