Carlos Fuentes - La Frontera De Cristal

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Los conflictos sociales y económicos que han separado culturalmente a México de los Estados Unidos tienen una larga historia. En La frontera de cristal, Carlos Fuentes reproduce esta separación entre los dos países a lo largo de doscientos años.
Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.

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Abundancia. Sociedad de la abundancia. Dionisio Rangel quiere ser muy franco y admitir ante ustedes que él no es un asceta ni un moralista. ¿Cómo puede serlo un sibarita que con semejante sensualidad goza de un clemole con salsa de rábanos? Pero su pendiente culinaria, tan exquisita, tiene otra ladera grosera, posesiva, de la cual el pobre crítico de la gastronomía no se siente culpable, pues es apenas -les ruega que lo comprendan- víctima pasiva de la sociedad de consumo norteamericana.

Insiste: no es su culpa. ¿Cómo evadir, aunque sea durante dos meses al año en los Estados Unidos, que el lugar donde uno se encuentre -hotel, motel, apartamento, faculty club, garconniére o, en casos extremos, trailers- se llene en un abrir y cerrar de ojos de correo electrónico, cupones, ofrecimientos de toda laya, premios balines asegurándole a uno que se ha ganado un crucero al Caribe, suscripciones indeseables, montañas de papel, periódicos, revistas especializadas, catálogos de L. L. Bean, Sears y Neiman Marcus?

Como respuesta a este alud de papeles, multiplicada por mil con el advenimiento del sistema electrónico E-Mail, solicitudes, falsas tentaciones, Dionisio decidía abandonar su papel receptor, pasivo, y adoptar otro, emisor, muy activo. En vez de ser la víctima de la avalancha, decidió comprar la montaña. Es decir, se propuso adquirir todo lo que le ofrecían los anuncios de televisión, las leches malteadas para adelgazar, los clasificadores para documentos, los CDs irrepetibles con las mejores canciones de Pat Boone y Rosemary Clooney, las historias ilustradas de la segunda guerra mundial, los complicadísimos aparatos para entonar y/o desarrollar los músculos, los platos conmemorativos de la muerte de Elvis Presley o la boda de Carlos y Diana, la taza conmemorativa del Bicentenario de la independencia, los juegos de té de falso Wedgwood, los ofrecimientos de viajero frecuente de todas las aerolíneas, los restos de las baratas del día de cumpleaños de Lincoln y Washington, la bisutería de los espantosos canales vendedores de anillos, prendedores y collares, los videos de ejercicios de Cathy Lee Crosby, todas las tarjetas de crédito habidas y por deber, todo, todo decidió que era irresistible, suyo, apropiable, hasta los detergentes mágicos que toda lo limpian, incluso una mancha emblemática de mole poblano.

Secretamente, conocía las razones de esta voracidad adquisitiva. Una era confiar en que si él aceptaba expansiva, generosamente, lo que los Estados Unidos le ofrecían -regímenes para adelgazar, detergentes, canciones de los cincuenta-, los Estados Unidos acabarían por aceptar lo que él les ofrecía -paciencia y gusto para cocinar un buen escabeche victorioso-. La otra era vengarse de los premios que, llamado a concursar en televisión, Dionisio iba acumulando, otra vez, pasivamente. Su infinita erudición culinaria le facilitaba aparecer en quizz shows y ganar no sólo en la categoría gastronómica sino en todas las demás. Cocina y sexo son dos placeres indispensables, más aquélla que éste, pues se puede comer sin amar, pero no se puede amar sin comer, y el que sabe de paladares culinarios o culinarios paladares, sabe todo: en torno a un beso, o a un chilpachole de jaiba, se organiza toda una sabiduría histórica, científica y, aun, política. ¿Dónde se originó el cocktail? En Campeche, entre marinos ingleses que mezclaban sus bebidas con el condimento local llamado cola de gallo. ¿Quién consagró el chocolate como bebida aceptable en sociedad? Luis XIV en Versalles, después de que el brebaje azteca fue considerado durante dos siglos un veneno amargo. ¿Por qué fue prohibida en la vieja Rusia la papa por la iglesia ortodoxa? Porque no era mencionada en la Biblia y debía, por ello, ser producto diabólico. En esto, los popes tenían razón: son las papas base del diabólico vodka.

La verdad es que Rangel hacía estos circos para darse a conocer ante públicos más amplios, más que para ganar las lavadoras automáticas, las aspiradoras y los viajes a Acapulco con que sus éxitos eran premiados.

Además, había que llenar las horas…

Zorro plateado, hombre interesante, galán maduro, Dionisio "Baco" Rangel era, a los cincuenta y un años, un poco la copia de ese modelo cinematográfico representado en el cine mexicano por el late (en todos sentidos) Arturo de Córdova (escaleras de mármol y alcatraces de plástico como fondo para amores neuróticos con inocentes niñas de quince años y vengativas madres de cuarenta, todas ellas reducidas a su justa medida por la memorable y lapidaria frase del galán otoñal: "No tiene la menor importancia"). Aunque, con mayor autogenerosidad, Dionisio, al mirarse en el espejo mientras se rasuraba cada mañana (Barbasol, Buenas Ideas), se decía que nada le envidiaba a Vittorio de Sicca, emigrado de las películas de teléfono blanco y las sábanas de satín, en la Italia fascista, para convertirse en el supremo director neorrealista de niños limpiabotas, bicicletas robadas y ancianos sin más compañía que un perro. Pero, ¡qué guapo, qué elegante, qué rodeado siempre de Ginas y Sofías y Claudias! A esta suma de experiencias, cobijadas bajo la tersura de las apariencias, aspiraba nuestro compatriota Dionisio "Baco" Rangel, a medida que iba almacenando todos sus productos norteamericanos en un depósito suburbano de la ciudad fronteriza de San Diego, California.

Sólo que las muchachas ya no acudían espontáneas al galán otoñal. Sólo que su estilo chocaba demasiado con el de las jóvenes de hoy. Sólo que mirándose al espejo (cubierto de Barbasol, desprovisto de Buenas Ideas) aceptaba que después de Cierta Edad un galán ha de ser circunspecto, elegante, tranquilo, a fin de no caer en el ridículo máximo del Don Juan viejo, el Fernando Rey de Viridiana, que sólo posee a las vírgenes si primero las dopa y les toca el Mesías de Hándel.

– Unhandel me, sire.

Por eso, en sus giras por las universidades y los estudios de televisión norteamericanos, Dionisio tenía que pasar muchas horas solitarias, gastando su melancolía en fútiles reflexiones. California era su zona de operaciones fatal y hubo una temporada en la que se pasó momentos muertos en Los Ángeles mirando el paso de los automóviles por el sistema de autopistas de la ciudad sin cabeza, imaginando que asistía al equivalente moderno de una justa medieval, en la que cada conductor era un caballero sin tacha y cada automóvil un caballo armado. Pero su concentrada observación acabó por suscitar sospechas y finalmente la policía lo detuvo por andar de vagabundo cerca de las autopistas -¿era un terrorista?

Las rarezas norteamericanas solicitaban su atención, le complacía descubrir que debajo de los lugares comunes sobre la sociedad uniforme, robótica, sin personalidad culinaria (artículo de fe) se agitaba un mundo multiforme, excéntrico, cuasi-medieval en su fermento corrosivo del orden impuesto, antes, por Roma y su Iglesia, hoy por Washington y su Capitolio. ¿Cómo iba a ordenarse un país lleno de locos religiosos que creían a pie juntillas que la fe y no el bisturí sobraban para curar un tumor pulmonar? ¿Cómo, el mismo país lleno de gente temerosa de cruzar miradas con otras personas en la calle que podrían resultar cientólogos con derecho a matarnos si no comulgábamos con sus ideas, asesinos liberados de manicomios y cárceles sobrepobladas, homosexuales vengativos armados de jeringas contaminadas de HIV, neonazis de cabeza rapada dispuestos a degollar a toda persona de tez oscura, milicianos libertarios con bombas listas para acabar con el gobierno haciendo volar las oficinas públicas, bandas de adolescentes mejor armados que la policía para ejercitar el derecho constitucional de portar bazukas y volarle la cabeza a cualquier hijo de vecino?

Deslizándose por las paredes de América, con gusto le entregaba Dionisio a un solo país el apelativo de todo un continente, con gusto sacrificaba ese nombre sin nombre, esa ubicación fantasmal, "los Estados Unidos de América", que era como llamarse, dijo su amigo el historiador Daniel Cosío Villegas, "El Borracho de la Esquina" o, pensaba el propio Dionisio, se reducía a una mera indicación, como "Tercer Piso a la Derecha", por los nombres con prosapia, situación, historia, México, Argentina, Brasil, Perú, Nicaragua…

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