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Carlos Fuentes: La Frontera De Cristal

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Carlos Fuentes La Frontera De Cristal

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años. Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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Qué solo el Cristo, y cómo lo envidiaba él. Si a Cristo adolorido, befado, herido, lo dejaban en santa paz, ¿por qué no a él, que sólo quería vivir en el rancho de sus padres, leyendo todo el día, sin más compañía que esos indios naturales e indiferentes a las perversiones de la naturaleza, que algunos llamaban pacuaches y otros "indios borrados", como él, indios invisibles, seres miméticos de ese gran lienzo de imitaciones y metamorfosis que es el desierto? ¿Estaba más encerrado, más aislado él en el rancho del desierto que su familia en Disneylandia, sin ningún contacto con Campazas, con el país, ignorando cuanto ocurre del otro lado de sus altos muros, consumiendo pura cosa importada, mirando pura televisión por cable, tan encerrados como él? ¿Por qué le negaban su soledad, su aislamiento, si era inferior a los de ellos: él que leía tanto, cosas tan hermosas, mundos tan perfectos como su imaginación los quería, pasados infinitamente novedosos, futuros adivinados ya, ya gozados?

Soñó con una liebre.

Una liebre es un cuadrúpedo salvaje de orejas largas y cola corta.

Su pelo es rojizo y sus crías nacen peludas.

Sus patas son más largas que las del conejo. Corre muy rápido porque es muy tímido.

No hurga como otros de su especie: anida, busca un espacio estable, tibio, respetado, donde lo dejen estar.

Es mamífero. Nace de la leche, la desea de vuelta, quiere mamar en la oscuridad, ser mamado, en un nido, sin sobresaltos, sin nadie que lo observe gozar…

No había una sola mujer en el mundo que soportara su deseo. Mariano sólo quería vivir finalmente, físicamente, donde siempre quiso vivir en la voluntad y vivió siempre en el espíritu. En una ranchería. Con poco dinero, muchos libros y unos indios borrados, silenciosos como él. Solo, porque no había una sola mujer en el mundo que eclipsara todo el espacio, salvo la recámara donde el espacio y la presencia coincidían. ¿Era ella Michelina? ¿Ella respetaría su soledad? ¿Ella lo liberaría para siempre de la ambición, la herencia, el deber social, la necesidad de mostrarse en público?

Él no tuvo la culpa de que dentro de su boca viviera una liebre ciega, peluda, veloz y voraz, anidada para siempre sobre su lengua.

7

El día de la boda, Michelina entró a la sala de la mansión Tudor-Normanda con su hermoso vestido antiguo de crinolina, zapatillas de raso blanco sin tacón y un espeso velo blanco que ocultaba completamente sus facciones. Lo ceñía una corona de azahar. Iba del brazo de su padre, el embajador retirado don Herminio Laborde. La madre de Michelina no se sintió dispuesta a hacer el viaje hasta el norte (las malas lenguas dijeron que desaprobaba el matrimonio pero no tenía manera de impedirlo). La abuela, aunque anciana, hubiese viajado con gusto.

– Yo ya he visto todas las cruzas imaginables, y una más, aunque sea entre tigresa y gorila, no me va a asustar, menos entre paloma y conejo.

Sus achaques no le permitieron viajar; estaba presente de alguna manera en la crinolina, en el velo… Doña Lucila pasó un mes entero en Houston, ajuareándose como si la novia fuese ella y hoy parecía una confección de pastelería. Encarnaba el mismísimo pastel de novios: triangulada como una pirámide de crema, la coronaba una cereza de sombrero, su pelo era una delicia de caramelo, su rostro un gran merengue sonriente, sus pechugas un oleaje de crema chantilly, y luego el vestido drapeado como una mortaja tenía los tonos de la jalea de zarzamora vertida sobre una masa de mazapán.

No le dio, en cambio, el brazo a su hijo Mariano. Fue el propio Leonardo Barroso quien abarcó las espaldas de Mariano con un amplio abrazo. El joven vestía sencillamente, de gabardina beige con camisa azul y corbata de alamares. Su esposa no se apoyaba en su hijo, sino en la fiesta, la multitud de amigos, conocidos, curiosos que asistían a la boda del hijo de uno de los hombres más poderosos etcétera. Tierras, aduanas, fraccionamientos, la riqueza y el poder que dan el control de una frontera ilusoria, de cristal, porosa, por donde circulan cada año millones de personas, ideas, mercancías, todo (en voz baja, contrabando, estupefacientes, billetes falsos…) ¿Quién no tenía que ver, o dependía de, o aspiraba a servir a, don Leonardo Barroso, zar de la frontera norte? Qué desgracia de hijo. Todo se tiene que compensar en esta vida. El hijo lo humaniza. Pero la capitalina de plano se vendió, no me digas que no. La humanidad se compra, don Enrique. O la compraventa se humaniza, don Raúl.

Aunque por esos años ya se le habían hecho todas las concesiones posibles a la Iglesia católica, don Leonardo Barroso mantenía su jacobinismo liberal, la vieja tradición de la reforma y la revolución mexicanas.

– Soy liberal pero respeto la religión.

En su recámara, para horror de doña Lucila, tenía una reproducción del Guernica de Picasso, en vez del Sagrado Corazón de Jesús. -¡Qué monos más feos! Hasta un niño dibuja mejor-. Por fortuna, para estas fechas la pareja dormía en recámaras separadas, de manera que cada uno tenía su propio icono sobre la cabecera: Pablo y Jesús, unidos por la visión del sacrificio, la muerte y la redención. Don Leonardo no pisaba iglesias y centró la ceremonia nupcial en el aspecto civil y en su casa, nomás eso faltaba. Sin embargo, el atuendo de la novia le imponía al acto una misteriosa severidad, más que eclesiástica, sagrada.

– ¿Será bruja?

– N'hombre, es una de esas chilangas ensoberbecidas que nos vienen a tratar de apantallar a los provincianos.

– ¿Será la última moda?

– De la polilla, vieja, de la polilla.

– ¿No se dejará ver la cara?

– Dicen que es chulísima.

Las voces se acallaron. El juez dijo las palabras acostumbradas y leyó una versión abreviada de la epístola de Melchor Ocampo. Deberes. Derechos. Apoyos. Todo compartido, la salud y la enfermedad, la alegría y el dolor, el lecho, el tiempo, los tiempos. Los cuerpos. Las miradas. Firmaron los testigos. Firmaron los novios. Don Leonardo levantó el velo de Michelina y acercó la cara de Mariano a la de su novia. Michelina no pudo controlar el gesto de asco. Entonces Leonardo los besó a los dos. Primero tomó entre las manos el rostro de su hijo y acercó los labios que Michelina tanto apreciaba, cachondos y vaciladores, al labio de su hijo Mariano, lo besó con lo mismo que Michelina atribuyó a la mirada del padre: Me enamoro en serio, sé pedirlo todo porque también sé darlo todo…

Los labios se separaron y don Leonardo le acarició la cabeza a su hijo, lo besó en ese labio espantoso, Normita, mientras doña Lucila palidecía y se quería morir y luego, haciendo gala de su audacia y de su personalidad -por algo es Leonardo Barroso- con la baba del hijo en la boca, fue él quien levantó de nuevo el velo caído de la novia -¡una preciosidad, Rosalba, tenías razón!- y le plantó un beso largo y terrible, hija, que de suegro (o de padrino) francamente no tenía nada.

¡Qué mañanita, les digo, qué mañana!, ¡por nada nos la perdemos! ¡Campazas nunca será la misma después de estas bodas!

El Lincoln convertible, esta vez encapotado, cruzó rápidamente el desierto vespertino, frío y silencioso, llenándolo de rumor de llantas y motor, espantando a las liebres que salían saltando lejos de la carretera recta, la línea ininterrumpida hasta la frontera, a romper el ilusorio cristal de la separación, la membrana de vidrio entre México y los Estados Unidos y seguir corriendo por las supercarreteras del norte hasta la ciudad encantada, la tentación del desierto, iluminada, brillante, llena de Neiman-Marcus y Saks y Cartier y Marriotts donde los esperaba a los novios la suite de lujo, con champaña y canastas de frutas, salón, espaciosos closets, recámara con cama king size, muchos espejos donde admirar a Michelina, un baño de mármoles color de rosa donde bañarse con ella, enjabonarla, acariciarla, ruborizarla -tenía las nalgas más grandes de lo que parecía, las piernas más flacas, la condición del tordo-, ay mujer de ojos borrascosos, naricilla inmóvil y aletas nerviosas por donde se te escapa la noche, labios divididos, húmedos, por donde mi lengua se pierde sin encontrar barreras de coral ni cuevas de estalactita ni bóvedas góticas despedazadas, sólo el cosquilleo de tu barbilla dividida, preciosa mía, el anuncio de tus otras duplicidades, las que ahora acaricio lentamente, para que nada se gaste entre nosotros, para que todo dure en medio de la expectativa, la sorpresa, el deseo de más, y más, sí padrino, dame más, ya nada nos separa, padrino, tú me lo dijiste, ¿te acuerdas?, cada vez que me veas quiero que sea la primera, ay Leonardo, es que me enamoré de tus ojos porque me decían tantas cosas.

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