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Carlos Fuentes: La Frontera De Cristal

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Carlos Fuentes La Frontera De Cristal

La Frontera De Cristal: краткое содержание, описание и аннотация

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años. Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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– Sé pedirlo todo porque también sé darlo todo, ¿qué me dices, mi chilanga?

– Eso mismo, padrino, eso…

Entró por la ventana entreabierta una canción en la voz de Luis Miguel, "Me haces falta, mucha falta; no sé tú"… Cómo iban a saber Leonardo y Michelina que esa música venía desde un rancho de indios borrados, pacuaches, donde Mariano leía libros y escuchaba música y se extasiaba adivinando el canto de los pájaros a las cuatro de la mañana. Esa madrugada, pasó un jet por los cielos y los pájaros se callaron para siempre. Ella ya no estaba…

LA PENA

A Julio Ortega

1

Juan Zamora me ha pedido que cuente este cuento de espaldas. Es decir: él va a estar de espaldas al lector todo el tiempo. Dice que siente vergüenza. O como él dice, "estoy apenado". La "pena" como sinónimo de "vergüenza" es una particularidad del habla mexicana, igual que decir "mayor" en vez de "viejos" para no ofender a éstos, o decir "está malito" para suavizar una enfermedad mortal. La vergüenza duele; el dolor, a veces, avergüenza.

De manera que Juan Zamora no les dará la cara a ustedes a lo largo de esta narración. Sólo podrán ver su nuca, su espalda. No digo "sus nalgas" porque ya sabemos lo que esto significa en México. Darlas. El acto más ruin de cobardía, entrega o cortesanía abyecta. No es el caso de Juan Zamora. Usa una sudadera universitaria de esas muy largas, tamaño xxx (Extra Large) que al frente trae los blasones de la universidad en cuestión, que se arremangan fácilmente y cuelgan hasta los muslos, enfundados en unos jeans. No, Juan Zamora insiste en que les diga que no va a darlas. Nada más quiere insistir en su vergüenza igualita a su pena. No culpa a nadie. Es cierto que el mundo lo tocó y a él le tocó un mundo.

Pero al cabo cuanto ocurrió pasó por él y en él. Eso es lo que cuenta.

Ésta es una historia de la época del auge petrolero en México, fines de los setenta, principios de los ochenta. De arranque, eso ya explica parte de la identificación pena-vergüenza de la que habla Juan Zamora. Vergüenza porque festejamos el auge como nuevos ricos. Pena porque la riqueza fue mal empleada. Vergüenza porque el Presidente dijo que nuestro problema ahora era administrar la riqueza. Pena porque los amolados siguieron siéndolo. Vergüenza porque nos volvimos frívolos, dispendiosos, esclavos de un capricho vulgar y de una cómica prepotencia. Pena porque no fuimos capaces de administrar ni la vergüenza. Pena y vergüenza porque no servimos para ser ricos, sólo nos conviene la pobreza, la dignidad, el esfuerzo… En México siempre ha habido gente corrupta, autoritaria y con exceso de poder. Pero todo se les perdona si al menos son serios (¿hay una corrupción seria y otra frívola?). La frivolidad es lo insoportable, lo imperdonable, la burla a todos los jodidos. De allí la pena y la vergüenza de esos años en que fuimos millonarios de temporada para amanecer al poco tiempo quebrados, en la calle, y llorando de risa antes de reír de dolor.

Juan Zamora está pues de espaldas a ustedes. A él le tocó irse a estudiar a Cornell gracias a una beca cuando tenía veintitrés años de edad. Era un esforzado estudiante de medicina en la Prepa y luego en la UNAM, y él les jura a ustedes que con eso le hubiera bastado si a su madre no se le mete en la cabeza que en la época del auge mexicano se necesitaba una temporada de postgrado en una universidad yanqui.

– Tu padre nunca supo aprovecharse. Mira que ser durante veinte años abogado administrador de don Leonardo Barroso y morirse sin un quinto partido por la mitad. ¿En qué estaría pensando? Ni en ti ni en mí, Juanito, eso tenlo por seguro.

– ¿Qué te decía, mamá?

– Que la honestidad es recompensa suficiente. Que él era un profesional honrado. Que no iba a traicionar al Maestro Mario de la Cueva y a sus demás profesores de la Facultad de Derecho. Que a él le inculcaron que la abogacía era una profesión honorable. Que no se podía defender la ley siendo uno mismo corrupto. Pero si no es nada indebido, Gonzalo, yo le decía a tu papá, aceptar un pago por hacer favores o llevar un asunto a la atención del ministro Barroso no es ningún crimen. ¡Todos en el gobierno se hacen ricos menos tú!

– Eso se llama soborno, Lelia. Es un triple engaño, además una mentira. Si el asunto sale, parece que fue porque me pagaron para impulsarlo. Si no sale, parezco un ratero. En todo caso, engaño al ministro, al país y a mí mismo.

– Un contratito de obras públicas, Gonzalo, nomás eso te pido que pidas. Te dan tu comisión y santas pascuas. Ni quién se entere. Nos podemos comprar con eso una casa en Anzures. Salir de la Colonia Santa María. Mandar a Juanito a una universidad gringa. Mira que el muchacho es muy buen estudiante y sería una lástima que se desperdiciara entre la chusma de la UNAM.

Juan nos manda decir que su madre contaba estas cosas con una sonrisa amarga, un rictus que su hijo sólo veía, a veces, en los cadáveres que estudiaba en la escuela.

Tuvo que morirse su padre el licenciado Gonzalo Zamora para que su viuda le pidiera un solo favor a don Leonardo Barroso, vea si puede usted darle una beca a Juanito para que estudie medicina en los Estados Unidos. Don Leonardo, con gran elegancia, dijo que no faltaba más, lo haría de mil amores, es lo menos que se merecía la memoria de Zamorita, un abogado tan honesto, un funcionario tan cumplido…

2

Voy siguiendo a Juan Zamora, el estudiante mexicano con su sudadera gris, por las tristes calles de Ithaca, Nueva York, donde tiene su sede la Universidad de Cornell. No sé qué cosa busca, pues hay muy poco qué ver aquí. La calle central apenas si tiene comercios, dos o tres restoranes muy malos y en seguida las montañas y las barrancas. Juanito se siente, casi, en México, en San Juan del Río o Tepeji, esos lugares donde a veces iba de excursión, a respirar el aire de los bosques y las barrancas, lejos de la polución capitalina. La barranca de Ithaca es un gran tajo hondo y prohibitivo, pero por lo visto también es un abismo seductor. Cornell es famosa por la cantidad de suicidios de estudiantes desesperados que se arrojan desde el puente de la barranca. El chiste dice que aquí ningún profesor se atreve a reprobar a un mal alumno, por miedo a que se aviente a la barranca.

Sin mucho que ver en un domingo aquí, Juan Zamora va a regresar a la casa donde está alojado. Es una bella residencia de ladrillo color rosa pálido con tejas de pizarra azul y rodeada de una pelusa bien cuidada que se convierte en grava alrededor de la casa y se prolonga en un bosque enmarañado, delgado y sombrío detrás de ella. La hiedra trepa por el ladrillo rosa.

Las estaciones suplen aquí la falta de encanto de la ciudad. Ahora es el otoño y el bosque se desnuda, los árboles de los montes parecen palillos de dientes carbonizados y el cielo desciende dos o tres peldaños para comunicarnos a todos el silencio y la pena de Dios ante la muerte pasajera del mundo. Pero el invierno en Cornell le devuelve una voz a la naturaleza, que se venga de Dios, vistiéndose de blanco, regando polvo congelado y estrellas de nieve, extendiendo grandes mantos albos que son como sábanas suntuosas de la tierra, y también una respuesta al cielo. La primavera estalla rápida y agónica en puñados de rosas espléndidas que perfuman y dejan una ráfaga de olvidos antes de que el verano se instale pesado, soñoliento, lento él a cambio de la veloz primavera, vagabundo y perezoso verano de aguas estancadas, mosquitos traviesos, gran respiración húmeda y montes intensamente verdes.

La barranca, para todo esto, refleja las estaciones pero también las devora, las desploma y las somete a la muerte implacable de la gravedad, abrazo sofocante y final de todas las cosas. Esa barranca es el vértigo en el orden de este lugar.

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