– No -casi grita Becky-. Ya estamos aquí. Me muero de curiosidad.
– Entonces ve tu sola -le dijo su madre.
Esperaron un rato frente al edificio verde, color limón, necesitado de una buena mano de pintura. Tenía tres pisos y ropa colgada a secar en los balcones, una antena de TV y un expendio de gaseosas a la entrada. Una muchacha chapeteada, con delantal pero con permanente, se ocupaba de acomodar las botellas en la nevera. Un viejo pequeño, arrugado y con sombrero de petate, se asomó a la puerta y los miró con curiosidad. A cada lado, una balatería. Pasó un tamalero gritando rojos, verdes, de chile, de dulce y de manteca. El chofer -Leandro Reyes, leyó Tarleton Wingate en el permiso- hablaba interminablemente en inglés sobre deudas, inflación, el costo de la vida, devaluaciones del peso, merma de salarios, pensiones que no servían para nada, todo muy amolado.
Salió Becky de la casa y subió con premura al automóvil.
– Él no estaba. Su madre sí. Se asomó a la ventana a ver el coche. Dijo que hacía mucho que nadie la visitaba. Juan está bien. Trabaja en un hospital. Le hice jurar que no le diría que estuvimos aquí.
Todas las noches, Juan Zamora tiene exactamente el mismo sueño. A veces, quisiera soñar algo distinto. Se acuesta pensando en otra cosa, pero por más esfuerzos que haga, el sueño de siempre regresa siempre, puntualmente. Entonces él se resigna y admite la soberanía del sueño, lo convierte en compañero inevitable de sus noches: un sueño amante, un sueño que debe adorar a quien visita, porque no se deja expulsar de ese segundo cuerpo del antiguo estudiante y ahora joven doctor del Seguro Social Juan Zamora.
Regresa él, noche tras noche, hasta habitarlo a él, su gemelo, su socio, su camisa mitológica, que no se puede mudar sin arrancarle la piel al soñador: sueña con una mezcla de confusión, gratitud, rechazo y enamoramiento; cuando quisiera escaparse del sueño, lo hace deseando intensamente ser poseído de nuevo por el sueño; cuando quisiera adueñarse del sueño, la vida cotidiana se asoma con la sonrisa amarga de todas las auroras de Juan Zamora, secuestrándolo en los hospitales, las ambulancias, las morgues de su geografía citadina. Secuestrado por la vida, rehén del sueño, Juan Zamora regresa todas las noches a Cornell y camina de la mano de Lord Jim hacia el puente sobre la barranca. Es el otoño y los árboles vuelven a mostrarse desnudos como agujas negras: el cielo ha descendido un par de peldaños pero la barranca es más honda que el firmamento y convoca a los dos jóvenes amantes con una promesa mentirosa: el cielo está allá abajo, el cielo existe boca arriba, respirando maleza y breña, su aliento es verde, sus brazos espinosos: hay que merecer el cielo entregándose a él, poniendo de cabeza la mentira que desubica al paraíso y lo exalta hasta las nubes: el paraíso, de existir, está en la entraña misma de la tierra, nos aguarda con su abrazo húmedo, donde se confunden carne y arcilla, donde el gran útero materno se confunde con el barro de la creación y la vida nace y renace de su gran profundidad genésica, jamás de su ilusión aérea, jamás de las líneas de aviación que falsamente unen Nueva York y México, Atlántico y Pacífico, separando, rompiendo la maravillosa unidad de los amantes, su androginia perfecta, su identidad siamesa, su bellísima anormalidad, su monstruosa perfección, para arrojarlos a destinos incompatibles, a horizontes opuestos, ¿qué horas son en Seattle cuando en México cae la noche, porqué la ciudad de Jim mira hacia un mar jadeante y la ciudad de Juan hacia un polvo inquieto, por qué el aire de la costa es de cristal y el aire de la meseta de excremento?
Entonces Juan y Jim se sientan a horcajadas sobre la baranda del puente y se miran profundamente, hasta el fondo de los ojos negros del mexicano y grises del norteamericano, sin tocarse, poseídos por sus miradas, entendiéndolo todo, aceptándolo todo, sin rencores, sin ilusiones, dispuestos a tenerlo, sin embargo, todo, el origen del amor convertido en destino del amor, sin separación posible, por más que la vida diaria los escinda…
Se miran, sonríen, se ponen ambos de pie sobre la cornisa del puente, se toman de la mano y saltan los dos al vacío, con los ojos cerrados, pero convencidos de que todas las estaciones se han dado cita para mirarlos morir juntos, el invierno regando polvo congelado, el otoño lamentando la muerte pasajera del mundo con una voz roja y dorada, el lento verano perezoso y verde, y por fin otra primavera, ya no fugaz e imperceptible, sino eterna ésta, una barranca repleta de rosas, una caída suave, mortal, hasta el rocío que los baña cogidos de las manos, con los ojos cerrados, Lord Jim y Juan, ahora hermanos…
Juan Zamora sí. Pidió que les contara todo esto. Siente pena, siente vergüenza, pero tiene compasión. Nos ha dado la cara.
Dionisio "Baco" Rangel alcanzó la fama muy jovencito, cuando en el programa de radio Los niños catedráticos dio sin titubear la receta de las tortitas de tuétano poblanas.
Descubrimiento: saber de gastronomía puede ser fuente no sólo de fortuna, sino de magníficos banquetes, convirtiendo la necesidad de la supervivencia en el lujo de la vivencia. Este hecho definió la carrera de Dionisio, pero no le dio una meta superior.
La trascendencia del mero apetito en arte culinario, y de éste en profesión bien remunerada, se la otorgó el amor por la cocina mexicana y el concomitante desprecio por otras cocinas de muy pobre perfil, como la de los Estados Unidos de América. Antes de los veinte años, Dionisio había decidido, como artículo de fe, que sólo había cinco grandes cocinas en el mundo: la china, la francesa, la italiana, la española y la mexicana. Otras naciones tenían platillos de primera -Brasil la feijoada, Perú la gallina al ají, Argentina la excelencia de sus carnes, Noráfrica el cuscús y Japón el teriyaki-, pero sólo la cocina mexicana era un universo en sí. Del chilorio sinaloense, con sus cubitos de puerco bien sazonados en orégano, ajonjolí, ajo y chile ancho, al oaxaqueño pollo a las hierbas de la sierra, con sus hojas de aguacate, pasando por los tamales uchepos de Michoacán, del róbalo al perejil con langostinos de Colima, el albondigón relleno de rajas de San Luis Potosí, y esa delicia suprema que es el mole amarillo de Oaxaca (dos chiles anchos, dos chiles guajillos, un jitomate rojo, 250 gr. de jitomatillos verdes, dos cucharadas de cilantro, dos hojas de hierbasanta, dos granos de pimienta), para Dionisio la cocina mexicana era una constelación aparte, que se movía en las bóvedas celestes del paladar con trayectorias propias, con sus propios planetas, satélites, cometas, bólidos y, como el espacio mismo, infinita.
Llamado, también prontamente, a escribir en diarios mexicanos y extranjeros, dar cursos y conferencias, aparecer en televisión y publicar libros de cocina, a los cincuenta y un años Dionisio "Baco" Rangel era una autoridad culinaria, celebrado y bien pagado, sobre todo, en el país al que más despreciaba por la pobreza de su cocina. Llevado y traído por los Estados Unidos de América (sobre todo después del éxito de la novela de Laura Esquivel, Como agua para chocolate), Dionisio decidió que ésta era la cruz de su existencia: predicar la buena cocina en un país incapaz de entenderla o practicarla. Ya, ya, había excelentes restoranes en las grandes ciudades, Nueva York, Chicago, San Francisco, y la Nueva Orleáns tenía una tradición inexplicable sin la larga presencia francesa. Pero Dionisio desafiaba a la más humilde cocinera de Atlixco, Puebla o Puerto Escondido, Oaxaca, a internarse sin pavor por los desiertos gastronómicos de Kansas, Nebraska, Wisconsin, Indiana o las Dakotas, buscando en vano su epazote, su chile ajillo, su huitlacoche o su agua de jamaica…
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