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Carlos Fuentes: La Frontera De Cristal

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Carlos Fuentes La Frontera De Cristal

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años. Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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Hay una fábrica de armas y municiones junto a la barranca, un espantoso edificio de ladrillo ennegrecido y chimeneas indecentes, casi una evocación de la fealdad de la noche y la niebla nazis. Las pistolas producidas por la fábrica de Ithaca son las reglamentarias del ejército salvadoreño, razón por la cual la oficialidad y los soldados de esa república las llaman "itaquitas".

Juan Zamora me pide que les cuente todo esto mientras él nos da la espalda porque fue recibido como huésped en la residencia de un próspero negociante que en otra época estuvo relacionado con la fabricación de armas, pero que ahora prefiere ser consejero de bufetes que hacen contratos de defensa entre los fabricantes y el gobierno norteamericano. Tarleton Wingate y su familia, en los días en que Juan Zamora llega a vivir con ellos, están entusiasmados por el triunfo de Ronald Reagan en la campaña contra Jimmy Carter. Ven la televisión todas las noches y aplauden las decisiones del nuevo presidente, su sonrisa de estrella de cine, su voluntad para acabar con el exceso de intromisión gubernamental, su optimismo en declarar que vuelve a amanecer en América, su firmeza en detener los avances del comunismo en Centroamérica.

El jefe de la casa, Tarleton Wingate, es un simpático gigantón con menos arrugas en su fresca cara juvenil que una vieja silla de montar; su opaca cabellera color arena contrasta con el rubio platino de su mujer, Charlotte, y con el castaño bruñido rojizo de la niña de la casa, Becky, que tiene trece años. Cuando los Wingate se sientan todos a ver la televisión, amablemente invitan a Juan a unirse a ellos. Él no entiende si les apena cuando salen imágenes terribles de la guerra en El Salvador, monjas asesinadas a la vera del camino, rebeldes asesinados por los batallones paramilitares, un pueblo entero ametrallado por el ejército al huir cruzando un río…

Juan Zamora le da la espalda a la pantalla y les asegura que en México se aplaude igual que aquí al presidente Reagan por salvarnos a todos del comunismo. Les dice también que a México lo que le interesa es crecer y prosperar, como lo prueba la gran explotación del petróleo por el gobierno de López Portillo.

Los gringos sonríen al oír esto pues creen que la prosperidad inocula contra el comunismo y Juan Zamora tiene ganas de preguntarle al señor Wingate cómo van sus negocios con el Pentágono, pero mejor se calla. Lo que insinúa primero y luego declara enfáticamente es que ellos, los Zamora, se adaptan perfectamente a la nueva riqueza de México porque ellos desde siempre han tenido tierras, haciendas -la palabra tiene un gran prestigio en los Estados Unidos, hasta la pronuncian con jota, "jacienda"- y pozos petroleros. Se da cuenta de que los Wingate ignoran que el petróleo es propiedad del Estado en México y se admiran de cuanto les dice Juan. Dogmática, aunque inocentemente, creen que la expresión "mundo libre" es idéntica a "libre empresa".

Ellos lo han recibido con gusto y por tradición. Desde siempre, los estudiantes extranjeros han sido acogidos con hospitalidad en las casas privadas cercanas a los campus norteamericanos. No llama la atención que los ricos jóvenes latinoamericanos busquen así una prolongación de sus hogares y, sobre todo, que de este modo aceleren sus conocimientos del inglés.

– Hay chicos -le asegura Tarleton Wingateque han aprendido inglés pasándose horas delante de la televisión.

Juntos ven en la pantallita la película de Peter Sellers, Being There, donde el pobre hombre no sabe más que lo que ha aprendido viendo televisión y por eso mismo pasa por un genio.

Los Wingate le preguntan a Juan Zamora si la televisión en México es buena y él debe responder con honestidad que no, es aburrida, vulgar, sin libertad y un escritor muy bueno y muy leído por los jóvenes, Carlos Monsiváis, la llama "la caja idiota". Esto le provoca gran hilaridad a Becky y dice que lo va a repetir en su clase, the idiot box. No te des aires de intelectual, le dice Charlotte a su hija, cabecita de huevo, le dice sonriendo mesándole el pelo y la bruñida pelirroja protesta, no me revuelvas el peinado, voy a tener que arreglarme otra vez antes de salir de niñera esa noche y Juan Zamora se asombra de que los niños gringos trabajen todos desde chiquitos, de niñeros, repartiendo periódicos o vendiendo limonada en el verano. -Es para inculcarles la ética de trabajo protestante -dice con solemnidad Mr. Wingate. ¿Y él? ¿Cómo es posible que haya crecido sin televisión?, le pregunta Becky. Juan Zamora sabe muy bien lo que dice. Ser rico y aristocrático en México es cuestión de tierras, haciendas, peones, un estilo de vida elegante, caballos, andar vestido de charro, tener muchos criados, eso es ser gente pudiente en México. No ver la televisión. Y como sus anfitriones tienen exactamente la misma idea en sus cabezas, la entienden, la alaban, la envidian y Becky sale a ganarse cinco dólares como niñera, la señora Charlotte se pone el delantal y va a asear la cocina y el señor Tarleton se queda leyendo con profundo sentido de la obligación el best seller número uno en la lista del New York Times, una novela de espionaje que, de paso, le confirma en su obsesiva paranoia acerca del peligro rojo.

3

Si la ciudad de Ithaca es una especie de Averno suburbano, la Universidad de Cornell es su Parnaso: un templo rutilante, de colores crema, líneas modernas, casi art deco por momentos, y grandes espacios verdes y luminosos. El campus se comunica, dado lo abrupto del terreno, mediante hermosas terracerías y grandes escalinatas. Ambas conducen a dos lugares que fueron centros de la vida del estudiante mexicano, Juan Zamora. Uno es la Unión Estudiantil, que trata de suplir todas las ausencias de Ithaca: librería y papelería, cine, teatro, ropa, casillas de correo, restoranes y espacios de reunión. Moviéndose entre estos espacios, dándonos la espalda, Juan Zamora intenta relacionarse. Le llama la atención el extremo desaliño de los estudiantes. Usan gorras de beisbol que no se quitan en el interior ni para saludar a las mujeres. Rara vez se rasuran por completo. Beben la cerveza empinando la botella sobre los labios. Usan camisetas sin mangas, mostrando a todas horas el vello de las axilas. Lucen rasgaduras en las rodillas de sus blue jeans y a veces andan con éstos cortados a la altura de los muslos, deshebrándose. Se sientan a comer con las gorras puestas y se llenan las bocas de hamburguesa, papas fritas y todo un menú salido de bolsas de plástico. Cuando de veras quieren ser informales, usan la gorra de beisbol al revés, con la visera enfriándoles la nuca.

Un día, un muchacho atlético, rubio, de facciones pellizcadas, se sirvió un platón de espagueti y empezó a comerlo con las manos, a puños. Juan Zamora sintió una revulsión incontrolable que le cortó el apetito y le obligó, por primera y quizás única vez, a interpelar a un compañero.

– ¡Qué asco! ¿No te enseñaron a comer en tu casa?

– Claro que me enseñaron. Mis gentes son bien ricas, qué te crees…

– ¿Entonces por qué comes como un animal?

– Porque ahora soy libre -dijo el güero con la boca llena.

Juan Zamora no llegó de saco y corbata a Cornell, sino de blue jeans y chamarra, suéter y mocasines. Su padre, en vida, se resignó a estas "fachas". -Nosotros íbamos de saco y corbata a las clases en San Ildefonso-. Poco a poco, Juan fue alivianando su ajuar, la sudadera, los zapatos Keds, pero siempre mantuvo -de espaldas- una corrección mínima. Él pensaba en sus padres de otra manera. Entendió que el astroso disfraz de los estudiantes era una manera de igualar el origen social, para que nadie preguntara sobre el origen familiar y el estatus económico. Todos iguales, igualados por la facha, el uniforme de mezclilla, la gorra de beisbol, los zapatos tenis. Sólo en su refugio -la residencia de la familia Wingate- podía Juan Zamora decir, impunemente, con aprobación de todos, incluso impresionándolos:

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